Soñamos porque debemos
Vertimos todos nuestros sueños en barcos y navegamos. Navegamos por aguas oscuras, anhelando moléculas de felicidad. Alcanzamos la roca, encallamos en la orilla, hipnotizados por las modulaciones de lo que después entenderemos que era la paz. En el espacio ignoto que hay entre huir de una guerra civil y el gol-gol-golpeteo de la tierra de los refugiados y los centros de detención y deportación, estaba la emocionante promesa de que tal vez —sólo tal vez— podríamos finalmente recuperar el aliento, descansar en la certeza de que estábamos a salvo.
En estas nuevas tierras nuestras vidas estaban divididas en versiones encabalgadas de quienes realmente éramos: somalí-kenianos, somalí-británicos, somalí-keniano-británicos. Cuando algún extraño nos preguntaba de dónde veníamos, no mencionábamos los centros de detención daneses, no mencionábamos el sabor del sorgo en los campos de refugiados en Kenia, no mencionábamos que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos eran trilingües, no mencionábamos la esencial humanidad, orgullo y resiliencia de nuestra comunidad, no mencionábamos que el término del siglo XXI para denominar a nuestra rica y nómada cultura era simplemente «inmigrante». Al comprometernos con el silencio a cambio de una página en blanco no nos dimos cuenta de que nos estábamos convirtiendo en cifras.
Mi identidad, igual que la de mis compatriotas, estaba partida a la mitad. Vivía en Londres con mi esposa y mis dos hijos. De día, era un padre y esposo cariñoso, y un empleado bancario obediente. De noche, cuando mi familia dormía, me sacaba las cejas, me pintaba la cara, me deslizaba dentro del vestido más seductor y me contoneaba al dirigirme a los antros de Soho a cantar.
Cantaba a Piaf, a Dolly Parton, a Lady Day. Cantaba para hombres que querían tenerme contra la pared, sentir mis tetas falsas, cogerme hasta que cambiáramos el clima. Pero no. En lugar de eso, cantaba hasta que la música me ponía después de golpe tras golpe de melodías induce-endorfinas. Sobre el escenario éramos la más dulce paradoja: voz masculina, vibra femenina.
Cuando cantaba, viajaba hacia el pasado para sanar mis heridas. Me ponía cara a cara con mi yo de la juventud, un chico de trece años que se ponía el hijab de su madre y henna, que se pintaba los labios de rojo. Cantaba canciones de la experiencia para asegurarle a ese muchacho que algún día su individualidad estaría alineada con lo que vería en el espejo. No me creía.
Mientras estiraba las sílabas de «God Bless The Child» mi cuerpo estaba en el escenario, pero mi alma estaba en Somalia con mi yo de trece años.
Le dije que un día se iba a mudar a Inglaterra.
Le dije que iba a conocer a una mujer increíble llamada Farhia, que lo amaría intensamente.
Le dije que Farhia le daría dos hijos hermosos: Taysir y Malik.
Le dije que Farhia encontraría un día su maquillaje y sus pantis, y creería que la estaba engañando. Se iría de la casa por un mes y se llevaría a sus hijos con ella. Al volver, él le revelaría su secreto y, en un gesto verdaderamente cariñoso y sorprendente, ella lo abrazaría y le diría que aún lo amaba. Le tomaría tiempo ajustarse a estas noticias, pero al hacerlo tendrían el sexo más apasionado y caliente mientras él llevaba puestos sus tacones de seis centímetros.
Le dije a mi yo de trece años que siguiera soñando porque debemos hacerlo.
Al terminar el espectáculo, dejé atrás mi celebración. Sonreí, junté un ramo de rosas que me había dado un admirador y le puse un moño. Fui a casa y puse las rosas en un florero. Me quité el maquillaje, el vestido de lentejuelas y los tacones dorados, me lavé el cabello lleno de brillos.
Me fui a dormir zum-zum-zumbando por el futuro.
*Traducciones de Herson Barona (Ciudad de México, 1986) es una joven promesa rota. En 2013 fue becario del FOCAEM, en 2014 de la Fundación para las Letras Mexicanas y actualmente lo es del FONCA. No ha plantado árboles, no ha tenido hijos, no ha publicado libros. Es editor de la revista Tierra Adentro.