Sobrevivencia
Hace algunos años, a raíz de la muerte de Luis Ignacio Helguera, María Rivera escribió “Caída”, último poema de Hay batallas (2005). En sus versos entrecortados, que al desarticularse y desleírse impregnan la página como lágrimas o gotas de sangre, se puede leer un testimonio de amistad pero también, y sobre todo, una súplica, una solicitud imposible, una petición trágica: “yo quiero decirte esto, / que te quedes, / que yo quiero quedarme / a cantar / estas preguntas”. Como en la mayoría de sus poemas importantes, Rivera se dirige a un ausente, casi siempre a un muerto, rogándole que se salve y que, al salvarse, la salve igualmente a ella.
Varias décadas antes de la conquista de México, un sabio náhuatl ya se interrogaba: “¿Sólo así he de irme / como las flores que perecieron? / ¿Nada quedará en mi nombre? / ¿Nada de mi fama aquí en la tierra? / ¡Al menos flores, al menos cantos!”. Rivera, importa observarlo, no expresa el deseo de salvarse como persona (mucho menos como alma, fuera lo que fuera) sino como voz. No se trata, por supuesto, de la voz irreal, idealizada y abstracta que suele aparecer en tantas y tantas definiciones del oficio poético, sino de la voz cotidiana y verdadera del que recuerda una canción y se atreve a musitarla: del que puede resumir sus aspiraciones en una sola, “cantar preguntas”, empeñado en “seguir / siendo / voz /sobre la tierra”.
Rivera, en las páginas donde subrayo estos versos, cultiva un tópico que, como tantos otros, viene directamente de Horacio y, como tantos más, encuentra un soporte complementario en determinados pasajes de la Biblia. Me refiero, desde luego, al non omnis moriar de la trigésima oda, libro tercero, ya recreado por Gutiérrez Nájera y traducido, entre otros, por Bonifaz Nuño. Satisfecho con su obra, “monumento más perenne que el bronce”, Horacio encara la muerte seguro de su triunfo: “No moriré”.
No morir “del todo” significa, para Horacio, perdurar justamente como perdura una voz, como resuena una palabra en la memoria de las generaciones. El evangelio de Marcos va, en cierto modo, más lejos: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13:31). Si al comienzo del Eclesiastés puede leerse que la tierra se queda para siempre, en el evangelio se dice que todo, hasta la tierra, pasará, excepto la palabra. Horacio, por su parte, confía en haberse ganado un renombre imperecedero, pero no en el sentido insustancial de la celebridad moderna. El clásico sabe que primero ha de morir como individuo para luego, ya superado el tiempo (“la no numerable / sucesión de los años”), perdurar como autor de una obra genuina. De ahí que Rivera, en otro poema, quiera saber “dónde está la escritura que la vida / debió emprender para salvarnos del olvido”.
En su primer libro, Traslación de dominio, Rivera ya manifestaba esas mismas preocupaciones. Cuando alguien muere, viene a decir la poeta, su muerte no sucede afuera, sino adentro de quien sufre su desaparición. Dice también que la muerte (la muerte ajena, desde luego: esa muerte que, a diferencia de la propia, sí puede vivirse) tiene la forma de una regeneración: “Alguien muere dentro mío / […] y veo cómo de mi cuerpo nace / otro, irremediablemente”.
“¡No moriré del todo, amiga mía!”, exclama Gutiérrez Nájera. “No morirás del todo, muerto de amor”, le dice un Juan José Arreola compasivo al viejo Garci Sánchez de Badajoz, poeta castellano de fines del siglo XV y comienzos del XVI. “No moriré. Ni tú conmigo”, asevera José Ángel Valente. Horacio habla para sí mismo: “No moriré”. Valente, Arreola y Gutiérrez Nájera comparten su convicción con alguien más: un interlocutor, un tú que, una de dos, o bien deposita su palabra en el poeta, que ha de guardarla, o bien, por el contrario, recoge la palabra del poeta y la preserva. Es en ese tú, en ese “otro que va conmigo”, que dijera Machado, donde la palabra encuentra oídos, atención, respuesta y, en suma, un lugar donde contrarrestar la muerte.