Tierra Adentro
Juanjo Güitrón (Nayarit, 1985) es ilustrador y diseñador gráfico, web y editorial. Dirige el estudio Cogochi.

De pie a la misma altura que ella, sin preocuparse mucho por su futuro, Arthur Pritt comenzó a hablar.

En voz baja se disculpó por lo tedioso del día, por las gaitas y las bandas musicales, por los discursos, los coros y la terrible desarmonía que producían los bailarines Morris sobre el empedrado; por los aburridos regalos. Con un susurro le dijo que ojalá hubieran podido elaborar algo nuevo para ella, algo espléndido, impensado y fascinante, en lugar de tonterías que ya debía haber visto miles de veces antes en miles de lugares distintos.
Había llegado a la estación a las diez en punto junto con el resto del pueblo para recibirla, sabía que no esperaba una cara feliz y sonriente. Sabía que esperaba algo triste, un ceño fruncido.
Con su cuello corto, sus bolsas bajo los ojos y su triste boca caída le había recordado, emergiendo lentamente de su compartimiento, a una tortuga de cien años de edad que él y Alice habían visto una vez en el fondo de una fosa polvorienta en el zoológico de Calcuta.
Se había preguntado si era verdad lo que la gente decía, que cada mañana preparaba la ropa para su esposo, sus calcetas y zapatos, su estrella de diamantes, su jarretera y la faja, como si no pudiera abandonar la esperanza de que un día volvería a ella de entre los muertos.
Arthur jamás le había preparado la ropa a Alice.
Conservaba algunas cosas de ella que había traído de la India en su baúl, un vestido y un envoltorio de algodón que olía a jabón y polvo, a calor y felicidad. A menudo las miraba colgando en el guardarropa de su habitación, y la mayoría de los días tomaba una manga o un pliegue y lo sostenía entre sus dedos durante un momento. Sin embargo nunca se le había ocurrido tener listas algunas de sus cosas, a pesar del sueño donde un día ella regresaría deseando usarlas para dar un paseo.
Adelante, en la plaza, los gaiteros con sus gorros peludos continuaban en lo suyo; él podía escuchar aquel pésimo gemido estridente de los instrumentos. El pueblo había sido notificado de que Su Majestad sentía mucho afecto por las gaitas, pero al mirarla ahora, con su frío semblante, le resultaba difícil creerlo. Esa era la misma mirada que había tenido todo el día; la misma mirada de cuando se había sentado padeciendo las agudas notas de la Banda de Flauta Manchester; la misma mirada de cuando se tuvo que levantar con los bailarines Morris que trotaban de un lado a otro con sus ruidosos zapatos de madera como maniáticos fugitivos a través del empedrado, agitando sus cascabeles y lazos ridículos; la misma mirada que había tenido durante todos los gritos y ovaciones y el repicar de las campanas de la iglesia; era una mirada que parecía estar preguntando, ¿Cuándo, por el amor de Dios, se va a acabar todo esto?
¡Qué pequeña se veía en el trono improvisado de la ciudad!
Que aburrida, abatida y sola, que lejana, abandonada y aislada del mundo.
Todo el día se había encontrado deseando que ojalá hubieran pensado en algo mucho más inusual e interesante. Quizá fuegos artificiales. Magos, acróbatas. Algo que hubiera avivado su cara de perro triste y traído una chispa de interés a sus ojos medio cerrados para ayudarla a olvidar, sólo por un momento, que después de todos esos años ella aún estaba sola.
Y entonces había llegado el momento de la presentación de los regalos —El libro del Señor Boucher, Historia del Pueblo, encuadernado en piel de cabra; El mapa de Lancashire del señor Binn; El pastel conmemorativo de la señora Maudesely— el momento cuando él, Arthur Pritt el concejal, debía estar de pie junto a la vieja Reina y susurrar unas cuantas palabras introductorias explicando cada uno de los obsequios que fueron llevados hasta la tarima.
Durante un rato había sostenido la Historia del Pueblo de Boucher y cambiaba silenciosamente las páginas de borde dorado, en búsqueda de alguna sección que pudiera despertar su interés o, de otra manera, levantar su ánimo de plomo. Había resaltado obedientemente las ilustraciones de la fábrica de linóleo, el taller de papel tapiz, la cervecería, el puente viejo, el puente nuevo, el monasterio y el pedazo de terreno disparejo debajo del castillo donde alguna vez habían estado los baños romanos. La Reina seguía siendo, aunque sentada como una piedra, una pobre e infeliz tortuga, y mientras el mapa de Binn fue subido a la tarima cubierta de color carmesí y sostenido ante ella entre dos filas de plantas de invernadero dentro de macetas de barro, Arthur había decidido que no podía continuar así y mirando rápidamente de reojo a su hijo el Príncipe, quien permanecía al lado de su madre, comenzó, con un suave susurro al oído, a disculparse.
Su nombre era Arthur Pritt, le dijo, y se disculpa por este día.
Lo siente porque no pensaron en algo más bello y emocionante.
Un mago. Quizá fuegos artificiales o acróbatas. Dijo que lo pidió en las tantas y tantas reuniones a las que había asistido con los otros concejales, el administrador del pueblo, el tesorero y el alcalde, y también en todas las cartas que habían estado intercambiando entre el municipio y su Secretario de Estado, respecto a la pregunta de cómo se debían organizar las cosas, ellos no habían pensado por una vez planear las cosas de manera distinta.
El rostro de la Reina no se movió. Su boca parecía sellada por sus comisuras que caían hasta formar el más profundo e inamovible ceño fruncido.
Binns ahora estaba arrodillado sobre la alfombra, señalando con un bastón el curso del río a través del pueblo. Del lado izquierdo más lejano de la tarima, Arthur podía ver sobre un carrito, listo para acercarse, el pastel de tres pisos de la señora Maudesely. La Reina había movido ligeramente su cabeza y lo estaba mirando, a sus abundantes tréboles, cardos y rosas, su extensión de blanco glaseado como yeso blanco, y a la pequeña estatua solitaria de ella hecha de azúcar balanceándose sobre la capa más alta. Ella miró hacia otro lado, como si el pastel la hubiera deprimido incluso más que los gaiteros y los bailarines Morris. Parecía producir un efecto de disminución en su ánimo, tener que verse a sí misma ahí arriba en ese pastel luciendo tan diminuta, sola y distante. Descansó su mentón sobre su mano, sus párpados cayeron. Arthur se preguntaba si ella había escuchado lo que dijo respecto a que se lamentaba por todo eso; quizá estaba a punto de recurrir a alguien de su gente y ordenarle que la sacaran de esa tarima inmediatamente. En lugar de eso ella se volvió un poco hacia él y dijo, «Cuénteme una historia, señor Pritt». Su hijo, el Príncipe, miró de manera penetrante a Arthur y éste titubeó. «Por favor, señor Pritt. Una historia». Arthur entonces le contó una historia a la Reina; ya sea porque él no era una persona con mucha imaginación, o porque el sufrir de la Reina lo afligió tan profundamente como nunca, o porque se había presentado justo en el momento cuando quería decirle a alguien lo que había sucedido, le contó una verdadera sobre su esposa. «Ocurrió cuando estábamos en India,» le dijo a la Reina, «en Calcuta». Por primera vez en todo el día, pareció pasar un destello de interés, como un viento suave, por el melancólico rostro de la Reina. Con la punta de su abanico hizo una seña al cartógrafo arrodillado para que se retirara. «Salí de la casa, como de costumbre, una mañana», dijo Arthur, «caminé por la ciudad hasta el río donde estaban las oficinas de la empresa. Había estado ahí por una hora, cuando me percaté que había olvidado algunos documentos, así que me fui a casa para buscarlos».

Juanjo Güitrón (Nayarit, 1985) es ilustrador y diseñador gráfico, web y editorial. Dirige el estudio Cogochi.

Juanjo Güitrón (Nayarit, 1985) es ilustrador y diseñador gráfico, web y editorial. Dirige el estudio Cogochi.

La señora Maudesely y sus ayudantes ya habían transportado el pastel gigante hacia el centro de la plataforma; el Príncipe de Gales estaba un poco inclinado hacia su madre como si estuviera a punto de pedirle que prestara atención, pero los caídos ojos de la Reina estaban en el calvo concejal que se encontraba a su altura, y sin mirar al Príncipe aventó su guante negro hacia él, como un hábil recordatorio de que ella era la Reina y que haría lo que quisiera.
Arthur explicó cómo había esperado, al entrar a su casa, escuchar el sonido del piano. Eran las once en punto, a esa hora llegaba la maestra de piano de su esposa y se quedaba hasta mediodía, cuando Arthur regresaba a casa para tomar el almuerzo y una siesta. Pero la casa estaba en silencio, no había agitaciones constantes de abanicos, el único ruido era el movimiento de una escoba sobre las losas en algún lugar hacia el fondo de la casa o afuera en el jardín. «¿Alice?», llamó pero no había respuesta, sólo el silencio de los abanicos y el raspar de la escoba. Se quitó el sombrero y avanzó por la casa hacia el gran salón donde se encontraba el piano de su esposa. «La tapa estaba abierta, la partitura estaba en el atril. Lo único que faltaba era Alice».
La Reina asintió. «Continúe, señor Pritt».
Arthur tragó saliva, sentía la garganta apretada. Su ropa se sentía caliente y pesada. Se detuvo, como si repentinamente se hubiera dado cuenta de lo extraño de su situación, pero al igual que Macbeth había ido demasiado lejos como para retractarse.
Dijo que había mirado dentro de la sala donde Alice leía, planeaba sus menús, escribía sus cartas y llevaba sus costuras, pero tampoco estaba ahí.
La Reina parecía estar conteniendo la respiración, como si supiera lo que iba a venir. Arthur hizo una pausa, como lo hacía siempre cuando lo recordaba en su mente, imaginándose en su traje pálido de lino, una aterrorizada figura sudorosa que parecía entender ahora que su vida estaba llegando a una especie de final.
Se detuvo en la puerta de su habitación. Podía escuchar más allá de su puerta los suaves sonidos de placer de su esposa y cuando se había inclinado para mirar a través del ojo de la cerradura, la había visto con la cabeza echada hacia atrás, una mirada en su rostro como nunca la había visto antes; un enredo de extremidades blancas enrojecidas; la señorita Gordon, la maestra de piano.
Voló una mano regordeta hacia el cuello de la Reina; sus ojos cansados se abrieron con asombro, como si Arthur hubiera abierto una cortina pesada para develarle a un unicornio, o un espejo que habla, o la evidencia de alguna leyenda extraordinaria.
«Santo cielo, señor Pritt», murmuró ella. Sus ojos azules se fijaron en el rostro de Arthur, y por un momento Arthur se preguntó si ella iba a tratar de consolarlo de alguna manera. Iba a continuar contándole cómo Alice le había dicho después que quería pasar el resto de su vida con la señorita Gordon —Elizabeth, como ahora la llamaba— y no con él, por eso desde entonces él había estado de luto por su pérdida; le iba a decir a la Reina que ya no le importaba mucho su futuro, que extrañaba a Alice cada día, cada minuto, e incluso durante esa mañana, aunque sabía que ella se encontraba aún en Calcuta a miles de millas de distancia, había buscado su rostro entre la multitud.
Pero la Reina ya no lucía interesada en el resto de la historia, no parecía querer escuchar a Arthur hablar sobre sus sentimientos.
Parecía perdida en uno de sus sueños; estaba mirando alrededor de la tarima carmesí y a las paredes de los edificios envueltos en metros y metros de banderas y banderines patrióticos, a las barreras de seguridad y a las serpentinas, fila tras fila de plantas de invernadero en sus macetas de barro, a las multitudes vestidas con sus mejores ropas, agitando sus pañuelos blancos, a los trabajadores municipales como Arthur en sus túnicas bordadas, a la gente que la acompañaba, al Secretario de Estado, a su hijo el Príncipe de Gales.
Su boca se abrió y agito la cabeza.
«A mí nadie me dice nada, señor Pritt», murmuró en voz baja, y después de eso ya era casi la hora de que se fuera a tomar su tren para partir.
Arthur permanecía de pie en la estación junto al administrador del pueblo, el tesorero, el alcalde y los otros once concejales, mientras veían a los regalos reales siendo almacenados: El mapa de Binn, el libro ilustrado color púrpura encuadernado en piel de cabra, Historia de Boucher, y el enorme pastel. Miraba y se despedía, y cuando al fin ella se había ido se abrió paso entre las multitudes dispersas a lo largo de las estrechas calles del pueblo y a través de la puerta principal de su propia casa vacía.

 

 

 

*Traductor: Eduardo García Manríquez (Ciudad de México, 1990) estudio Letras Hispánicas en la UNAM. Es asistente editorial de la revista Tierra Adentro.

 

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KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
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