Sam
Justo al salir de su casa, Sam creyó encontrar un billete de 20 pesos que en realidad era uno de 500, y a partir de eso fantaseó que ese viernes sería un gran día. Desde hace tiempo en los billetes de ambas denominaciones el expresidente Benito Juárez era la estrella principal. Bendito Benito, dijo Sam, mientras guardaba el valioso papelito azul y volteaba a ver si había alguien cerca. No vaya a ser otra broma.
La insistente mala suerte que arrastraba durante casi tres décadas parecía cambiar. Soy escritor freelance, se jactaba cada vez que le preguntaban “¿a qué te dedicas?” Poeta más que nada, remataba con un aire de grandeza. Y desde que había ganado un concurso de poesía de jóvenes creadores, nueve meses atrás, lo decía con más presunción.
Tituló el libro de poemas La caguama espacial y lo firmó como Samara Ortiz, que era su nombre de nacimiento, aunque todos lo llamaban Sam. Solo Sam, así como a Cher, Madonna o Chayanne.
Con el premio pudo terminar lo que anhelaba: transformarse en hombre. A tres años de someterse a un tratamiento de testosterona, ahora parecía una especie de Jason Momoa, pero con una estatura más mexicana. Sólo le faltaba la mamoplastia, patrocinada por Conarte, para lucir un torso plano.
Ese viernes era especial porque estrenaría su nuevo cuerpo en público. Y ahora, con 500 pesos sin esfuerzo en el bolsillo, Sam hizo algo que despertaba su curiosidad: ir a una cantina exclusiva para caballeros. Se imaginaba una escena donde él era Don Draper, rodeado del resto del reparto de Mad Men y un montón de meseras atractivas, a quienes les recitaba poemas. En Monterrey hay varias cantinas de nombres revolucionarios para ‘machines’, y Sam se decidió entrar al Indio Azteca.
Invitó a Isra, su mejor amigo, un gay que no se veía gay pero que después de un six le brotaban arcoiris hasta por las orejas.
En el Indio Azteca había una densa nube de humo que, aunque no dejaba ver los rostros de nadie, Isra lo agradeció. Sus mejores amigos eran el cigarro y Sam, en ese orden. El tiempo más largo que estaba sin fumar era cuando, rara vez, se enfermaba.
Isra tampoco había estado en un lugar de estos, pero al instante le encantó, pues su hit era convertir bugas en hombres very heteroflexibles. Y en el Indio Azteca había muchos bugas, casi puro ñor, y ni una sola mesera. Para Sam fue decepcionante. Le cagaban los garrote fest. Mucho menos le gustaban las ladies nights. Para Sam siempre debía haber un equilibrio de género. Era Libra como Adore Delano, su drag queen favorita.
Sam ordenó chicharrón de Rib Eye con guacamole. Según él cualquier comida que se sirviera en molcajete era un platillo gourmet. Isra pidió tacos de arrachera y otra tkt light, ya llevaba seis.
Llegó el mesero a ofrecerles un postre del menú. Quiero un banana split, dijo Isra en un tono evidentemente lascivo, y lamió la botella. El mesero, con más acné que ganas de trabajar, negó la existencia de esa opción. Isra le apuntó al pack y le preguntó: ¿y esa que traes ahí, papi?
Sam, que comía los chicharrones como si fueran palomitas, soltó la carcajada. Un pequeño trozo se le atoró en la garganta. Su rostro comenzó a cambiar de color, pasó del rojo al morado en un instante. No podía creer que fuera a morir ahogado en ese pinche lugar, cuando se suponía que era el inicio de una nueva vida.
Estaba a punto de desmayarse cuando Isra arrojó bruscamente su silla a un lado. Con sus delgadas y pálidas extremidades abrazó a Sam por la espalda. Había llegado el momento de poner en práctica el curso de primeros auxilios. Le aplicó la maniobra de Heimlich, que para los ojos de los espectadores, más bien asemejaba una llave de lucha libre o una intensa pose del Kamasutra gay.
Con una fuerza nunca antes vista, Isra apretó el estómago de Sam hasta que el chicharrón salió volando. Cayó directo en el clamato de un señor que todavía sudaba el costillar que engulló de prisa. Todos los heteros veían la escena con el ceño fruncido y asqueados por el par de jotos.
Cuando Sam apenas recuperaba el aire, apareció el gerente, un hombrecillo encorbatado y bien picudo. Gritó que no se aceptaban comportamientos de desviados en el fino establecimiento y los corrió. Sam e Isra se fueron sin pagar, no sin antes bufarles: ¡putos closeteros!
Al llegar a su casa, Sam sacó el inmortal billete de 500 pesos de su bolsillo y pensó que, aunque estuvo a punto de morir, sí había sido un gran día. También pensó que nunca volvería al Indio Azteca. Ni era para tanto.