Salman Rushdie vino y se fue
El pasado 14 de febrero se cumplieron 30 años de la fatwa con la que el ayatola Jomeini condenó a muerte al escritor Salman Rushdie. En este brillante ensayo de largo aliento, Juan Carlos Franco hace una revisión puntual del impacto que supuso el acontecimiento y señala las lecciones que trae al presente.
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Salman Rushdie despertó temprano. Ian McEwan lo escuchó bajar a la cocina entre el silencio de la madrugada. Nunca había sentido miedo en esa casa de campo en los Cotswolds, muy cerca de Stratford-upon-Avon, el lugar de nacimiento de Shakespeare, pero esa noche le había costado conciliar el sueño. No se podía imaginar lo que estaba pasando por la mente de su amigo. Quizá Salman repasaba la trama de su propia novela, Los versos satánicos, publicada en 1988, o rumiaba el peso de los 1.5 millones de dólares en que se valuaba su cabeza. Quizás sólo pensaba en la muerte.
«Los primeros meses fueron los peores», escribió McEwan. «Nadie sabía nada. ¿Había ya agentes iraníes, asesinos profesionales, en el Reino Unido cuando la fatwa fue proclamada? ¿Podría un “freelancer”, agitado por la denuncia en una mezquita, ser un asesino efectivo? La agitación de los medios era tan intensa que era difícil pensar con claridad. Las turbas eran aterradoras. Quemaban libros en las calles, aullaban pidiendo sangre fuera del parlamento».1
Ambos eran colegas y grandes amigos desde hacía años, antes incluso de formar parte de la lista de los mejores novelistas británicos jóvenes de la revista Granta en 1983, que codificaría el panorama literario del Reino Unido: además de Rushdie y McEwan, aparecen en la lista Martin Amis, Julian Barnes, Kazuo Ishiguro y Graham Swift, entre otros. Esa madrugada de 1988 en medio de la prototípica campiña inglesa, todos se perfilaban para ser los escritores más importantes de su país.
Rushdie, en ese momento de cuarenta y un años, en adelante habría de pasar la noche en las casas de muchos de sus amigos, incluidos Hanif Kureishi, Harold Pinter y el propio Amis, así como en la granja de su exagente Deborah Rogers. Pero esa mañana, una de las primeras, empezaba apenas a entender la dimensión de lo que ocurría. «Estábamos parados en la barra de la cocina», recordaría McEwan tiempo después para el New Yorker 2, «escuchando las noticias de las 8 en la BBC. Estaba parado junto a mí y él era la nota principal en las noticias. Hezbollah se había puesto sagaz y respaldaba el llamado a matarlo». Eran los primeros días de una operación política que habría de poner al mundo islámico, y a buena parte de Occidente, en su contra. Todo mientras, sin parar, se oían tantas y tantas voces gritando fatwa, blasfemia, Satan Rushdie, viva Irán, una fatwa nunca muere, Allāhu akbar, Rushdie is dead.
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La historia de la fatwa es la historia de un hombre a punto de morir. Hoy sabemos que Rushdie, el narrador indobritánico que escribió Los versos satánicos —conmocionando con ello el mundo islámico y a una parte del occidental— nunca estuvo realmente cerca de morir. A pesar de la sentencia de muerte y la recompensa que se ofreció por su cabeza, las amenazas fueron más mediáticas y políticas que tangibles, aunque para Rushdie el miedo se volvió palpable por casi nueve años. Los planes para asesinarlo —algunos de ellos incluían sicarios británicos pagados por el gobierno iraní— nunca progresaron. El hombre a punto de morir era precisamente quien estaba detrás de los recursos políticos para hacer cumplir la fatwa que él mismo había emitido.
No es una coincidencia que Ruhollah Jomeini, considerado Marja’-e-Taqlid o Gran Ayatolá, fuera también el Líder Supremo de Irán, el hombre más poderoso de su país y una autoridad religiosa famosa por su conservadurismo. En otras palabras, un dictador revestido con el poder de la tradición más ortodoxa de la ley islámica. Para 1988 su gobierno se estaba viniendo abajo y su salud empeoraba visiblemente. Su muerte llegaría en junio de 1989, casi diez años después de haber consolidado el poder a través de la Revolución Iraní. Tan solo unos meses antes, con la fatwa, había declarado el deber de todo creyente de Allah, ciudadano de Irán o no, de matar a Salman Rushdie, autor blasfemo.
Hasta 1978, Irán era un país en vías de desarrollo muy cercano a Occidente, la más importante puerta de encuentro comercial entre Medio Oriente y el resto del mundo. El gobierno de Mohammad Reza Pahlaví, el último Shah, había emprendido desde su coronación en 1941 una campaña de modernización del país sorprendentemente similar a la llevada a cabo en México y otros países latinoamericanos, y que se instituyó en 1963 como la Revolución Blanca, llamada así por la notable ausencia de sangre. En las fotografías de la época se puede observar una cultura rica, mezcla entre la tradición de Oriente Medio y la cultura occidental: la gente viste de colores vivos, la moda está a medio camino entre disco y a-go-go, y en el fondo se pueden ver grandes edificios como el Sheraton y anuncios de Pepsi y Kentucky Fried Chicken.
A pesar de los grandes avances, como la expansión de las redes de transporte, las reformas de la tierra y el mejoramiento considerable en los índices de salud y educación, para finales de los setenta la falta de reformas democráticas, la corrupción de las nuevas élites terratenientes y el poder antagónico del clero trajo consigo la Revolución. La razón principal del antagonismo de la oposición era la secularización del gobierno.
Es ahí donde entra al cuento el ayatola Jomeini, líder de la revolución que buscaba deshacerse de los lazos seculares y occidentalizantes del gobierno del Shah e instaurar una teocracia que siguiera los preceptos del Islam. Los principales combatientes eran las organizaciones islámicas, los simpatizantes de izquierda y los estudiantes, que fueron los principales orquestadores de la crisis de rehenes de la embajada de Estados Unidos en Teherán, que duró 444 días y se convirtió en la más larga de la historia. El ayatola se convirtió en 1979 en el líder supremo, él mismo un faquih o experto en la Sharia, el modo de vida, socialización y política que se deriva de la religión musulmana.
Diez años después, sin embargo, la deslegitimación de su gobierno era palpable. La guerra Irak-Irán, los problemas con Arabia Saudita, la islamización de todos los aspectos de la vida —el código de vestimenta, los programas universitarios, la censura de los productos culturales occidentales, particularmente estadounidenses—, pero sobre todo la supresión de la oposición política (que incluyó el asesinato de miles de detractores) y de las religiones y etnias minoritarias habían causado una enorme insatisfacción.
Es en este contexto que Jomeini lanzó la fatwa en contra de Los versos satánicos y su autor, pidiendo la muerte de un ciudadano de otro país a manos de cualquier fiel del Islam. Los nueve años que Rushdie pasó protegido por el MI6, el servicio secreto británico, comenzaron con un dictador al borde de la muerte mirando cómo su autoridad sobre Irán se desvanecía como su propia vida mientras se preguntaba qué podía hacer para restituir su poder.
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El 14 de febrero de 1989 se escuchó en la radio iraní una sentencia de muerte. El discurso, en voz del Ayatola, empezaba con el verso del Corán «Venimos de Alá y a Alá regresaremos», que se recita cuando alguien ha experimentado una tragedia, en particular la muerte, o cuando alguien está frente a un riesgo grave. «Le informo a todos los valientes musulmanes que el autor de Los versos satánicos, un texto escrito, editado y publicado contra el Islam, el Profeta del Islam y el Corán, así como todos los editores y editoriales que participaron de él, están condenados a muerte». La voz de Jomeini exhortaba a todos los musulmanes «a matarlos sin demora» y que «cualquiera que tenga acceso al autor del libro pero sea incapaz de llevar a cabo la acción, debe informar a la gente para que sea castigado por sus actos».
Sin argumentos legales, sin mencionar qué en específico tornaba el libro en contra del Islam y sin mayor preámbulo, una recompensa de 1.5 millones de dólares pesaba sobre la vida de Salman Rushdie, suma que fue creciendo en esos años hasta llegar a los 2.8 millones de dólares. (En 2016, dieciocho años después de que la amenaza del Estado iraní se consideró olvidada, tres medios de comunicación oficiales aumentaron la recompensa, que nunca fue retirada, hasta alcanzar los 4 millones de dólares.)3
Una fatwa (según la RAE, fatua o, mejor, fetua) es un edicto legal-religioso no vinculante, la opinión que dicta no un Estado musulmán, sino una autoridad religiosa. No hay una forma de determinar quién es una autoridad verdadera en el Islam, por lo que a menudo las fatwas son pronunciadas con arbitrariedad. El hecho de que este edicto haya sido lanzado por la más grande autoridad iraní, que era también una importante autoridad religiosa (como lo requiere la naturaleza de la fatwa) volvía más creíble, y diplomáticamente enrevesado, el escenario. Su fatwa superó los límites de la mera predicación para volverse una cuestión de Estado y, más tarde, de política internacional.
Jomeini, escribió Rushdie en su autobiografía, Joseph Anton (Random House, 2012), narrada en tercera persona, «necesitaba una forma de congregar a sus fieles y la encontró en un libro y su autor. El libro era obra del demonio y el autor era el demonio y eso le dio el enemigo que necesitaba».
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Incluso para un ateo como Rushdie, en el inicio fue la palabra del Mahoma. De 609 a 632 d.C., Mahoma les ofrecía a sus discípulos fragmentos revelados por el Arcángel Jibrīl (o Gabriel, el mismo de la tradición cristiana) de lo que habría de convertirse en al-Qurān. Según las crónicas, en alguna ocasión recitó una revelación que no provenía del arcángel, sino de Satán. Poco después reconoció su error y reculó, pero en algunos textos la anécdota y los versos quedaron registrados, aunque naturalmente fueron desconocidos en la versión final del Libro Sagrado. Ésta es la imagen genética de la novela de Rushdie, que sin embargo es muchas cosas más: la construcción de un universo mágico, el comentario sobre los dos mundos del autor (la India e Inglaterra), retrato del sensible e imaginativo del Profeta, eco del terrorismo mundial, mundo onírico, crítica sociocultural, fantasía burlesca, desenfadada y caricaturesca, texto siempre dueño de una prosa (y no hay palabra mejor) asombrosa.
«Los versos satánicos está destinado a convertirse en el libro más notable de Salman Rushdie», escribió Harold Bloom. «Después de releer Hijos de la medianoche y El último suspiro del Moro, me parece también que es su más grande logro estético».4
Para algunos musulmanes, polarizados por las autoridades iraníes y los parlamentarios islámicos en el Reino Unido, se trataba sólo una cosa: blasfemia. Aunque la blasfemia no está considerada dentro de la ley islámica (ni desde 2008 dentro de las leyes británicas, dicho sea de paso), ese fue el argumento principal que arguyeron los enemigos de Los versos satánicos, incluso frente al hecho de que la mayoría de los que protestaban no lo habían leído. «Pero a sus oponentes no les pareció extraño que un escritor serio pasara una décima parte de su vida creando algo tan vulgar como un insulto», escribió Rushdie .5
«Eso se debía a que se negaban a verlo como un escritor serio. Para atacarlo a él y su trabajo, era necesario pintarlo como una mala persona, como un apóstata traidor, un inescrupuloso amante de la fama y la fortuna, un oportunista cuya obra no tenía mérito alguno».
La novela incluye referencias a las figuras sagradas del Islam junto a prostitutas que llevan el nombre de las esposas del Profeta; Alá es descrito como «Destructor del Hombre», Mahoma es llamado Mahound (un nombre usado por los cristianos para denigrarlo), así como «conjurador», «mago» y «falso profeta»; los acompañantes y discípulos del Mahoma son llamados «vagabundos persas» y «payasos». Casi todo esto sucede en el sueño de uno de los personajes. El libro también critica al Islam por contener demasiadas enseñanzas y tratar de controlar todos los aspectos de la vida.
Christopher Hitchens, uno de los ensayistas más lúcidos de su generación, férreo opositor de la religión en general y, en sus últimos años, del Islam en particular (hasta el punto de defender con vehemencia la guerra de Irak para eliminar la amenaza fundamentalista a la libertad occidental), fue quizás el mayor defensor de Rushdie en los Estados Unidos. Su argumento llevado a sus últimas consecuencias siempre fue el mismo: Los versos satánicos no es un libro blasfemo porque no está atentando contra el Islam ni ninguna de sus figuras, pero incluso si lo hiciera, Rushdie estaría en todo su derecho.
Uno puede insultar a quien sea por el motivo que sea: de eso se trata la libertad de expresión, en particular frente a lo que Hitchens describía como la avasallante importancia concedida a la verdad revelada a los seguidores de una religión, que nunca se comparará con la verdad a la que se accede por la razón. Sin excepción, en sus alegatos en televisión o en papel se hacía presente la frase «tradición ilustrada».6
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Antes de la declaración de la fatwa, Los versos satánicos fue prohibido en India, el país de nacimiento de su autor. La literatura de Rushdie siempre ha estado ligada a este origen. Su éxito más grande, Hijos de la medianoche, ganadora del premio Booker en 1981 y el Booker de Bookers en los 25 y 40 aniversarios del premio, en 1993 y 2008, ya había elaborado desde la ficción la relación tensional entre indios musulmanes e indios hindús, el conflicto que llevó a la partición India-Pakistán después de la independencia en 1947 y que significó el desplazamiento de más de 14 millones de personas, una crisis de refugiados que generó una violencia constante y una hostilidad que domina las relaciones entre los dos países hasta el día de hoy. Ya este libro había causado algunas molestias, pero no fue sino hasta la publicación de Los versos satánicos que Rushdie fue visto como persona non grata y vetado para visitar al país.
La novela conmocionó a los musulmanes de la India (sea porque lo habían leído, porque se habían encontrado con fragmentos descontextualizados o porque el Imam los había convencido de ello en la predicación), pero el veto indio también tuvo orígenes políticos. Ese año las elecciones generales para elegir la novena Lok Sabha (la casa del pueblo), la cámara baja de la India estaban cerca. La estrategia de V.P. Singh, que resultó ganador, fue la de unir las ramas más variadas del espectro político indio y los votantes musulmanes representaban una parcela importante del botín. Muchos candidatos vieron una oportunidad significativa y decidieron aprovecharla. El veto a las importaciones del libro quedaría sellado en octubre de 1988, marcando también la prohibición para editarlo dentro del país. Antes de que acabara el año el libro también fue prohibido en Bangladesh, Sudán, Sudáfrica y Sri Lanka. El veto en India sigue vigente hasta hoy.
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En los nueve años que duró la fatwa, Salman Rushdie estuvo escondido, protegido por la policía y los servicios secretos de los países que visitó, a merced de la voluntad de las aerolíneas y las instituciones para aceptarlo en sus instalaciones. «¿Era posible estar —volverse bueno estando— no desarraigado, sino múltiplemente arraigado?», se pregunta Rushdie en su diario de la época.7
«¿No sufrir una falta de raíces sino beneficiarse del exceso de ellas?». Y eso es precisamente lo que pasó: en varias casas, departamentos, cabañas, granjas y palacetes, casi todos propiedad de sus amigos, Rushdie logró encontrar, en medio del miedo, momentos de tranquilidad suficientes para volver a escribir. En los nueve años de la fatwa, escribió dos novelas, un libro para niños, un volumen de cuentos y otro de ensayos y crítica. ¿Cómo puede alguien escribir tanto (y tan bien) con la muerte pisándole los talones? «Tus amigos se van a cerrar en torno a ti como un círculo de hierro», le dijo Bill Buford a Rushdie, «y dentro de ese ámbito vas a poder seguir con tu vida». Ese círculo de hierro significó la posibilidad de seguir escribiendo.
Desde 1989, en que una lectura pública de Los versos satánicos se llevó a cabo con la participación de Susan Sontag, Norman Mailer, Joan Didion, Don DeLillo, entre muchos otros, el apoyo de un número impresionante de figuras públicas, amigos o no del autor, mantuvieron el caso en el ojo público, haciendo que la discusión regresara a los argumentos principales: la indiferencia de los gobiernos, la calidad literaria de la obra, el humor como elemento relevante en la novela (y, en general, en cualquier discusión sobre blasfemia), y ante todo, siempre, la importancia de la libertad de expresión como base de toda comunicación literaria.
No todos estaban de su lado. Yusuf Islam, el cantante antes llamado Cat Stevens, fue un franco defensor de la fatwa. «¿Sabía que se quemaría una efigie del autor?», le preguntó un presentador de televisión, refiriéndose a los disturbios del Parliament Square en Londres. «Hubiera esperado que fuera al verdadero». Como él, numerosos políticos, intelectuales y clérigos de todas las religiones —John LeCarré, John Berger, Roald Dahl, el Arzobispo de Canterbury, entre muchos otros— se sumaban a la idea de que Rushdie era un escritor arrogante y sacrílego que sólo buscaba engrandecerse a causa de una religión de millones de fieles.
https://www.youtube.com/watch?v=mYnWtPytvhI
En el Reino Unido, la mayoría de los ciudadanos musulmanes jóvenes eran activistas de izquierda. A pesar de ello, se unieron a las protestas contra la novela tanto por su desencanto con la política como por la necesidad de formar un sentido de pertenencia. Los políticos, por su parte, vieron en las protestas en varias ciudades británicas la necesidad de acercarse a una parcela de la ciudadanía que había sido tradicionalmente relegado.
En ello, no sólo los Tories, el partido conservador, sino los Laboristas, el partido de “izquierda”, se alinearon con las demandas y opiniones de los líderes musulmanes del país, la gran mayoría dirigentes religiosos que prácticamente nunca pondrían en duda la legitimidad de la fatwa y la certeza de la blasfemia cometida por Rushdie.
Los políticos le dieron voz (y legitimidad) a las visiones conservadoras de los líderes islámicos, planteando lo que en apariencia era un Islam verdadero, que en su fundamentalismo (la visión literalista y estricta de una religión, un concepto que surgió de hecho designando a ciertas ramas del Cristianismo) radicalizaba la concepción del Islam, tanto frente la opinión pública como en sus propios creyentes: los musulmanes seculares eran vistos como traidores, mientras que el Islam radical aparecía como el verdadero. En cierta manera, la fatwa (y la reacción de los políticos británicos a ella) sentó las bases de lo que habría de convertirse en una visión cultural opuesta, y más tarde una configuración geopolítica.
Algunos simplemente se mantuvieron al margen. Arthur Miller, uno de los ídolos de la generación de Rushdie por su confrontación activa al macartismo, nunca se opuso a la fatwa. Como él, decenas. Frente a la valentía de algunos, el miedo de otros.
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¿Qué quiere decir que algo es ofensivo? Tiene que ver, probablemente, más con la forma en que algo hace sentir que, en general, con una serie de argumentos racionales. Es, en ese sentido, una respuesta íntima, aunque adquiera resonancias sociales, incluso globales. Lo ofensivo es aquello que causa dolor.
En medio, claramente, está el derecho a la libertad de expresión, el mayor debate en la época de la fatwa. Nosotros, humanistas hijos de la Ilustración, rápidamente podremos, como Hitchens y varios otros, argumentar sobre nuestro derecho a decir lo que se nos dé la gana, sean argumentos o insultos, en contra de quien sea, individuo, religión o nación. Pero hoy, en el mundo post-Rushdie, parece ser que no es nuestro derecho ofender al otro. Un cambio ha operado: la forma en que simbolizamos culturalmente la diversidad, la tolerancia y el multiculturalismo.
Este cambio tiene que ver directamente con la vía que ha tomado la izquierda (primero desde la academia y más tarde en el gobierno), que de manera simplista se ha llamado identity politics, pero también tiene que ver con lo que Ole Jacob Madsen ha nombrado el «giro terapéutico»: la eminencia del pensamiento psicológico en la cultura popular del siglo XXI y sus repercusiones en la vida política y social; en otras palabras, el lugar del bienestar psicológico o la ausencia de dolor (o neurosis) del individuo en la toma de decisiones en todos los niveles.
Si Los versos satánicos fue condenada de una manera tan radical, responde a las circunstancias tensionales de la propia cultura de Oriente Medio con Occidente, que incluía racismo, prejuicios religiosos y en general una desvalorización de lo relacionado con el Islam como bárbaro, violento y pre-moderno. La controversia fue, de alguna manera, la confrontación de un «dolor cultural» contra el valor de la libertad de expresión, y este dolor fue categorizado casi en todo momento como «blasfemia».
Prácticamente todos los juicios por la libertad de expresión han empezado, desde Sócrates, con la pregunta sobre qué es y qué no es una blasfemia, y la respuesta nunca ha sido meramente racional, incluso al contrario: la falta de argumentos en la fatwa y sus defensores, llevó a la objeción racional (y documentado en la tradición) de un número enorme de especialistas, muchos de ellos mufassir (comentarista del Corán) o mufti (erudito de la ley islámica), además del rechazo de la mayoría de la comunidad musulmana a nivel internacional. Mirando hacia atrás, la controversia por Los versos satánicos, entonces, tiene que ver más con un problema cultural radicalizado por los sentimientos de unos cuántos.
¿Dónde se dibuja el límite de lo que se puede decir? Los últimos años parecen dictar que en los tribunales. Las leyes anti-blasfemia han tenido avances significativos en la Europa de los últimos años: aunque muchos países las han revocado, alrededor de 20 por ciento de los países europeos criminalizan formalmente la blasfemia o el insulto religioso. (En Latinoamérica, sólo Brasil penaliza estas expresiones.)
Si estamos dispuestos a aceptar, como hacen muchos comentaristas, lo ilimitado de la libertad de expresión, las cosas se vuelven más delicadas cuando consideramos los ataques contra las mujeres, los homosexuales, las personas transgénero, las declaraciones en favor del fascismo o contra el Holocausto, y en general, contra cualquier raza o cultura históricamente segregada. ¿Qué se puede escribir? ¿Qué vale la pena defender? ¿Todo puede ser escrito o dicho? ¿Todo debe ser respetado en nombre de la libertad?
En un caso reciente (donde el acusado había llamado al Mahoma pedófilo por haberse casado con una niña de seis años), el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reafirmó que la ley europea reconoce un derecho a que los sentimientos religiosos de cada uno no sean lastimados. El Estado investiga, persigue y censura los discursos que las personas y los grupos tienen con respecto a otras personas y grupos. El énfasis del análisis en Occidente, sin embargo, está puesto en el respeto a las diferencias culturales, cuando en realidad el problema es la amenaza de violencia: no se trata tanto de la preocupación por ofender al otro como del peligro inminente de morir a causa de ello.
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De todas las cosas que sucedieron en el histórico 1989 —la caída del Muro de Berlín, la Masacre de Tiananmen, Václav Havel, Hirohito, Angola, Chile—, la declaración de la fatwa ha ido teniendo cada vez mayor significado, sobre todo frente a la radicalización de ciertas alas fundamentalistas del Islam cuyo centro de gravedad es la yihad. La yihad ha sido reconocida a menudo como el sexto pilar del Islam. (Los Cinco Pilares son las obligaciones de los musulmanes, que incluyen la Shahāda o profesión de fe, Ṣalāt u oración, Zakat o la caridad basada en la riqueza acumulada, Sawmo el ayuno, y Hach, la visita a la Meca). Yihād, que significa esfuerzo o lucha, en el Corán tiene más que ver con la batalla interna contra el mal y la tarea continua de acercar a los no creyentes a la verdad del Islam. Los yihadistas toman esta noción y la vuelven un imperativo violento, siempre relacionado con el terrorismo.
A partir del cambio global que supone el atentado a las Torres Gemelas, la relación con Medio Oriente se ha vuelto una de casi completa oposición. Ese virtual antagonismo, patrocinado por algunas cabezas religiosas y algunos Estados de la región, fue prefigurado en la forma en que se condujeron las altas esferas islámicas, sobre todo en Irán y el Reino Unido, frente a la amenaza de muerte a Rushdie.
El discurso de lo musulmán frente a lo occidental que levanta la bandera de la violencia para pedir respeto y para reivindicar la identidad y dignidad del Islam, comenzó con esta fatwa y sus consecuencias políticas. Como dice Hitchens, no sólo era una señal de lo que estaba por venir, era la señal.
La existencia de Al Qaeda, que puede rastrearse desde la primera Guerra del Golfo, la radicalización de organizaciones como Hamás en Palestina, Hezbolá en Líbano y Boko Haram en Nigeria, pero sobre todo el surgimiento del Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIS, en inglés) por una serie de errores de política exterior estadounidense, están sustentados en la idea de que la dignidad del Islam es mayor que la del resto de las religiones (y la ausencia de ellas) y que el deber islámico es luchar contra esa falta de dignidad.
El caso Rushdie ya dejaba ver que el problema de la libertad de expresión es, en última instancia, el problema de la violencia terrorista. Si en la tradición occidental, y particularmente desde la Ilustración, la historia de esa libertad es la argumentación fundamentada en la razón (como en los juicios de todas las épocas), los extremistas islámicos la tienen hoy secuestrada. Su religión es la ventaja estratégica para el chantaje: o la muerte o el Islam.
Las represalias yihadistas tienen que ser tomadas en cuenta por adelantado antes de publicar o exhibir cualquier cosa. Hace cuatro años, el ataque a la revista satírica Charlie Hebdo, en el que murieron doce personas, fue el punto más alto de este asalto yihadista a la libertad occidental. Y la extrema derecha se está acercando peligrosamente a este terreno, como es indiscutible con las protestas de Charlottesville en Estados Unidos y las diversas amenazas de violencia alrededor del país, aunque se trate de una lucha en sentido contrario: la defensa de la libertad de expresión racista y supremacista, que es una defensa indistinguible de la violencia que ejerce. Ése es el clima en que vivimos hoy.
Pero entregarse a este chantaje es un despropósito si consideramos que la mayoría de los musulmanes (como, en todo caso, la mayoría de los estadounidenses), incluyendo casi la totalidad de los intelectuales y artistas, está en contra de las expresiones fundamentalistas y violentas. En eso radica lo verdaderamente ofensivo (o mejor, políticamente incorrecto): en considerar el respeto a una cultura, una religión o un país tomando como referencia su facción más antirracional, más violenta y menos representativa. Es ésa la gran lección de la fatwa a Salman Rushdie: hay valores con los que uno no puede negociar, aun cuando la amenaza sea tan desmesurada como la de la propia vida.
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La autobiografía de Rushdie termina precisamente en el Nueva York del 11 de septiembre. Es el fin de un momento que sería definido por un importante reacomodo geopolítico, pero también, lo podemos ver ahora, por la reconfiguración de varias formas de entender la relación entre culturas enormemente distintas entre sí. Terminó la Guerra Fría, pero se gestó una nueva tensión aparentemente irreconciliable.
Todo el terror y la incertidumbre por los que pasó Rushdie en cada uno de los lugares en que puso pie, fueran públicos o privados, se apaciguó un día de 1998, cuando Irán declaró, en medio de un intento del gobierno del Reino Unido por normalizar las relaciones bilaterales, que «ni apoyará ni entorpecerá operaciones homicidas contra Rushdie». A pesar de la ambigüedad de la declaración, esta fue tomada como el final de la fatwa patrocinada por el estado iraní, y Rushdie, con el visto bueno del MI6, declaró que dejaría de vivir en reclusión.
Una nota colgó sobre la pared frente a su escritorio los últimos años de su encierro: escribir un libro es hacer un pacto faustiano en sentido contrario. Para ganar la inmortalidad, o al menos la posteridad, pierdes, o al menos arruinas, tu vida presente. Y así fue. Pero aunque Rushdie sigue vivo y en buena forma treinta años después, algunas víctimas de la fatwa no corrieron con la misma suerte: Hitoshi Igarashi, el traductor japonés de Los versos satánicos, fue asesinado a puñaladas en la universidad donde enseñaba literatura. Seis manifestantes fueron masacrados frente al Centro Cultural Americano en Islamabad por la policía pakistaní. Ettore Capriolo, traductor al italiano, y William Nygaard, editor noruego, fueron heridos por radicales islámicos a causa de la novela.
Durante casi diez años, en la significativa época entre la caída de la Unión Soviética y el 11 de septiembre (que Eric Hobsbawm considera el verdadero final del siglo XX), Rushdie se irguió como la efigie de la necesidad de proteger la libertad de expresión, de defender a toda costa las expresiones artísticas por su cualidad y calidad estéticas tanto como por la simple prerrogativa de expresarlas. Hoy, aunque el mundo de la controversia de Los versos satánicos ya no existe, en su lugar nos queda lo que ya se había prefigurado en esos años: un mundo polarizado entre conservadores y progresistas, entre occidentales y orientales, entre políticamente correctos y defensores de la libertad de expresión como valor universal. En este mundo, la libertad de expresión es una lucha más viva que nunca. Las respuestas nunca han sido fáciles. Hoy tampoco lo son.
El escritor sudafricano Paul Trewhela8se preguntaba, en contra de la fatwa, cómo puede reaccionar uno cuando las masas están siendo irracionales. «¿Puede “la gente” estar alguna vez, simplemente, equivocada?». Ahora sabemos que sí. Rushdie lo supo. El problema es que del otro lado, siempre del otro lado, hay gente que piensa que somos nosotros los que estamos equivocados.
Esa pluralidad, ese desacuerdo, es la esencia misma de la política. La defensa a la libertad de expresión, pero sobre todo el repudio a las manifestaciones violentas de cualquier cultura o religión, deben formar parte de nuestro acuerdo común.
Si algo nos enseñaron Rushdie y su época fue que si defendemos la libertad es la libertad de todos, y si defendemos la represión, toda represión cabe. Tanto tiempo después, necesitamos defenderla a toda costa. Tan obvio y tan complejo a la vez.
- https://www.theguardian.com/books/2012/sep/14/looking-at-salman-rushdies-satanic-verses
- https://www.newyorker.com/magazine/2009/02/23/the-background-hum
- http://www.nytimes.com/2016/02/23/world/middleeast/irans-hard-line-press-adds-to-bounty-on-salman-rushdie.html?module=WatchingPortal®ion=c-column-middle-span-region&pgType=Homepage&action=click&mediaId=thumb_square&state=standard&contentPlacement=4&version=internal&contentCollection=www.nytimes.com&contentId=http%3A%2F%2Fwww.nytimes.com%2F2016%2F02%2F23%2Fworld%2Fmiddleeast%2Firans-hard-line-press-adds-to-bounty-on-salman-rushdie.html&eventName=Watching-article-click
- Harold Bloom (ed.), Salman Rushdie (p. 1): «The Satanic Verses clearly is fated to be Salman Rushdie’s most notorious book. After rereading it against Midnight’s Children and The Moor’s Last Sigh, it seems to me also Rushdie’s largest aesthetic achievement».
- Joseph Anton, cap. 1: «But it did not strike his opponents as strange that a serious writer should spend a tenth of his life creating something as crude as an insult. That was because they refused to see him as a serious writer. In order to attack him and his work it was necessary to paint him as a bad person, an apostate traitor, an uscrupulous seeker of fame and wealth, an opportunist whose work was without merit».
- En todos los videos y artículos que publicó, Hitchens hacía referencia a los ilustrados como los primeros que consideraron y defendieron la libertad de expresión, y los juicos de Sócrates y Galileo como paradigmas previos. Van tres ejemplos: (1, BBC Radio) https://www.youtube.com/watch?v=P5Gcoi0J-DI; (2, Texas Monthly) https://www.youtube.com/watch?v=aWwW02saSX0&t=1353s; (3, C-SPAN) https://www.youtube.com/watch?v=n8MAt82Af6w
- Joseph Anton, cap. 1: «Was it posible to be—to become good at being—not rootles, but multiply rooted? Not to suffer from a loss of roots but to benefit from an excess of them?»
- https://www.sahistory.org.za/sites/default/files/sljul89.4_0.pdf