Tierra Adentro
Eduardo Romo Trejo (Guadalajara,1978) es ilustrador y diseñador gráfico. Actualmente colabora en EL Fanzine y Life & Style

Decía Bailey que ella había muerto en esa cama, pero Luca no le creía. Él juraba que la había visto moverse: un bulto grande y deformado que, al girar, hacía ondular el edredón. Casi como la panza de su mamá, en aquellos remotos y últimos días, antes de que su hermano naciera. Se la pasaban discutiendo el asunto, que si estaba viva o si es que el Tendero mantenía su cuerpo inerte porque era demasiado tacaño como para pagar un funeral. Bailey sostenía que, si tuvieran el valor suficiente para entrar y ver por debajo de la cama, encontrarían miles de libras metidas en bolsas de plástico. Luca tampoco se lo creía, aunque a veces se imaginaba notas grasientas, con su brillo mortecino, como pequeñas chamarras de cuero.

Se puso de pie tan pronto como escuchó que tocaban la puerta: botó los controles, salió corriendo de su cuarto, saltó a su hermano que jugaba a las Guerras de las Galaxias con un R2D2 de Cajita Feliz, y bajó las escaleras como un trueno hasta llegar a la puerta. Observó a través de la mirilla, como le había enseñado mamá. Cuatro figuras de cabeza cónica, todas reconocibles. Metió la llave y la giró, y abrió.
«Quiobo».
«Quiobo».
«Quiobo».
«Quiobo».
Cabezas bajas, las caras cubiertas con gorros y gestos ensayados.
«Chido, carnal. ¿Hace frío afuera, no?».
«¿Qué haciendo?», dijo Bailey, mascando con fuerza. Luca echó un vistazo a sus tenis desgastados. Y vio envolturas de chiclosos danzando a los pies de los demás, como si tomaran el sol en un día caluroso de verano —y no en uno como éste, de seis grados en otoño—. Atrás de sus amigos, el adoquín estaba oscurecido por la lluvia. Miró de reojo al cielo. Escupiendo.
«Ya no tiren envolturas afuera de la puerta».
«Sale, carnal».
Todos sonríen al escuchar la voz de su mamá.
«Les pido que las quiten».
Bailey —a quien las chicas más grandes consideraban guapo— sonrió mostrando sus grandes dientes blancos; puso bajo sus Nike la envoltura y, como si fuera caca, la arrojó lejos. Quedó ahí, abatida, antes de que la brisa la recogiera y la elevara, vibrando alto en el aire, en busca de un público más adecuado.
«¿Y qué haciendo?».
«Jugando Call of Duty».
Bailey arrugó la nariz; no le gustaban los juegos de video.
«¿Vas a salir?».
La pregunta fue de Troy, a quien sí le gustaban.
«¿A dónde van?».
«Con el Tendero», tiró Vincent. Probablemente es lo último
que le oirás en todo el día, pensó Luca. Silencioso como pedo
de mosca.

«Voy», dijo, sorprendido por haber dado con el tono casual.
«Pus vas».
«Aguanta». Cerró con suavidad la puerta, para evitar vergüenzas.
«Paaaaa».
Una pausa larga y terrible. Luego:
«¿Sí?».
«Voy a salir, ¿ok?».
«Nada de ok. ¿Cómo dijiste?».
Estrujando la puerta —después cerrada—, pudo escuchar el ruido de las ropas y las voces bajas de sus amigos. Se paró de puntitas.
«¿Puedo salir?». Agotando sus opciones, tiró el anzuelo. «¿Porfas?». Contuvo el aliento, a la espera.
«Ve, pues, pero te llevas a tu hermano».
Se restregó la cara, dio pisotones al suelo y tiró un puñetazo al aire, un gancho de derecha tan fuerte que lo hizo girar sobre su propio eje. Musitaba groserías mientras contaba hasta diez. Al exterior de la puerta, en el pavimento, el silencio había caído.
«¿Estamos, Luca?».
«Sí, paaaa…». Las palabras caían de su boca sin pensarlas; luego miraba de frente la puerta que se abría, de frente a los muchachos. «Pérenme, ¿sí?», dijo, cerrando la puerta antes de obtener respuesta, regresándose por donde venía.
Un mundo de color limitado. Gris arriba, gris abajo y gris a los lados. Concreto por doquier. Incluso el sol no era más que una variación brillante, más blanco que todo lo demás, pero, aun así, mortecino, mudo tras el imponente cielo de granito. Y ahí estaba su hermano. Brincando junto a él, con el muñeco de la Cajita Feliz en mano, sin saber que jalaba con la banda, sin saber nada. Sí, amaba a Sam y todo, pero carajo. Mataría a su papá por esto.

Eduardo Romo Trejo (Guadalajara,1978) es ilustrador y diseñador gráfico. Actualmente colabora en EL Fanzine y Life & Style

Eduardo Romo Trejo (Guadalajara,1978) es ilustrador y diseñador gráfico. Actualmente colabora en EL Fanzine y Life & Style

Cada domingo, el complejo de edificios era como una tierra extraña. Silenciosa. Vacía. Gris pichón. Luca pasaba el tiempo en su cuarto o en el de alguno de los otros Chavos, apartando de su mente la idea de regresar a la escuela por la mañana, asegurándose de volver a casa a la hora de la cena. A veces iban al local del Tendero y andaban por el pasillo, por si acaso la puerta estaba abierta y lograban ver a su escalofriante esposa. Los domingos le pertenecían a él y a sus amigos, ésa era la regla; no: él, sus amigos y su hermanito. Los de once años no se deben mezclar con los de ocho. ¿Nadie se lo ha dicho a papá?
Atravesaron edificios toscos, capuchas arriba; llevaban las manos enguantadas sobre el rostro, a fin de protegerse los ojos de la grava fina que apenas se alzaba. Las bolsas de papitas volaron bajo, como aves moribundas. La lluvia era como una neblina alada, reluciendo sobre sus ropas. Bailey se dio la vuelta.
¿Quieren ver algo?
Se tomó su tiempo antes de responderle. De nuevo, echó un vistazo a su ingenuo hermano. La declaración no dicha, la palabra que siempre era borrada de los finales, era malo. Quieren ver algo malo. Nadie la mencionaba.
«P’s igual», dijo. «Como ¿qué?».
Bailey giró abruptamente hacia la izquierda, comenzando a alejarse del local del Tendero. Troy y Vincent, tomados por sorpresa, cerraron la distancia que los separaba, seguidos por Sam y Luca a su lado.
«Su carnal se lo enseñó ayer», dijo Troy.
«¿Y qué es?».
«No te puedo decir».
«Ándale, carnal».
Sintió un temblor en su voz, pero no sabía si los demás lo habían notado. Los ojos miel de Troy parecían melancólicos, hasta que te dabas cuenta de que era bizco. No mucho, sólo lo suficiente como para mirarlo una vez más. Vincent caminaba con la cabeza gacha, como si no prestara atención, pero a Luca no lo engañaba.
Lo conocía muy bien como para sospechar que prestaba atención a cada palabra.
Se acercaron a los edificios de atrás, donde el silencio era más evidente. Los columpios vacíos del jardín crujían montados por la brisa, su única pasajera. Ahí había mayor cantidad de lodo, más muebles desechados y montones de hojarasca húmeda. Un terraplén se erguía hasta dar con una reja de tela metálica que delimitaba el perímetro de la propiedad. Años antes habían trepado la reja, huyendo para no encontrar más que tierra al otro lado. Mirando a Bailey dar largas zancadas frente a ellos, con sus jeans abombados como un toddler, Luca notó cuánto había crecido desde el verano —¿cómo carajos no lo había visto antes? Bailey siempre fue el más alto del grupo, pero ahora los sobrepasaba por una cabeza que le había crecido en secreto, o de la noche a la mañana—. Nel, se dijo Luca, seguro ya estaba así hace tiempo. Vincent lo hubiera notado.
Se detuvieron a poca distancia del terraplén. Luca estiró el cuello para mirar los edificios que sobresalían. Su hermano temblaba de frío, sus dientes chasqueaban. Miró alrededor.
«¿Y qué es?».
«Ahistá».
«¿Qué?».
«La alfombra», señaló Bailey. «Mira la alfombra».
Era muy ordinaria, de aspecto vulgar, gruesa, brillosa por las gotas de lluvia. De un rojo oscuro con un diamante amarillo tejido en el centro y plumas curveadas en cada extremo. Un bulto en el medio daba la impresión de que la alfombra escondía algo.
«Sí, ¿y?».
«Abajo hay un muerto», dijo Troy.
Punzadas de agujas frías. Luca miró a su hermano, cuya boca permanecía muy abierta, y luego a sus amigos, para ver si habían notado su reacción. Troy aún miraba la alfombra. Bailey observaba con desprecio a Troy: detestaba que le robaran su éxito, aunque fuera por un minuto. Y Vincent lo miraba. Pasó saliva, apretó los dedos.
«No te creo».
Bailey se rió. «Luca nunca cree nada». Los demás se le sumaron.
«Ahí está. Mi carnal me lo dijo. Lo conoce».
«¿Y cómo murió?».
Comenzaba a sentir calor y bien pudo ordenarle a Sam que se dejara de mover, porque eso quería, pero obligado a calmarse, lo ignoró.
«P’s no sé. Dice Davis que saltó. Marrow dice que alguien lo aventó. No sé».
«¿De ahí?».
Levantó la barbilla hacia al resplandor pálido de los ventanales.
«Nel, de acá». Risas. «Tú dime».
«La verga, pinche mentiroso», dijo Luca, pero esta vez le salió mal. Algo débil, entrecortado. Temeroso.
«Vámonos ya», gimió su hermano en voz alta y, desde algún sitio desconocido, Luca sintió una ráfaga de amor. De pronto, se sintió feliz de que Sam lo acompañara. Era su coartada.
«Está bien, Sammy, no hay bronca», dijo, tratando de no sonreír. Se bajó la capucha y tomó la mano de su hermano, alejándose de ahí sin decir nada más.
Es cierto que el local del Tendero olía a orines, pero eso no impedía que los Chavos lo visitaran; incluso los Chavos mayores, esos que estaban en la frontera de convertirse en Rucos: niños de once o doce años de edad que fumaban y tenían sexo, y alardeaban por ambas cosas. Dado que el local no sólo era oscuro, sino que tenía calefacción central, el olor golpeó a los niños tan pronto como la puerta se abrió, guiándolos hacia adentro con mucho mayor entusiasmo que al propio Tendero. Él era chaparro y feo como gomitas de Coca-Cola, con la piel del rostro deformada y amarillenta como la de un muñeco de cera. Usaba boina, camisa y chaleco, y unos pantalones de vestir marrón oscuro —tan flojos— que asemejaban un sayal; a Luca le parecía un personaje de esas miniseries históricas que tanto le gustaban a mamá. El Tendero difícilmente dirigía palabra alguna a los niños, solamente les tomaba la orden, luego su dinero, y desaparecía, ingresando a la bodega. Si olvidaba cerrar la puerta, los niños alcanzaban a ver cajas apiladas como si abarcaran todo el lugar: papitas, dulces y, por supuesto, galletas McVitie’s.
Hicieron fila en el oscuro pasillo, empujándose unos a otros, diciendo groserías en voz baja. Como siempre, el Tendero fijaba la mirada por encima de sus hombros.
«¿Qué van a querer?».
«¿Me da unas papas de sal y vinagre, unas gomitas Starmix y una Fanta?».
Mirando sobre el siguiente hombro.
«Unas McVitie’s de chocolate, unas gomas Tangfastics y una Coca».
El que sigue.
«¿Me da… unas papas de queso y cebolla… y una Coca?»
Y, finalmente, él.
«Un Ting, unas Tangfastics y unas McVitie’s de chocolate». Sam lo codeó. «Que sean dos Tings y unas papas de sal y vinagre. Y lo otro también. ¿Sí?».
Sam asentía, sonriendo. El Tendero se fue a la bodega, cerrando la puerta fuertemente a su paso. Bailey comenzó a alejarse, yendo por el corredor.
«¿A dónde vas?», espetó Luca.
«A ver quién es el mentiroso, tú o yo», dijo Bailey. El cuarto estaba al final del corredor. Alcanzó la manija de la puerta de madera.
«Te apuesto lo que quieras a que está muerta».
Le quería gritar; sintió la agitación de los otros. Pero entonces Bailey abrió la puerta, entre risas. Caminó hacia adentro. Se había ido.
«¿Qué pedo con ese broder, carnal?», prorrumpió Luca, con la mano sobre la frente. Troy se quedó mudo: sus ojos bizcos danzaban.
El rostro de Vincent brillaba a causa del sudor. Algo tibio rozó su mano; Luca dio un salto. Luego miró abajo, Sam le apretaba los dedos con fuerza.
La puerta de la bodega se abrió. Todos brincaron al unísono.
Era difícil no mirar por el corredor, pero Luca mantuvo rígida su cabeza mientras el Tendero se dirigía hacia ellos, arrastrando los pies, con las bolsas blancas colgándole de la muñeca. Dejó que éstas cayeran en sus palmas, como si estuviera por realizar un truco de magia, y miró lo que tenían adentro.
«¿Choco McVitie’s, Tangs y una Coca?».
«Para mí», dijo Troy, con una voz que Luca jamás había escuchado.
«Dos Tings, choco McVitie’s, Tangs…».
«Para mí», dijo, desconcertado al notar la mirada feroz de Vincent.
Tomó su bolsa, pensando qué era lo que le molestaba. Mientras más se tardara, Bailey tendría más tiempo.
«¿Papas de queso y cebolla, una Coca?».
«Nel», dijo Vincent. «Yo quería una Fanta».
El Tendero frunció el ceño, mirando al fondo de la bolsa. Emitió un hondo gruñido con la garganta y se fue arrastrando los pies hacia la bodega. Tan pronto como una puerta se azotó al cerrar, la otra se abrió. Esta vez Bailey atravesó el corredor con mayor rapidez, mostrando sus dientes blancos, saltando hasta llegar con sus amigos. Luca apenas podía mirar, pero Troy y Vincent ya reían, chocando los puños, como si ellos no hubieran tenido miedo.
«Eres un pendejo», dijo, volviéndose para mirar el tapete enrollado.
Bailey se encogió de hombros.
«Entonces, qué, ¿está muerta?»
Fue Troy. Vendido.
«Nel», dijo Bailey, sonriéndole a Luca en la cara, queriendo pescarlo con ojos de sorpresa. «Andaba temblando y vomitando, pero me vio la jeta».
«¿No te dijo nada? ¿Como que qué hacías en su cuarto?».
«Sí», dijo Bailey entre risas. «Me dijo: eres un niño malo. Un niño muy malo».
Caminando de vuelta a casa, pudo presentir qué es lo que Bailey quería, aunque intentó hacerse el tonto durante gran parte del trayecto. Estaban por cruzar el último edificio, y, antes de que fuera demasiado tarde, se detuvo y lo dijo.
«Órale, Luca, te va».
«¿Me va qué?».
«Ver si estoy mintiendo con lo de la alfombra. Yo ya vi el cuarto, te toca ver bajo la alfombra. Simples».
Hizo voz de aquella suricata de los comerciales de TV y, casi de la misma forma, movió la cabeza. Nuevamente, los dedos de Sam rodeaban los suyos. Los demás estaban apostados al otro lado.
«Luca, vámonos ya».
«No te mandé a que entraras, ¿o sí?».
«Es lo que te digo». Bailey asestó su réplica como un contragolpe.
«Lo hice para probar si sí o si no. Ahora te va».
Dijo con desprecio. «Es estúpido. Igual que tú».
«Órale, carnal. No seas marica».
Exhaló, resoplando por la nariz, y bajó la mirada: hojas rotas y manchas de chicle. Temblaba por dentro, pero se contuvo.
«Luca…».
La delgada voz de su hermano, afligida.
«Ándale, vámonos».
Bailey sonreía durante todo el camino hacia el terraplén, a los edificios. Inclusive iba silbando a pocos pasos del lugar, hasta que las notas fueron arrebatadas por el viento. Durante todo el camino Luca deseaba que alguien la hubiera movido, pero ahí estaba la alfombra, bien extendida, con un bulto debajo. Sam estaba lejos, tras los demás, sujetando su juguete de Cajita Feliz, diciéndoles que se detuvieran. Pero Luca no quería mirarlo o perdería la determinación, y decidió bloquearlo de su mente. Los demás se quedaron viendo, desplegados en torno a la alfombra.
«Órale, vas», dijo Bailey, después de un rato.
Dio un paso al frente. Se arrodilló. Estirándose hacia la alfombra, agradecido porque su madre lo obligara a usar guantes para salir, la agarró. Cerró los ojos para detener las lágrimas, pero era demasiado tarde.
«¿Qué esperas, carnal?».
Abrió los ojos, respiró hondo y desprendió la alfombra. Al principio no había nada salvo tierra húmeda e insectos enceguecidos por la luz, pero el bulto estaba en el centro, así que eso era de esperarse. Alargó su brazo, avanzando poco a poco en cuclillas. Aventó la esquina lejos de sí.
Los ojos eran oscuros, sanguinolentos. La piel estaba pálida; el ángulo de la cabeza, descuadrado. Entre los labios secos pululaban insectos negros y gruesos. La nariz, aplanada, no era más que una abolladura. Pero era un hombre y, definitivamente, no estaba dormido ni inconsciente. Sus ojos abiertos lo veían, reteniéndolo en los bolsillos de la nada. Y cuando alcanzó a escuchar los gritos de sus amigos, el tronido azaroso de sus pasos, se dio cuenta de que él también gritaba. Se puso de pie, volviendo la mirada para observar la aparición y desaparición de las suelas de sus tenis, impresionado por un instante, hasta que el miedo lo sacudió, y entonces corría tras ellos, desesperado por alcanzarlos, emitiendo sonidos que, en realidad, estaban conformados por palabras de horror entrecortadas; las lágrimas brotaron de sus ojos y se esparcieron en el viento.
*Traductor: Javier Taboada (Ciudad de Mexico, 1982) es maestro en Letras Clasicas por la unam. Traductor de Alceo (Poemas y fragmentos) y autor de Poemas de Botica.

 


Autores
(Londres, Inglaterra, 1973) es novelista y guionista. Entre sus aclamados libros se encuentran The Scholar, Society Within, Snakeskin, The Dying Wish, Music for the Off-Key, y A Book of Blues. Fue coeditor del libro IC3: The Penguin Book of New Black Writing in Britain y muchos de sus cuentos aparecen en varias revistas y antologias. Su libro mas reciente es The Gospel According to Cane.
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Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
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