Tierra Adentro

Cuando la mesera se acercó con los tragos, Jonás tomó su whisky directo de la charola y sin detenerse a brindar o a dar las gracias lo vació de una sentada y pidió otro. Roberta, sentada frente a él, lo miró con incredulidad y le dio un tímido sorbo a su bebida; un coctel fluorescente con aspecto de algo que se puede encontrar en las entrañas de un submarino nuclear.

—¿No me acabas de decir que tienes que ir a trabajar al rato? —dijo Roberta cuando llegó el nuevo trago de Jonás.

Jonás observó a la mesera alejarse e ignorando el comentario de Roberta, desvió su mirada hacia una de las mesas colocadas sobre la banqueta, en la que cinco personas tomadas de las manos intentaban resistir las descargas eléctricas de una maquinita de toques.

—Eso que están haciendo debería ser perseguido por la ley —dijo señalando al grupo, que entre risas nerviosas y mentadas de madre le exigía al sujeto de la maquinita que aumentara la intensidad.

—¿Qué?, ¿vender toques?

—No. Pagar por ellos. De hecho, los tipos que los venden son unos genios. Cobrarle dinero a la gente por electrocutarla es algo que se tiene que respetar. ¿Quién iba a pensar que existe un mercado de personas dispuestas a pagar por sufrir? Ni siquiera virtuosos de la tortura como Tomás de Torquemada tuvieron esa visión.

—Pues es una especie de reto físico.

—Correr un triatlón es un reto físico. Aguantar una descarga eléctrica es reto de asesino serial.

—No seas amargado. Lo hacen por diversión.

—No soy amargado, sólo digo que cualquier persona dispuesta a darle su dinero a otra para que la electrocute merece que la electrocuten.

—¿A qué me dijiste que te dedicas?

—Nunca te lo dije —respondió Jonás sonriendo—. Si te lo hubiera dicho no me hubieras hecho caso.

—Con ese uniforme está difícil que no te pregunten.

Jonás se quitó la gorra roja desgastada y contempló el logotipo de ABOExpress bordado en la parte delantera. La caricatura de un plato con alas que servía de estandarte a la empresa para la que trabajaba siempre le había parecido infame.

—Soy un simple repartidor de comida —dijo con timidez, colocado la gorra sobre la mesa.

—¿Y haces entregas a estas horas de la noche?, ¿en qué restaurante trabajas?

—No es un restaurante —respondió aclarándose la garganta—. Es un servicio de comida gourmet.

—¿Comida gourmet en plena madrugada? —dijo Roberta, picada por la curiosidad y no sin cierto escepticismo.

—¿Qué quieres que te diga? Hay personas que a estas horas no se conforman con unos tacos.

—¿Como qué tipo de comida hay en su menú?

—No tenemos un menú fijo. Más bien conseguimos lo que nuestros clientes nos piden.

—¿Y consiguen lo que sea?

—Prácticamente lo que sea.

—¿Hasta exquisiteces como langosta?

—Ese no es exactamente el tipo de comida que nos piden pero sí —dijo Jonás riendo—, podríamos. Hay gente muy excéntrica.

Roberta entornó los ojos y lo observó con severidad durante unos segundos.

—Para mí que la «comida» que tú repartes es de ésa que se fuma y se inhala por la nariz —dijo finalmente.

Después de apurar otro trago de whisky, Jonás negó con la cabeza dejando escapar una carcajada. A pesar de que había sido una noche ajetreada, el hecho de que ya solamente le faltara entregar un último pedido lo había puesto de buen humor.

—No vendo drogas, si eso es lo que estás insinuando —respondió cerrándole un ojo.

—¿Repartes comida gourmet en plena madrugada y después de haber estado bebiendo?, ¿de verdad crees que soy tan ingenua?

—Bebo porque ya sólo me falta una última entrega y porque ha sido una noche especialmente cansada. No es fácil estar trabajando a estas horas en fin de semana, recorriendo la ciudad para cumplir los caprichos culinarios de la gente.

—¿Qué tipo de comida es la que repartes entonces?, ¿por qué tanto misterio?

—Porque parte de nuestro servicio es la discreción.

—Eso es exactamente lo que diría alguien que vende drogas o que regenta prostitutas. ¿estás en el negocio de la prostitución?

Jonás sonrió y miró su reloj.

—¿Cuándo has visto a un padrote uniformado y con coche de repartidor? —preguntó después de terminarse el último trago de whisky.

—Uno nunca sabe —dijo Roberta—. Puede ser uno de esos famosos startups que están tan de moda.

—Pues lamento decepcionarte —respondió Jonás poniéndose la gorra y sacando varios billetes de su cartera—. Me da mucha pena pero me tengo que irme para entregar este último pedido. ¿No me quieres acompañar y después nos vamos a algún otro lado? Así además te demuestro que mi trabajo no es lo que tú piensas.

Roberta lo miró dubitativa.

—¿Vas muy lejos?

—Aquí junto, a la Narvarte.

—¿Seguro que no estás metido en algún negocio turbio?

—¿Crees que si estuviera haciendo algo ilegal andaría con un uniforme tan llamativo y ridículo como éste?

—Supongo que no. Pero también podrías usarlo para despistar.

—Te aseguro que no soy un delincuente —dijo Jonás con una sonrisa—. Pero si te da miedo que te descuartice me conformo con que me des tu teléfono.

Roberta sonrió y aún sin decidirse comenzó a juguetear con su celular. Después de unos segundos sin respuesta, Jonás se alzó de hombros, se despidió con un guiño y comenzó a caminar hacia el coche rojo de ABOExpress que había dejado estacionado del otro lado del camellón. El tipo de la maquinita de toques seguía recorriendo las mesas del lugar y aparentemente haciéndose rico en aquella convención de pendejos. Acababa de abrir la puerta delantera del coche cuando Roberta lo alcanzó corriendo.

—¡Está bien! —dijo recuperando el aire—. Te acompaño a entregar tus drogas y si quieres de ahí me invitas a algún lado.

—¡Ya te dije que no vendo drogas!

—Lo que sea que estés repartiendo —dijo Roberta cerrándole un ojo—, te juro que por mí nadie se entera.

Jonás se echó a reír y le abrió la puerta del copiloto a Roberta. El coche arrancó y se perdió en medio de la noche. Quince minutos después se estacionaron frente a un viejo y desvencijado edificio de departamentos en medio de una calle sin iluminación. Los alrededores estaban desiertos y en completo silencio cuando bajaron del coche. Roberta comenzó a preguntarse si no había cometido un error accediendo a acompañarlo.

—Lo único que te voy a pedir es que no digas nada—le advirtió Jonás mientras entraban al vestíbulo y se dirigían hacia las escaleras—. Déjame hablar a mí.

Roberta se limitó a asentir con un imperceptible movimiento de cabeza. Al llegar al tercer piso, Jonás se detuvo frente al departamento número 303 y tocó cuatro veces a la puerta. La estruendosa música de órgano que se escuchaba adentro se detuvo de súbito.

—¿Quién? —gritó una voz desde el interior.

—¡ABOExpress servicio a domicilio! —respondió Jonás.

Del otro lado de la puerta se escucharon pasos y después el sonido de múltiples seguros y cerrojos abriéndose.

—Y a todo esto, ¿dónde está el pedido? —le preguntó Roberta a Jonás cuando se dio cuenta de que éste traía las manos vacías.

—¡Ya era hora! —exclamó un esquelético y ojeroso individuo en calzones que finalmente apareció detrás de la puerta—. Estaba apunto de marcar a la sucursal para ver qué había pasado.

—Le pido una disculpa. Nos ha estado fallando el sistema toda la noche —dijo Jonás mirando a Roberta—. Le traigo su orden: una mujer rubia, en sus veintes y de sangre tipo O+, ¿correcto?

—¡Oiga pero la pedí sin tatuajes! —respondió el hombre señalando el símbolo chino que Roberta tenía dibujado en el antebrazo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Roberta alarmada— ¿A dónde me trajiste, imbécil?

Jonás revisó el ticket de compra rascándose la cabeza.

—Aquí no dice nada de tatuajes, señor. Seguro fue otro error del sistema. Si gusta se la puedo ir a cambiar pero tardaría de dos a tres horas.

—Así está bien —respondió el otro negando con la mano—. Me estoy muriendo de hambre y para cuando regreses ya habrá amanecido.

—¿Qué es esto? —gritó Roberta cada vez más alterada y dando unos pasos hacia atrás— ¡No me toquen!

—De nuevo una disculpa, señor —dijo Jonás sujetando a Roberta con firmeza— Serían cinco mil pesos. Su pago es en efectivo, ¿verdad?

—Así es —respondió el hombre sacando los billetes de su cartera—. Por cierto, tengo un cupón del 20% de descuento.

—Los cupones sólo son validos para pedidos entre semana, caballero.

—Bueno. No importa. Quédese con el cambio.

El hombre acercó entonces su cadavérico rostro al cuello de Roberta y con una tétrica sonrisa dejó asomar dos enormes colmillos manchados de sangre. Roberta gritó horrorizada e intentó alejarse corriendo hacia las escaleras, en donde fue rápidamente atajada y sometida por Jonás, que después de forcejear un poco finalmente logró controlarla y empujarla hacia adentro del departamento con un diestro movimiento.

—Le recomiendo tener cuidado porque como puede ver, su orden viene un poco caliente —dijo a manera de despedida entre alaridos de Roberta—. Espero que la comida sea de su agrado y en ABOExpress esperamos volver a verlo muy pronto. Que tenga bonita noche.