A través del vestidor
Todo comienza con el vestido de Bella.
Tu mamá los lleva a la tienda de Donegall Place la semana en que abre y soportan la cola allí afuera, formados bajo la lluvia lacerante, saltando y tiritando de frío y emoción. Dentro descubres el lugar más mágico que has visto. Tus hermanas brincotean y hacen escándalo para llegar a los peluches del fondo, amontonados hasta el techo, pero tú te quedas pasmado, agarrado a la mano de mamá, incapaz de moverte o siquiera respirar. Es como estar en el cielo o en el espacio exterior, un lugar lejos de las grises calles de noviembre y sus charcos sucios. La tienda está a media luz, iluminada por cientos de alfileres resplandecientes, como estrellas. Suena «Parte de él», de La Sirenita. Es la escena donde Ariel y Flounder, a giros y piruetas, nadan hasta lo más alto del túnel mientras Sebastián se espanta con su propio reflejo y queda atrapado dentro de una langostera. Has visto la película tantas veces que sabes de memoria cada línea y ésta es tu parte favorita, aún más que cuando Ariel rescata al príncipe e incluso más que cuando Tritón transforma su cola en piernas.
A tu hermana mayor le gusta recordarte que las cosas no son así en la vida real pero tu mamá dice: no la escuches.
Te aferras aún más a la mano de tu mamá.
Anda, ve, dice ella. Ve: y entonces libera sus dedos de los tuyos. Faltan pocas semanas para Navidad y los duendecillos de Santa están mirando. Das un paso y luego otro más. Hay mesas y mesas repletas de juguetes afelpados, suaves, brillantes y nuevos.
Pero tú te quedas mirando los disfraces: los vestidos destellantes de las princesas colgados de un anaquel sobre tu cabeza. Está el de Campanita, con sus alas traslúcidas, y el de Blanca Nieves, y el de Aurora, de La Bella Durmiente. Está el de Bella, de La Bella y la Bestia. Nunca antes jugaste a ser Bella pero su vestido es la cosa más hermosa que has visto. Tiene cintas rosadas con olanes y una gran flor de terciopelo en el pecho. El corsé se desvanece en una falda circular, sostenida al frente por seis moños rosas. El vestido es de un amarillo radiante y bajo la luz tenue parece de oro. Sabes lo que se sentiría bailar con ese vestido puesto: como envuelto por un rayo de luz. Sería imposible sentirse triste allí adentro.
Estás triste. Tienes apenas seis años pero estás triste la mayor parte del tiempo y sientes una opresión en el pecho que no puedes expresar en palabras. Tu mamá dice que eres un niño sensible. Tu papá dice que tienes demasiadas hermanas mayores. Tu papá dice que mamá te mima demasiado. Tu mamá dice shhh, y se queda allí contigo hasta que te quedas dormido y estás a salvo y nada ni nadie puede lastimarte. Pero no le temes a lo de afuera. Es algo que viene de adentro y no puedes explicar. Ahora estás convencido de que, sea lo que sea eso que viene de adentro, envuelto en ese vestido vas a estar bien.
De pronto tus hermanas se arremolinan a tu alrededor: cientos de manos jalando y zarandeando los vestidos, tironeándolos, sacándolos de sus ganchos para probárselos y reírse y posar, cacareando sobre quién vio éste o aquél primero, quién se queda con tal o cuál.
Mira éste, dice tu mamá mientras se inclina a tu lado y te muestra un disfraz de Aladín con todo y cimitarra de plástico; luego una túnica verde de Peter Pan, gorra y pluma incluidas. Tu hermana mayor se hace con la gorra y te la embute en la cabeza. ¡Miren qué cosita!, y todos voltean y te miran, incluso los vendedores, con sus polos lila y menta, y las viseras alegres haciendo juego con sus sonrisas de oreja a oreja, y tú sólo sientes cómo sube el rojo por tus mejillas.
El primer recuerdo: cuando sentado en el inodoro trataste de esconder tu penecito entre las piernas, y tu padre frustrado al intentar ponerte de pie para mostrarte cómo apuntar a la taza, y tu mamá que decía: no seas pesado con él, Alan.
Anhelas tanto ese vestido de Bella que sientes ganas de vomitar. Ordenas tus juguetes y haces tu cama y comes hasta la última migaja de cada plato, incluso el brócoli. ¿Cuál es la diferencia entre el brócoli y los mocos?, pregunta tu papá. Los niños no comen brócoli.
Qué asco, dice tu hermana. Iuuu, dice. Tu papá te da un codazo en las costillas, luego hace la finta de pegarte en el hombro. Te retuerces. Tu mamá dice: Alan.
La negociación mental con Santa es desesperada: no vas a volver a pedir nada, nunca jamás, si puedes tener ese vestido. La oferta es válida para la siguiente Navidad y también para la que vendrá después de ésa. No te importa: tienes que tenerlo, por favor puedo tenerlo, por favor, por favor. El día de Navidad tu hermana mayor recibe el de Blanca Nieves, la de en medio el de Aurora, y la más pequeña el de Campanita. Cuando llega tu turno de abrir los regalos y ves el fieltro verde, sientes cómo tu cuerpo se vuelve de piedra y hielo, como si fueras una de las estatuas que Polly y Digory de El Sobrino del Mago encuentran en el salón embrujado del palacio. Tu mamá ha estado leyéndoles a ti y a la hermana que te sigue ese libro por las noches y la idea de toda esa gente atrapada en cuerpos que no son suyos te provoca pesadillas: cuerpos que no pueden controlar o siquiera mover, víctimas de un hechizo perverso. Y mientras tu padre te saca la piyama e introduce la túnica entre tus brazos y abrocha el cinturón y dice ¡Di güisqui! para la cámara, el sentimiento se intensifica: hay algo mal en tu cuerpo y tú te sientes mal dentro de él.
Hay otras cosas: las lágrimas cuando tienes que cortarte el pelo. Sentirte acalorado y extraño y avergonzado y confundido cuando todos se ríen de May McFettridge en la representación navideña de la Grand Opera House. Garabatear tu nombre en secreto y agregarle al final una «a», un «ita» o un «ina», buscando una manera de que suene bien. Destrozar las hojas en pequeñísimos trozos justo después y tirarlas en el inodoro para que nadie pueda verlas.
Sólo es sensible, dice tu mamá. Carajo, es demasiado sensible, dice tu papá. Y no me extraña, esta casa es un aquelarre de brujas. Tu papá consigue entradas para ver a Irlanda del Norte jugar un partido clasificatorio al Mundial en Windsor Park, pero es tu hermana, la que te sigue, quien tras rogar y rogar termina por acompañarlo, y al final él también termina por suspirar y resignarse. En la escuela, igual que los otros chicos, dices odiar a las niñas, con sus susurros y risitas y esa manera que tienen siempre de ir tomadas de los brazos y de guardar secretos tontos. Pero en casa te sientas en el piso cerca de ellas mientras se pintan las uñas y se aplican delineador una a otra y combinan zapatos con distintos modelitos y leen en voz alta y ridícula la sección de confesiones de sus revistas para adolescentes, y tú te haces tan pequeño como puedes bajo los olanes del edredón marca Laura Ashley porque la mayoría de las veces que te ven por ahí, sobre todo cuando leen las confesiones, te echan en el acto y entonces tienes que quedarte solo en tu habitación.
Ellas solían vestirte a ti también algunas veces y te rociaban con White Musk o Dewberry, y te pedían que pararas la boca mientras untaban brillito de fresa sobre tus labios, pero conforme fuiste creciendo cada vez lo hicieron menos y menos, y cuando al fin terminaste la primaria dejaron de hacerlo del todo.
Tienes sueños donde te duelen lugares tan profundos que ni siquiera conoces. Una mañana, en la regadera, notas cinco vellos rizados en la entrepierna que parecen haberte salido de la nada durante la noche. Los cuentas, horrorizado. Te pones de pie a trompicones sobre el filo de la tina y, balanceándote frente al espejo, contemplas tu cuerpo. También tienes pelos en las axilas, dos en una, tres en la otra. Con tacto torpe y punzante los arrancas utilizando las pinzas de tu hermana la grande y tus ojos se humedecen de dolor, pero en pocos días vuelven y vuelven, más rápido de lo que puedes removerlos. Te duelen las bolas por las noches y te sientes pesado cuando te despiertas en la mañana. Aún eres pequeño para tu edad pero ya llegará el estirón –dice tu mamá, pensando en tranquilizarte– y a ti te horroriza. Tienes un presentimiento nauseabundo de que el tiempo se agota.
Rara vez la casa está sin gente pero de pronto, un miércoles al anochecer, lo está. Dos de tus hermanas montan una obra escolar y siguen en ensayo, la otra está en casa de una amiga. Tu papá salió con unos clientes y tu mamá está por marcharse a Ulster para llevarle flores a un vecino accidentado. Pregunta si quieres acompañarla y tú dices no y sientes cómo te tamborilea el corazón porque sabes lo que significa quedarse solo. Estás seguro de que tu mamá va a notar algo, a darse cuenta, a insistir en que vayas con ella. Pero sólo dice «Está bien», y «¿Estarás bien solito?», y «Bueno, de todos modos tus hermanas no tardan». El corazón te trepa hasta la garganta cuando ves a tu mamá arrancar el auto y tomar camino: lo sientes latir ahí mismo, como si hubiera subido a tumbos desde tu pecho y se hubiese alojado en la tráquea. Luego te das vuelta y arrancas por la escalera, dos o tres escalones por zancada, y te encuentras en el pasillo frente a la habitación que comparten tus dos hermanas, las mayores, porque se llevan apenas un año entre sí. Su habitación huele a crema de coco, espray para el pelo e incienso de ylang-ylang. Huele al aceite de jazmín que se frotan en las muñecas y el cuello, al Happy de Clinique que rocían por el aire para bañarse bajo su halo. Huele a pelo chamuscado por la alaciadora y a la ligera humedad que desprende la ropa interior enrollada de adentro hacia fuera en las esquinas. Nunca antes habías estado aquí solo. Te quedas parado en el umbral y respiras hondo. Por un instante, incluso cierras los ojos. Luego, la idea de que podrían volver en cualquier momento te espolea y entras a la habitación abriéndote paso entre montones brillosos de tops y revistas More! regadas, la suave miscelánea de corpiños con listones y envoltorios de gomitas vacíos. El vestidor que ambas comparten por necesidad permanece abierto y abundante: como si el cuarto estuviese a punto de ponerse a latir por sí mismo, de reventar de tanta y pura esencia a niña.
Sabes lo que estás buscando. Hurgas a través del vestidor, apartando los ganchos doblados de tanto peso, los vestidos colgados uno encima de otro, dos o tres por percha. Buscas el vestido que tu hermana la mayor se puso para la recepción navideña del año pasado. Está fabricado de un material elástico y dorado que según recuerdas se llama lamé. Lamé de oro: las palabras son como un conjuro. El corte del vestido es sencillo, recto en la parte superior y con tirantes en los hombros muy delgados llamados tirillas. Sabes esto por haber escuchado discusiones y deliberaciones al respecto entre tu mamá y tus hermanas. El largo llega hasta el piso y la tela es tan delgada que para poder usarlo tu hermana la mayor necesitó cierto tipo especial de ropa interior sin costuras y color carne porque de lo contrario (aquí todas estaban atacadas de la risa) hubiera tenido que llevarlo a pelo, sin nada abajo. Ese vestido removió algo en tu interior. No has dejado de pensar en él desde que lo viste.
Eventualmente lo encuentras ahí, ni siquiera dentro en una bolsa especial sino apenas doblado en un gancho, bajo un par de pantalones negros. Antes de tocarlo y descolgarlo con delicadeza, te secas las manos sudorosas en los jeans. Está todo arrugado y tiene una quemadura de cigarro y una mancha oscura en la parte inferior, pero para ti luce perfecto. Abres las puertas del vestidor de par en par y sostienes el vestido contra tu pecho y te contemplas en el espejo. Entonces, antes de que puedas pensar en lo que haces, ya te estás desvistiendo, arrancándote los jeans, sacándote la camiseta y el hoodie, quitándote un calcetín con el talón del otro. Te quedas en trusa por un momento antes de sacártela también. Tu cuerpo es pálido y encorvado, como vuelto sobre sí mismo. Eres lo más feo que has visto. Pero el vestido es fresco y se desliza sobre tu piel. Entra por tu cabeza con facilidad y cae como una cascada hasta tus pies, salpicando el piso a tu alrededor. Se abre del pecho, dejando ver tus pezones y una de las tirillas resbala por tu hombro. Necesitas recoger algo de tela del costado y detener el tirante con la otra mano para mantenerlo puesto. Pero ahí estás tú: igual que una princesa.
Levantas el mentón y tiras los hombros hacia atrás. Si entrecierras los ojos puedes imaginar tu pelo corto casi a la moda. El corte tiene un nombre que no puedes recordar, pero las chicas han comenzado a llevarlo así a propósito; dos amigas de tus hermanas se lo cortaron así luego de la boda de Victoria Beckham el año pasado. Das vuelta de puntitas y observas cómo ondea el vestido por tu espalda mientras giras. Como un súbito flashazo a través de tantos años, la imagen del vestido de Bella te golpea y comprendes que éste es el recuerdo que has estado buscando, eso que flota en la orilla de tus sueños, y de pronto todo cobra una especie de sentido, terrorífico, embriagante.
Mírate con ese vestido frente al espejo. No te preocupes por tus hermanas o tu mamá: tardarán al menos una hora en volver. Hay tiempo. Quédate donde estás y muévete de aquí para allá sobre tus puntas, relaja los hombros, permite que el nudo en tu estómago se desligue. Mírate: qué bien te ves, qué hermosa; y recuerda cómo es sentirse tan bien y saber qué hermosa eres.
Aún no lo sabes pero es una bendición que este espejo no pueda mostrarte el futuro tal y como pasa con los espejos de los cuentos de hadas. Los tres míseros e interminables años que pasarán antes de que reúnas el valor para decir algo. Los tubos y tubos de crema para depilar comprados en secreto con tu mesada y ocultos entre los de tus hermanas; el nauseabundo olor frutal del químico quemándote la cara cuando lo dejas ahí demasiado tiempo y lo usas con demasiada frecuencia. La vergüenza de tu voz desgajada, enronquecida; la desesperación de sentir cómo tus pies crecen hasta que dejan de caber en los zapatos de tus hermanas. Los abusos, las incontables palizas sin importar lo discreta que puedas ser, porque los otros chicos se dan cuenta, eres diferente. Las noches en que llorarás hasta quedarte dormida. El médico general que insistirá: en Irlanda del Norte no hay una sola clínica que pueda atenderte. Un día encontrarás un sitio web que dirá lo contrario y dirigirá tu exploración a foros, estadísticas y páginas con preguntas frecuentes. Cómo decirle a tus padres. Cómo pedirle ayuda a tu médico. Pero incluso tras el eventual referéndum de Travistock vendrán las inagotables citas, evaluaciones, sicólogos, endocrinólogos, todos esos viajes hacia y desde Heathrow metida en un vagón de metro traqueteado.
La crueldad: el peor de todos será el día en que estés por hacerlo. Tu mamá intentando buscar las palabras justas sin encontrarlas; tu padre tratando de abrazarte, diciéndote con voz gruesa y opaca que sin importar lo que suceda o lo que decidas te ama, sus ojos esquivándote. Tus hermanas ojiabiertas, murmurando, mirándose entre sí por el rabillo de los ojos. Pero conserva esta imagen tuya frente al espejo del vestidor, envuelta en el vestido dorado: consérvala ahí en tu mente porque vas a necesitarla, porque se convertirá en una suerte de talismán, y porque sin importar lo que cueste o el tiempo que tarde, saldrás adelante.
*Traductor: Rodrigo Márquez Tiziano (Ciudad de México, 1984) es autor de los libros Caballos de fuerza y Todas las argentinas de mi calle. Editor de la revista Esquina Boxeo y conductor del programa Malasaña.