El museo de las máscaras de Sergio Pérez Torres
El museo de las máscaras es una apuesta lírica y melancólica que surge al desgajarse el recuerdo: momentos, miradas, caricias que, aun cuando pertenecen a otro tiempo, se sienten tan punzantes como una herida abierta. Constituida por siete galerías, esta obra es una exploración íntima del amor y la ausencia; expuestas están las plegarias, gritos y sentencias de una voz desgarrada por el olvido y la pasión que a veces se muestra fuerte y orgullosa; otras frágil y tímida.
Les compartimos los primeros tres poemas de la galería Máscaras rotas (Fuera de exhibición).
I
Incliné tu espejo de sed sobre mi rostro,
de tal modo levanté tu nombre hasta la luz
que entre las banderas se detuvo el viento,
las casas nuevas quedaron poseídas por la ausencia
como quedé velando mi orfandad de telaraña.
Algunos dicen que fue un acto de magia,
pero aquí creo en la hoguera y la tormenta.
Tras ahogarme en el latido del sereno,
perdí mi cara para la fosa común;
si vino a mí la humedad de los hombres,
fue para alistarme por si un día regresabas.
Se abrió una avenida en el mar,
los relojes, hartos de esperar a que el coral solidificara
y que en las almejas madurara alguna perla,
dejaron de contarme mi reflejo en otros ojos;
bastó un posar de libélula sobre mí
para arruinar la superficie.
Ahora ocurren cosas más atroces:
cuando el sol oculta su intención de cáncer terminal,
me devoran sueños y anclas oxidadas en el puerto del olvido,
no me sale la canción para el retorno de las aves en verano,
ni por lo fugaz de alguna sombra gano fuerza para latir en Do;
aquí nos obligan a una vida de sonrisas
como auroras en amor por los muertos y sus cosas muertas,
es casi un basurero para abandonarse
a lo más oculto de la voz:
flechas rotas, calaveras, ojos hechos ceniza,
rosas para la matanza,
el perfume a cuerpos que se atoran en todo lo demás.
No hay respuesta, nadie contesta el teléfono en el cielo,
mi oración es sólo para repetirme un juramento ya enterrado.
Los miedos aún vuelan alrededor de nosotros como buitres,
en el templo de estos cuerpos
huesos y mármol son su recompensa;
canto con silencio porque sólo yo sé tu verdadero nombre.
II
Fue una muerte lenta la de vernos al fondo de las pupilas,
con el corazón hecho polvo de silencio.
Nos quedamos en el aire como un barco naufragado,
ni mis ganas ni tus buenas intenciones nos bastaban;
me pesó el pasado como un diamante negro en las pestañas
mientras encogías los hombros
vaciando el aire de tus bolsillos.
Éramos tan viejos con años cargados en un mapamundi,
los pájaros adivinaban desde dónde huíamos,
los cazamos todos, jugamos a buscarnos uno al otro,
colgamos un cartel de recompensa por nuestras cabezas;
el espejo se hizo tarde, se hizo de verdad,
nos convertimos en nuestros propios verdugos.
Corrimos al mar en horas distintas, pero nos echó fuera,
la sal en nuestras venas era como mala suerte
y tu corazón de luna mareaba al movimiento de las olas;
me quedé a esperarte sobre un muelle abandonado,
los pescadores y fantasmas me cobijaron con sus redes,
colocaron anzuelos dorados en mis dedos entumidos;
cuando la tormenta se hizo grande, fui con ellos a la orilla.
III
Si me vieras arder cuando lanzo anzuelos por los ojos
a un mar de hombres casi hechos incendio en verano;
viven del remordimiento a los relojes
y brújulas entre el salitre.
Los días de mi vida no tienen alas ni hojas abiertas,
se enlazan a los hechos más constantes bajo el sol,
son actos grises, casi las caricaturas de ellos mismos.
Aún brillo en los lugares reservados para otros nombres,
a veces me cubro de voces como estrellas de mar fugaces;
otras más, de un oro pagado en una sangre ajena.
Con las rodillas enmarcando un espacio en el piso,
cargo con tus penas y las piedras con que erigen las iglesias.
¿Aún quisieras levantar la casa de mis sueños en ruinas?
¿Tú sabrás que todavía me aterras durante los insomnios?