Robert Louis Stevenson, el hombre hecho de palabras y sombras
Allí donde la luz no alumbra,
tal vez alumbre la sombra.
-Roberto Juarroz
Desde sus primeros años de vida, la salud de Robert Louis Stevenson (13 de noviembre de 1850, Edimburgo, Escocia) se vio amenazada por la neumonía, lo que lo obligó a permanecer en cama y asistir de forma irregular a la escuela. Su madre, afectada igualmente por enfermedades respiratorias, dejó en manos de su padre y de una nodriza su educación. Criado como calvinista, el relato de diversos pasajes de la Biblia y alegorías e historias sobre la maldad y la bondad llenaron sus noches, atormentándolo con pesadillas (que describiría a detalle mucho después, en un ensayo titulado “Un capítulo sobre los sueños”). Así germinó la semilla de la dicotomía bondad-maldad que, más tarde, constituiría la esencia de su literatura.
Durante la adolescencia, los viajes con su padre influyeron en su escritura, y en 1866 publicó, gracias a su apoyo, su primer libro: la novela Pentland Rising, que no generó mucha expectativa.
Estudió ingeniería náutica por indicación de su progenitor, pero lo dejó al poco tiempo. De aquella época, lo más destacable fue su amistad con Henry James. Después estudió derecho, mas su carrera fue muy corta: en 1876, la incipiente tuberculosis, enfermedad que repercutió en su físico y ánimo hasta su muerte, lo hizo comenzar a viajar en busca de un clima menos duro por prescripción médica. Con el sufrimiento mordiéndole los tobillos desde pequeño y a donde quiera que iba, comenzó a abandonar un continente para pasar a otro, intentando postergar lo inevitable. Viajar se convirtió en una de sus pasiones.
Gracias a su peregrinar, conoció a Fanny Van de Grift en Francia, quien experimentó de primera mano la trágica enfermedad que lo aquejaba, pues su hijo más pequeño, afectado por tuberculosis osteoarticular, había muerto hacía poco entre la agonía de huesos rotos que rasgaban su piel y músculos antes de cumplir los 5 años. Gracias a ella, Stevenson viajó a América, donde se inmiscuyó en la crítica social al proclamarse contra la supremacía blanca, la discriminación racial y las masacres de los indios nativos. Más que una esposa, Fanny fue su cuidadora.
Al empeorar su salud, la pareja volvió a Edimburgo, después viajaron a Alemania y Suiza, y vivieron un tiempo en la finca que heredó el escritor al suroeste de Edimburgo. Más tarde se dirigieron a Nueva York, de ahí a San Francisco y, por último, arribaron a Samoa, último refugio de la pareja y donde los nativos apodaron a Stevenson como Tusitala: “el contador de historias”.
Stevenson, asiduo a las obras de Alexandre Dumas, Daniel Defoe y E. A. Poe, y a pesar de su maltrecha salud, no dejaba pasar una noche sin beber y fumar con sus amigos. Prefería disfrutar cada instante que cuidarse en exceso para preservar una salud exigua. Para él, a pesar de los dolores y el sufrimiento derivados de su enfermedad, aunados a los padecimientos por las grandes cantidades de alcohol que ingería, disfrutar la vida era primordial: “Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único importante: vivir”. Además, era generoso: repartía el dinero que recibía por su obra entre literatos cercanos menos afortunados.
Stevenson, a pesar de sus padecimientos y de su vida itinerante, es uno de los escritores británicos más reconocidos y cuenta con una obra prolífica y diversa: poesía, novela, cuento, ensayo y crónica (actualmente, las editoriales Mondadori [en narrativa] y Páginas de espuma [en ensayo] se han encargado de recopilar su obra).
Logró una técnica precisa y personajes perturbadores, complejos y humanos. Stevenson retrató aspectos específicos de la condición humana como la ya mencionada dicotomía bondad-maldad, así como situaciones aciagas en escenarios ominosos y oscuros. Su genio e imaginación cautivó e inspiró a creadores de distintas latitudes como Jorge Luis Borges, Bioy Casares, Joseph Conrad y H. G. Wells.
Su literatura de aventuras y las crónicas de viajes se se basan en la acción. Asimismo, creó obras maestras que pueden clasificarse dentro del terror, como los cuentos “El ladrón de cadáveres” (1884), basado en un hecho real en su natal Edimburgo durante 1829 (esta historia, enfocada en crímenes como asesinatos y profanaciones de tumbas, inicia cuando el doctor Macfarlane le descubre el secreto de cómo consigue cuerpos para las prácticas a un exalumno de medicina), o “Markheim” (1887), inscrito dentro de la tradición del doble malvado cuyo protagonista es un asesino que termina por recibir ayuda del diablo. La violencia y el horror están presentes por igual en “Los juerguistas” (1887), donde Gordon, un hombre enajenado, alcohólico y obsesionado con el mar, esconde el secreto del tesoro de un naufragio entre las rocas donde, poco después, morirá.
Stevenson no polariza a sus criaturas en perversas y bondadosas, sino que expone toda una gama entre esos dos extremos. El personaje que mejor ejemplifica lo anterior es John Silver “el Largo”, el pirata con pierna de palo que funge como cocinero de La Hispaniola en La isla del tesoro (1883). Manipulador, hipócrita y con características psicópatas, se descubre como un asesino despiadado conforme avanza la trama. A pesar de su deslealtad, su aprecio por el protagonista es sincero, a quien incluso llega a proteger. Aunque representa la maldad, John Silver es el personaje más humanizado de la novela. Conoce la simpatía y es ingenioso. En palabras de la escritora argentina Esther Cross, “Los personajes de Stevenson son tridimensionales, y Long John Silver es un poliedro.”
En cuanto a los escenarios ominosos, “Olalla” (1885), resultado de uno de los sueños perturbadores de Stevenson, se desarrolla en un sitio siniestro donde la naturaleza tiene un poder superio. Aquí, una misteriosa familia en decadencia recibe como huésped a un soldado, quien descubrirá un monstruoso secreto.
A principios de 1886, su novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde —también concebida en amargos sueños, escrita en pocos días, quemada posteriormente por resultarle repulsiva y reescrita después— lo posicionaría como uno de los escritores más famosos tanto en Europa como en Norteamérica. En esta obra, que calca la época hipócrita y doblemoralista victoriana, Stevenson indaga en la oscuridad propia del ser humano (lo que Jung describiría como la Sombra, uno de los arquetipos del inconsciente) y retoma la dicotomía del bien y el mal.
Inscrita aún dentro de la literatura gótica, parte de su éxito se atribuye al enfoque moralista que el público le otorgó (Jekyll vive tan absorto en su vida onírica, que incluso duda de la misma realidad, lo que lleva a la obra más allá de este simple moralismo).
Stevenson representa en sus personajes la benevolencia y la malicia en la acción, pero también en sus rasgos físicos. Mientras que la moral de Jekyll es ambigua, Hyde solo alberga maldad. Las cavilaciones del doctor lo llevan a reflexionar sobre la dualidad del hombre que, en realidad, es una multiplicidad: “…El hombre no es unidad, sino dualidad. (…) continuando el camino de mis investigaciones, descubrirán acaso que el hombre no es un individuo, sino una república habitada por ciudadanos múltiples e incongruentes…”.
En El señor de Ballantrae (1888), Stevenson retoma el argumento del doble maldito con James Durie y Henry Durie, hermanos antagonistas. Mientras que el primero está lleno de odio y maldad, el rencor perturba tanto al segundo, que lo vuelve perverso. Aquí, el poliedro anunciado por Cross se representa a la perfección: la bondad y la maldad no son un dualidad, sino una gama de tonalidades e indeterminaciones.
James, alevoso e impulsivo, vive persiguiendo la esperanza de triunfar en la vida, mientras que, sin buscarlo, el que resulta victorioso es Henri, quien, a pesar de ostentar rasgos positivos, está repleto de oscuridad. El enfrentamiento constante entre los hermanos, derivado de nuevo del tema del doble oscuro o malvado, culmina en fratricidio. En cuanto al escenario, aparece otra vez el océano como una fuerza inconmesurable y tenebrosa, al igual que una mansión en un sitio tétrico y montañas desoladas cubiertas de nieve.
En El diablo en la botella (1891), Keaue, el protagonista, compra la botella y recibe su maldición. Puede pedir cualquier deseo (a expensas siempre de una calamidad) excepto la inmortalidad. Así, al obtener la mansión anhelada a costa de la muerte de su tío, decide aceptar lo bueno a pesar de lo malo.
Volviendo al Tusitala, cuando su enfermedad empeoró al grado de afirmar que “era un amasijo de respiración entrecortada y un catálogo de dolores, una representación de la muerte”, realizó un viaje en crucero durante dos años por el Pacífico junto con su esposa, los dos hijos de esta y su propia madre. Tras conocer lugares como Honolulu y Tahití, se instalaron en Samoa, donde Stevenson se involucró en la política y las artes y abogó por los derechos de los aborígenes. Se negó a continuar su eterno peregrinaje y continuó escribiendo. Su última residencia fue una mansión en Apia, que ahora es un museo que exhibe primeras ediciones, múltiples fotografías, muebles, artículos personales y una estatua del escritor.
La particularidad de las tramas, la claridad en la prosa, el ritmo fluido, la descripción de los escenarios y la profundidad de los personajes del Tusitala son insuperables.
Stevenson se asomó a los rincones más oscuros y mostró sus descubrimientos. Echó un vistazo al abismo humano sin ser devorado, no temió empaparse en sus propias tinieblas, ésas que lo abrazaron desde pequeño, porque buscaba comprenderlas.
En 1894, meses antes de morir, reveló: “Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos”. Tras desconocer su propio rostro, perdió la consciencia debido a un derrame cerebral. Horas después, falleció. Su tumba se ubica en el monte Vaea, en la isla Upolu, sitio con vista al oceáno que tanto amó.
No hay luz sin oscuridad. La maldad y la bondad nos constituyen, somos seres plurales. El gran Tusitala entreveró historias sombrías y luminosas mientras su propia existencia se debatía entre la vida y la muerte, en una perpetua disputa entre su propio mundo onírico y el real.