Reloj de Bolsillo
Para Concha
Quien ha mirado lo presente ha mirado todas las cosas: las que ocurrieron en el insondable pasado, las que ocurrirán en el porvenir.
Marco Aurelio
Ni siquiera tocaron la puerta. ¡Tiene un minuto para salir, cachiporro hijueputa! gritaron a destiempo los tres hombres de ruana, sombrero boyacense y revolver corto antes de que el más diestro, un joven rechoncho de mejillas coloradas, maniobrara la ganzúa. Cecilio no está, yo estoy sola con mis hijos, váyanse o no respondo, advirtió una voz femenina desde la triste chabola de concreto y techo de zinc.
Y era cierto, en ese instante Cecilio Tolosa estaba en un bus de camino a la ciudad. Con la cara pegada a la ventana dormía profundamente, como siempre que viajaba en un carro cuyo conductor no era él. Esa tarde la emboscada había tomado por sorpresa a los liberales pero a él lo salvó su reloj. Era un reloj de leontina bañado en plata falsa, recubierto por un relieve en espiral que le daba una bella silueta. Al presionar la aguja superior se abría la tapa y revelaba la mica de cristal, el tablero dorado, las agujas y el dispositivo de pequeños engranajes en constante movimiento circular. Cecilio ataba la cadenita a la trabilla del pantalón y lo metía en el bolsillo izquierdo de su camisa. Desde que lo compró tenía el mismo problema; cada día se retrasaba un minuto y debía llevarlo con el relojero siquiera dos veces al mes. Pero las premuras del partido y su guerra lo habían distraído de esa diligencia.
Esa mañana Cecilio había acudido quince minutos tarde a la reunión, pero justo a tiempo para ver la masacre de sus camaradas a manos de los chulavitas y la policía de Susacón. Las ráfagas de metralla, las granadas y los cocteles molotov provocaron un incendio que calcinó a diecinueve buenos hombres en una de las tres casonas del pueblo. Al oír el primer tiro guardó la enseña roja, enfiló por las callecitas empedradas y apenas pudo se metió al salón de billar para botar los panfletos en una caneca. Se tomó un aguardiente, se repitió que de nada le habría servido hacerse matar y volvió a su casa. Allí empacó lo necesario en una valija, se despidió de su hija, de su mujer y subió al bus de las tres de la tarde.
Antes de que la ganzúa vulnerara el seguro, el doble cañón de una escopeta se asomó debajo de la puerta e hizo fuego sobre los tres hombres.
***
Parecen nubes en miniatura, susurra Doña Concepción de Tolosa al ver los copitos de nieve que, del otro lado de la ventana, caen sin prisa a las calles de Berlín. Abre su mano arrugada y toca el cristal como si quisiera agarrarlos, luego frota la hoja de la ventana para limpiar la fina capa de vaho que distorsiona el cuadro navideño que ofrece Alexanderplatz. El toque del reloj marca la hora y repite el mensaje “Feliz año 2018”. Una sonrisa se asoma a su rostro.
—¿Estás bien, abueleta? —dice Valentina en un torpe castellano mientras limpia con una mano las boronas de galleta que siente en las comisuras de los labios y se deslizan por su vestido de seda.
—¿Mija, su taita no vino hoy? —le pregunta la anciana, pero la niña apenas si entiende algunas palabras en la lengua de su familia lejana—. Dígale que mejor no vuelva por acá, que los Godos lo siguen buscando.
Valentina camina al fondo de la sala, busca entre la caja de vinilos, saca los boleros de Julio Jaramillo y pone a girar el disco en el viejo gramófono. Es un gesto automático que aprendió de su madre ante esas crisis repentinas de la abuela. Últimamente solo la música apacigua a Doña Concepción, que se sienta en la poltrona y se duerme en cuestión de minutos.
Dicen que con el tiempo los recuerdos se esfuman,
Se ahonda en el olvido lo que fue una pasión,
Mentira, cuando mueras y bajes a mi tumba,
Verás que aún por ti arde la llama de mi amor.
***
Al llegar a Tunja ya era de madrugada. Cecilio se bajó en el primer paradero, el del parque central. Conocía la ciudad por sus diversas idas y vueltas políticas. Distribuía panfletos entre los campesinos de las veredas; organizaba mítines en tabernas, casas abandonadas e incluso en las iglesias si daba la excepción de que el cura era aliado (la mayoría eran conservadores); improvisaba caletas en potreros frondosos y molinos donde metía las bolsas de dinero y armas que lograban adquirir con ayuda de los pocos hacendados rojos. Pero en Tunja casi nadie lo conocía porque actuaba de noche. Se sentía extraño transitando las calles mal pavimentadas a la luz del día.
Si me voy a morir, que no le pase nada a mi familia, que se vayan a un lugar tranquilo donde puedan ver el mar, C. T. Así decía el telegrama que recibió en Bogotá el secretario general del partido –un cargo que más que un reconocimiento era un riesgo en medio de la guerra partidista. Al salir del telégrafo, Cecilio fue a la tiendita que estaba junto a la catedral. Su reloj daba las nueve, así que debían ser las ocho y media. Se sentó, pidió un pocillo de agua de panela con queso y un tabaco.
Tan pronto vio el puesto de Joaquín Piedrahita rodando hacia la plaza se sintió más tranquilo, pero luego le pareció una mala señal. Eso indicaba que ahí nadie sabía sobre la matanza del día anterior. El chillido de los rodachines, la imagen del cubículo de madera ajada y el parasol andante lo reconfortaban. Don Joaquín era un lustrabotas que militaba en el partido desde hacía años. Cecilio lo saludó con un fuerte apretón de manos. Se subió al asiento de cuero, le pidió La Razón y se hizo lustrar los zapatos. Conversaron disimuladamente mientras fingía leer el periódico, que no anunciaba ninguna noticia relevante.
Antes del mediodía, dio con el lugar. Era una pequeña pensión frecuentada por obreros y choferes en las afueras de la ciudad. La habitación era austera: un catre, un espejo oval medio roto, una mesita de nogal y un retrato del presidente Mariano Ospina Pérez. Era perfecto, pensó, sería el último lugar donde vendrían a buscarlo. Pagó dos noches por adelantado, trancó la puerta, metió las almohadas en las cobijas para que semejaran un bulto humano y quitó el retrato de ese hombre despreciable que había tenido una correspondencia con Benito Mussolini. Luego se apostó detrás de la puerta, sentado en una butaca, con el revólver metido en la funda pero cargado. Los años le habían enseñado a dormir sentado y listo.
Varias veces esa tarde se alertó en vano al oír afuera los vivas a Laureano Gómez y el partido conservador.
***
Según el médico, la enfermedad de Doña Concepción es leve pero irreductible. Sus raras evocaciones y sus olvidos cotidianos no son de extrañar. Los pasajes de su memoria se van deteriorando como un viejo disco rayado que apenas reproduce las primeras canciones del álbum. El trastorno primero araña lo inmediato, lo que acaba de suceder. No recuerda dónde puso sus lentes, las llaves, el vaso de agua. Después se acerca a la esencia, al dato básico. Los recuerdos familiares, los famosos que salen en televisión, los vecinos de enfrente. Finalmente lo carcome todo. La hija duda que vuelva a reconocerla, pero no se atreve a preguntarlo en su presencia aunque esté dormida. Valentina, en cambio, sólo entiende que la abuela entristece a su madre. Antes de irse el médico aconseja seguir con los boleros, que desempolvan el antaño y mantienen vivo el sentimiento.
Al despertar Doña Concepción se gira y escarba en su mesa de noche. Su hija entra a la habitación con un té de Frisia. Ella la mira con ojos alegres.
—Señorita, estoy buscando un cofrecito de madera. Es rojo y tiene un candado. Es un viejo regalo de mi esposo. ¿Me podría ayudar a buscarlo?
La hija asiente a regañadientes. Siente un extraño desconcierto, una rabia que no puede dirigir hacia algo o alguien. La frustración es un callejón sin salida, piensa. Es consciente de que su madre no la está olvidando a propósito, pues eso no solo sería perverso (y la anciana nunca ha dado muestras de tal vileza) sino sobre todo imposible; si uno pudiera olvidar con el simple deseo de hacerlo, se habría evitado la mitad del dolor y el sufrimiento humano, que viene exclusivamente de las abstracciones de los recuerdos.
***
El destornillador no entraba en la ranura, ni siquiera la fina lama de su navaja suiza. No había nada que hacer por ahora, no podría reparar el reloj. No sabía bien por qué lo seguía conservando, quizás eran las pequeñas necedades que labran el carácter de la gente terca. Concepción le dijo que lo tirara y él le iba a probar que podía hacerlo funcionar. Con un poco de suerte podría regalárselo a su hija para que lo usara cuando grande, esperaba con más angustia que amor verlas a ambas en veinticuatro horas. Ya juntos se burlarían de su terquedad, que él solía asumir con orgullo idiota, como se asumen casi todos los orgullos.
Llevaba tres días idénticos metido en el cuchitril, luchando aguerridamente contra el tedio. Hacía ejercicio, le sacaba brillo a sus zapatos con una bayetilla, revisaba el mapa de la región, las vías de escape hacia Antioquia o Cundinamarca, releía atentamente a Máximo Gorki, a Camilo Torres y se divertía con los disparates del ponebombas Biófilo Panclasta. Sabía que el aburrimiento nublaba la atención y eso aumentaba las posibilidades de cometer un error fatal. Y él no pensaba caer en ese juego. Había visto a mucha gente morir de aburrimiento. Por eso se mantenía fiel a su rutina: salía una vez al día, entre las ocho y las nueve, usaba boina y lentes para esconder el rostro. Vaciaba la cubeta con sus desperdicios, comía todo lo que podía en la misma tiendita, luego compraba tabaco, dos botellas de agua y el periódico. Antes de volver al cuarto miraba la hora en el radiorreloj de la casera. Regresaba a las diez y media a más tardar.
Según El Colombiano la ofensiva de los conservadores era imparable. Las escenas de horror abundaban en Santander, Boyacá y el Valle del Cauca. Los cortes de franela eran una constante en las tácticas de los conservadores: disponían hasta diez cuerpos en hileras al estilo de una formación civil, todos bien vestidos, como si les hubieran limpiado la ropa después de matarlos; a los hombres les dejaban el sombrero de ala corta, a las mujeres la cofia o el chal, las manos amarradas por detrás de la espalda y en la parte baja de los cuellos una incisión horizontal que abría un hueco del tamaño de una pelota de tenis desde donde salían las lenguas y caían casi hasta el esternón. Por lo general había un letrero junto a los cadáveres: “Chusmeros: se hacen cortes y confecciones gratis” o “Apretamos nudos de corbata a cualquier cachiporro”. Los godos les decían “cachiporros” por el diablo, que es rojo y tiene cachos en la porra. En el partido respondían que los cachos eran de los conservadores, pues sus esposas los engañaban con ellos, recordó Cecilio. La idea le sacó una tímida sonrisa, la única en los últimos tiempos.
Ese día su rutina cambió por un solo detalle: se encontró con don Joaquín en el parque central. Ambos iban vestidos de azul, como era ley desde hace unos días, pero al quitarse los sombreros para saludar relucía en su interior una banda carmesí. Cecilio le entregó a Joaquín un sobre amarillo sellado y con etiqueta de Susacón. Cita en el terminal de Tunja a las 6 pm de mi reloj. Concepción sabría reconocer la estampa de su anillo en la cera.
***
La mano entra lentamente en la caja de cartón, se sumerge casi hasta el codo. Palpa entre libros, pedazos de papel, superficies lanosas y plásticas. Recorre los bordes, agita las cosas, de vez en cuando sale y se abre pero en la palma no queda más que basura. Valentina ha abierto y revuelto en vano tres cajas con la etiqueta de “Colombia”. Su madre entra al cuarto y la mira extrañada.
—¿Qué haces?
—El cofre de la abueleta, no lo encuentro… —balbucea.
—Tal vez no existe. ¿Por qué entraste sin permiso?
—…
—Aquí están las otras cajas —dice la madre señalando un montón sobre el armario.
Madre e hija pasan la tarde buscando entre archivos, cachivaches y ropa vieja. Una vieja chaqueta de lino llama la atención de Valentina, que la toma entre sus manos. Su madre la insta a ponérsela, pero en vez de regarse en elogios sobre lo bien que le queda, clava su mirada en la caja. Antes de que pueda decir algo, retumba un portazo en la habitación. Doña Concepción avanza unos pasos con dificultad. La bata blanca hasta los tobillos, los arcos de sudor bajo las axilas y las ojeras que parecen moretones le dan el aspecto de un fantasma asustado. Su cuerpo trémulo avanza a duras penas, como si en cualquier momento fuera a desmoronarse.
***
Las últimas luces vespertinas caían sobre Tunja. La esfera solar se acostaba tras los cerros de la cordillera oriental y la sierra de los cobardes. El terminal apenas se reconocía por un letrero de madera desvencijada con letras azules. Estación Tunja. Concepción recorrió nuevamente las dos calles que conformaban su perímetro. Se paró, se recogió el dobladillo de la falda, se enderezó la cofia gris, agarró con más fuerza a la niña. Varios hombres con traje de corbata y sombrero hacían la fila. Le preguntó la hora a uno de ellos, al único que fumaba un tabaco largo. Eran las cinco y veinte, Cecilio no debía tardar.
Los autobuses de hojalata hacían un ruido descomunal, incluso parados. Parecían bestias de carga u otro animal que Concepción no atinaba a encontrar. Supuso que los choferes dejaban el carro prendido porque el frío era mañoso y podía tullir hasta un motor. Al fin lo adivinó, el resuello le recordaba a Duquesa, Gitano y Cartucho, los potros que tuvo que desatar y abandonar a su suerte antes de salir de Susacón.
Sintió una mano en el hombro y al girarse descubrió con decepción que no era Cecilio. Un hombre gordo, de bigote, ruana y boina azul se presentó como el amigo de un amigo y le entregó con recelo un cofre rojo donde había “lo necesario para largarse y empezar de nuevo”. El ayudante del conductor anunció con voz de adolescente el abordaje de los pasajeros. El hombre le dijo que fuera a Bogotá y buscara al secretario general en las oficinas del partido. Antes de esfumarse entre la multitud le deseó buena suerte y le sonrió a la bebé.
Concepción eligió uno de los asientos traseros porque sospechaba que ahí podría llorar sin molestias. También comprobó que era la única mujer que viajaba sola.
El bus se echó a andar con su habitual traqueteo. Al salir de la ciudad un ruido despertó a la bebé de su sueño profundo. Concepción se dispuso a darle teta para que no llorara. Afuera, un grupo de hombres a caballo disparaba al cielo y gritaba algo inaudible. Los reconoció por la solapa azul oscura, eran chulavitas. Cuando el bus pasó junto a ellos Concepción empujó la ventana corrediza con su única mano libre y oyó su sentencia, ya no quedaban más liberales en Colombia. La bebé, ajena a todo, chupaba del seno juiciosamente.
***
Valentina se acerca al cuarto en puntitas de pie, se asoma a la puerta entreabierta. La abuela todavía duerme, parece que no le ha vuelto la fiebre. Atraviesa el largo pasillo de paredes blancas, vuelve a la sala. Su mamá está sentada en el sofá, fuma un cigarrillo y un llanto tenue moja sus mejillas. Está leyendo el papel amarillento que estaba en el cofre, junto al viejo reloj de cadenita. Valentina piensa que no quiere aprender a leer para no llorar como su mamá. Tiene ganas de poner un bolero pero eso despertaría a la abuela. A su lado hay un par de maderos que podría echar a la chimenea, pues el frío navideño arrecia.
Si no llego a las seis móntese en el primer bus a Bogotá, mi amigo las ayudará a encontrar un lugar bonito donde haya mar, relee y no sabe si tirar esa hoja al fuego. Para evitar ese dilema toma el reloj en sus manos; admira la forma del enchapado, las espirales de la tapa, se queda hipnotizada viendo las argollas que componen la cadenita dorada. Piensa en quienes no contaron con la suerte de tener un reloj dañado como su padre, en quienes dejaron de nacer por falta de un azar semejante, de un accidente. Imagina que en esa pieza de metal se esconde el tiempo que les faltó con él, pero también encuentra la vida que tuvo junto a su madre y ahora su propia hija. Más que nunca le parece cierto que las vidas están atadas la una a la otra, como las amarras de un barco. Si uno corta una cuerda, el resto se cae. Resuelve que no tendría caso entregarle el reloj, ella misma decidió no sacarlo nunca del cofre.
—¿Puedo echar este? —pregunta Valentina señalando uno de los troncos.
—Sí.
La flama disminuye tan pronto el madero entra a la chimenea, pero unas crepitaciones indican que el fuego ha empezado a devorarlo. Madre e hija se quedan oyendo los pequeños estallidos, hipnotizadas. De pronto suena el timbre.
—Son las cinco, debe ser el doctor.