Reflexiones en el Río Cardenal
Para Iván, Valeria, Pani y Hernán, que lo vimos juntos.
El último cuadro religioso de Goya – y, según los críticos, el mejor- es “La última comunión de san José de Calasanz” (1819), que retrata al pedagogo aragonés a los 92 años, a poco de morir, recibiendo la comunión de manos de un presbítero que más bien parece Dios mismo extendiéndole el cielo abierto al santo. Calasanz murió muy viejo, cumpliendo la bienaventuranza del libro de los Proverbios: “La vejez es la corona del justo” (Pr 16, 31), no sin antes haber padecido la suspensión como superior de la orden e incluso la disolución de la misma, víctima de las envidias de los romanos que veían en el proyecto educativo de José la defensa de ideas contrarias a lo que competía a un sacerdote de la época: que todo el mundo, pobre o rico, cristiano o judío, tenía derecho a la educación.
En el cuadro de Goya se retrata una Iglesia oscurísima, y la única luz que hay en él proviene de lo alto, de fuera de la Iglesia, entra desde un lugar otro, el lugar divino. Se trata, pues, de una declaración de principios, un panegírico de la fe sin institución, casi contrapuesta a ella. Al lado de Calasanz, en la zona baja del cuadro, se agolpan todos los que acompañan y admiran al santo; una reminiscencia, para mí, del icono ortodoxo que representa la Entrada de Jesús a Jerusalén, adorado por los niños descalzos, pobres e indefensos reivindicados por su Mesías.
Esta composición se ha repetido en la historia de la Iglesia entre sus más insignes miembros una y otra vez: el santo exiliado de la paroikía, encarnando la residencia en el exilio que su madre se había resistido a encarnar. Su última representación la llevó a cabo Ernesto Cardenal, yaciendo en una cama de hospital, ataviado con su ornamento litúrgico ordinario, anciano y rebosante de alegría. El papa Francisco le había levantado la excomunión a la que lo habían sometido al alimón los dos pontífices que le precedieron por defender una doctrina considerada herética y llevar a cabo encargos de carácter político siendo un clérigo, como si la descarga anticomunista de Wojtyla y la persecución de quienes denunciaban la mafia pederasta dentro de las esferas más altas de la Curia no hubiera significado una acción política, con efectos por demás perniciosos en el orden temporal. Quienes esto saben, que son cada vez más, reconocerán que Cardenal supo situarse del lado correcto de la Historia, es decir, a la vera de la Historia, en la periferia de ella, por donde la Historia no pasaba y se vio obligada a pasar, y que quienes lo quisieron silenciar, expulsar de la comunión de la Iglesia, más bien le abrieron la puerta para ejercer la comunión en libertad, para ampliar la comunidad entre los desposeídos, entre aquellos para los cuales el Espíritu de la liturgia de Guardini resultaba irrealizable porque ni incensario, ni ostensorio ni salones para celebrar la liturgia renovada.
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En el seminario, donde teníamos prohibido leer a Nietzsche o a Sartre, sí encontré, en cambio, un compendio de los Salmos comentado por el cardenal Gianfranco Ravasi. Dos o tres tomos dedicados a la interpretación y exégesis de la poesía bíblica más excelsa, al lado del Shir Ha Shirim, el Cantar de los Cantares. Junto a la referencia a muchos otros exegetas, Ravasi había incluido una breve mención y un par de citas de los “Salmos” de Ernesto Cardenal, quien había revisitado en clave marxista y poesía beat los 150 poemas del maestro de coro, David. Recuerdo, entre otros, la mención del Salmo 1:
Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido
ni asiste a sus mítines
ni se sienta en la mesa con los gangsters
ni con los Generales en el Consejo de Guerra
Bienaventurado el hombre que no espía a su hermano
ni delata a su compañero de colegio
Bienaventurado el hombre que no lee los anuncios comerciales
ni escucha sus radios
ni cree en sus eslogans.
Será como un árbol plantado junto a una fuente.
En ese entonces me impresionó la lectura que Cardenal hizo de un salmo que otros teólogos, contemporáneos suyos o de generaciones posteriores incluso, habían usado para leer en él, en su remisión a los “impíos, que son como la paja que se lleva el viento”, la repulsión de Dios por los homosexuales, las mujeres que hacían un uso de su sexualidad que contravenía la moral cristiana, los comunistas ateos, los que pugnaban por un mundo más justo, en el que tenía más rostro de Cristo el que padecía hambre que el apologeta que maldecía a las sectas protestantes desde la silla giratoria de su empresa extractivista. Me impresionó que fuera posible releer en una clave tal los Salmos y que, siguiendo el precepto de Cristo – “El que tenga oídos para oír, que oiga” (Mc 4, 23)- lograra entrever en esa interpretación una cercanía indiscutible con la naturaleza de los salmos, mucho más que la prédica estéril y ocultista.
Algo así como lo que experimentó Marx al leer la Primera Epístola de Pablo a los Corintios, detrás de cuya referencia a la segunda venida de Cristo, en la que los cristianos ejercerían una Klésis, una vocación, en la que todo lo que se hace y se es carece de importancia, fuera del ser llamados al Reino e impeler la llegada del Reino a la Tierra (los que están desposados vivan, estándolo, como si no lo estuvieran; los que trabajan, como si no trabajaran, etc. (1 Cor 7, 29-31) ), Marx entrevió el surgimiento de una casta descastada, una clase, un Stand, que representaba la escisión entre el individuo y su figura social y que, por lo tanto, en palabras de Agamben, era “la única que podía abolir la división misma en clases para emanciparse a un tiempo a sí misma y a la sociedad entera”. ¿Con qué lentes hay que ver para que, haciéndole justicia al texto sacro, de allí se detone una revolución, una recomposición del mundo? ¿No decía Isaías eso? La palabra de Dios es como la lluvia que cae sobre la Tierra y no vuelve a él sin haberla fecundado y rendido sus frutos (Is 55, 10-13). La lectura canónica multisecular no llegó a esas interpretaciones o al menos las constriñó. Había que estar a la vera del camino, marginado, para ver lo que nadie vio. Para no formar parte de la condena evangélica de los que viendo no vieron, y oyendo, no llegaron a entender.
Justo ése es el enorme valor que tiene un poeta como Cardenal. Para un público que pertenecía al ala más conservadora de la sociedad, obcecada con la doctrina farisaica, los católicos de cepa, Cardenal estrecha un puente por el cual transitar, desde la imaginería, la lógica cristiana, hacia el mundo secular, hacia la realidad misma a la que es imposible voltear cuando se te dice desde el púlpito que todo lo que no esté motivado por la Revelación debe descalificarse a priori. El no dialogar con el diablo, como interpreta la Iglesia el gesto de Jesús en el desierto en medio de las tres tentaciones, consiste precisamente en ni siquiera poner a discusión los estamentos de la fe con quien no la reivindique. La escolástica, que es una clausura en sí misma y que se recrea en la circularidad perfecta de su necedad, sigue siendo operante y recomendada en la Iglesia dogmática que rige las comunidades de fe que profesan fidelidad absoluta a Roma. En el seminario me estaba prohibido leer a Nietzsche, porque, como me confesó alguna tarde el arzobispo de la diócesis a la que estaba suscrito, lo último que le interesaba en los primeros años de formación de los chicos, era que los seminaristas pensaran. No exagero en mi afirmación. Porque pensar siempre conlleva un peligro, un periculum, es decir, un intento, un riesgo, un ir a la ventura. Como caminar en la periferia. Me estaba prohibido leer a Nietzsche, decía, a Marx. Pero a Cardenal no.
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Después de convencerme de la no-existencia de Dios en la Amazonía peruana, viendo a gente morir de hambre, mujeres golpeadas hasta casi desangrarse, un niño caído a un pozo y reclamado por su mamá de trece años cuatro días después de haber muerto por hallarse ella en otra isla a tantos días de distancia, la lectura de Cardenal me dotó de una clave de interpretación de la realidad, todavía religiosa, todavía centralmente cristiana, donde los aniwin, los pobres predilectos de Dios, elegidos por él para ser el pueblo separado de entre todos los pueblos y levantado del polvo, tenían cabida, eran ellos el rostro mismo de Cristo y los agentes de su propia historia, los verdaderos Siervos de JHWH, los ungidos. Y donde, para entender a cabalidad el evangelio, era indispensable situarse en el Sitz im Leben del pueblo al que Dios se revelaba.
El Sitz im Leben que, según los teólogos de la liberación, en América Latina es y había sido siempre el martirio. No pudo conmigo Romano Guardini, ni siquiera Jacques Maritain y Raissa, que habían decidido suicidarse si en unos cuantos meses no hallaban nadie que les convenciera de lo contrario hasta que llegaron a Husserl -aunque alguna luz me dieron-. La poesía de Cardenal es afirmativa, bendice, cual pobre de Asís, lo creado, maldice lo que destruye la creación de Dios y anuncia incluso, contra la fatalidad posmoderna europea, un hombre nuevo, la resurrección final, un mundo en el que ya no reinará el caos y la confusión, la “alfombra fétida / de detergentes coca-cola ketchup / shampoos kellog / chile Tabasco frascos bolsas plásticas / bolsas bolsas / pasta Colgate crema Gillette llantas / envases vacíos / Agua de Colonia latas abiertas / Listerine caja de / kleenex pedazo de zapato gato / muerto trapos kotex / platos de cartón potes de pintura / juguetes florero / roto… / todo flotante / en el suave vaivén del/ agua”.
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Ernesto Cardenal nació en el año de 1925, uno después de que Vallejo fuera internado de una hemorragia intestinal, cuyas horas describiría como “más, acaso, mucho más siniestras y tremendas que la propia tumba”, el trauma que detonaría su genial escritura, arrastrando la lengua castellana contra el sentido; uno antes de que naciera mi adorada abuela, quien -viuda a los 46, con once hijos y una enfermedad mental- ya antes se había rebelado contra la traditio -la había traicionado-, cambiándose el apellido de su padre putativo que la llamaba negra cambuja y, sin dejarla vivir en su casa, la obligaba a ir por el mandado de madrugada con su madre todos los días; la misma que, tras infructuosos intentos de su madre por disuadirla de casarse con un cantante bohemio e inestable -y con un oído prodigioso y una voluntad de afrontar la vida con su voz y la tercera guitarra de un trío- se rebeló de nuevo y formó una extensísima familia en la que el espíritu bohemio e inestable se multiplicó junto a la voluntad vital.
Casi cuarenta años después, el año en que Cardenal fue ordenado sacerdote, 1965, se publicó la “Oración por Marilyn Monroe”, en la que el poeta hace una defensa de la estrella y sex symbol muerta tres años antes, tras consumir una sobredosis de Nembutal, teléfono en mano, como si estuviera llamando a alguien, Amy Winehouse de su tiempo. La interpretación de Cardenal, vista hoy por hoy por uno que otro poeta como paternalista y hasta misógina, es que a quien Marilyn llamaba era a Dios mismo esperando que le tomara la llamada.
La angustia que en un religioso provoca la última hora cuando se carece de la extremaunción, Cardenal la resolvió como, ya no un grito, sino una plegaria de auxilio de quien había padecido el peso de la opresión de una sociedad materialista, falocéntrica e hipersexuada y que no había podido reposar jamás más que en ese sillón en el que extendió su cuerpo. La llama reiteradas veces “empleadita de tienda”, una que, como todas ellas, “soñó con ser estrella de cine” y en este diminutivo ven, quienes quieren, un desdén, un ninguneo de la vida común y el oficio agotador y honesto que encarna hasta hoy ese esclavismo por todo el globo terráqueo. A mí el diminutivo me suena cariñoso, lleno de afecto y desde su primera lectura me recuerda más bien al empleo que hace Juan de él en su primera carta: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, el justo” (1 Jn 2, 1). No me parecería del todo descabellado que el mismo Ernesto haya pensado en este pasaje cuando escribió el poema, poniendo el cuerpo para preservar el de ella, para guardarle su honra, diciendo:
Perdónala, Señor, y perdónanos a nosotros
por nuestra 20th Century
por esa Colosal Super-Producción en la que todos hemos trabajado.
Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes.
Más allá de la discutibilidad de la fe cristiana y sus esperanzas, Cardenal puso a disposición del poema lo mejor que tenía: el perdón vicario, la justificación inmaculada y la promesa de una vida beata más allá de los reflectores y la fama. ¿Dónde se hallaba, otra vez, el discurso institucional para aquellos años? Todavía a principio de siglo, la Iglesia se negaba a celebrar las exequias de quien hubiera muerto por la vía del suicidio – ¿qué no es ése el asunto principal del Despertar de primavera de Frank Wedekind?- condenándolo a priori no solo al infierno -que eso nadie podrá probar- sino a la maledicencia de su nombre entre quienes quedaran en el mundo. Además, para el año de la aparición de ese poema, todavía estaba vigente – le restaba un año- el Index librorum prohibitorum, que dividía el mundo entre herejes y fieles, entre creyentes y blasfemos, entre hombres y mujeres. Aunque del papel de la mujer en la Iglesia de entonces ni hablar, ni del modelo que se les endilgaba y cuyas contradicciones contemporáneas debían asumir con el escarnio y la satanización desde el púlpito. El lugar donde se sitúa Ernesto Cardenal -lamento contrariar a quienes no leen la historia con las claves de su tiempo-, está diametralmente opuesto al que ocupaba la iglesia-institución, cuanto más al respecto de una mujer que había decidido no someterse, con éxito o sin él, a las órdenes de sus jefes. No hay una celebración de la belleza de Marilyn en el poema, sino más bien un intento por entender los motivos de su muerte, el vía crucis que recorrió sin que alguien se detuviera a considerarlo. No hay una negación del viático, sino más bien un reconocimiento de la culpa propia y la colectiva, de la construcción de una sociedad que resultó irrespirable para una mujer, célebre como era. Tras el via crucis de la vida de mi abuela, carente de fuerzas para rebelarse siempre, sospecho qué habría escrito Cardenal, de qué lado habría estado. Creo que no está mal pensarlo así.
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“La poesía debe hablar de la vida, en el lenguaje del pueblo, no debe ser una poesía hermética, sino que se entienda y que transmita y que pueda explicar algo de lo que sienta el poeta. Y no debe eludir la política, menos en países de algunos de nosotros con problemas graves, con dictaduras militares, torturas, destierros, asesinatos. No se puede. Si uno quiere hablar de la vida tiene que hablar de la política”. Estas fueron las palabras que le escuché decir a Cardenal hace precisamente un año cuando la secretaría de Relaciones Exteriores lo trajo a México a celebrar sus noventa y cinco años, como una admonición de su pronta muerte. Lo paseaban en una silla de ruedas, con un poncho castaño que recordaba a los gauchos y a mí, en particular, a Mercedes Sosa, anunciando con su sola presencia los tiempos nuevos que él había avizorado y frente a los cuales mantenía su dignidad y su moral incólume, enemigo en sus últimos años del régimen que él había apoyado, inhóspito en su propia casa, y, sin embargo, profeta del advenimiento con el poder de salvar y condenar, no por sí mismo, sino por la vida que conservaba en sí, inagotable. Nos sentaron frente a él, ocho o diez poetas jóvenes, un par de autoridades, Cardenal con dificultades para oír, pero con una lucidez absoluta. Es decir, absuelta. Es decir, libre.
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Cuando volví del seminario, estando todavía repensando mi decisión de regresar a la vida religiosa, fui a hospedarme cinco días en el monasterio benedictino de Nuestra Señora de los Ángeles, escondido, como el Misterio, en un bosque empinado y frondoso, en cuya cima se encontraba una capilla desde la que mañana, tarde y noche se escucharían, como de otro universo, las alabanzas que rompían el voto de silencio de los monjes en honor a Cristo, su esposo, que los había separado para sí. Es por todos sabido que la liturgia benedictina es de una belleza sin par, pero experimentar, escucharla y verla en vivo es inconteniblemente asombroso y conmovedor. Uno puede creer que Dios abandonó el mundo hasta que se levanta a las tres de la mañana y los escucha cantar. Uno entre ellos había compartido el monasterio con Cardenal, antes de Lemercier, y se había mudado años después, cuando el monasterio otro se vino abajo, a este monasterio. Habría cantado junto a él, pensé en esos días, y presenciado lo que detonó en Cardenal los versos siguientes:
Todo el bosque resuena con el canto
y solo ellas -las cigarras- en todo el bosque no los oyen.
¿Para quién cantan los machos?
¿Y por qué cantan tanto? ¿Y qué cantan?
Cantan como trapenses en el coro
Delante de sus salterios y antifonarios
Cantando el invitatorio de la Resurrección
Me recuerdo ahora, antes del clarear del alba, en la cima del bosque, pensando en las cigarras, en Cardenal cantando como una cigarra que no canta para una hembra porque es sorda, y que pasado el tiempo de pascua deja de cantar. Pienso en lo absurdo que es cantar para un Dios ausente, que abandonó la Historia, que suspendió su intervención por lo menos desde la última destrucción del Templo. Imagino a Cardenal escribiendo sobre la resurrección incluso en sus últimos días, proclamándola. Un trapense, un benedictino, sin hábito, pero rehabilitado, creyendo en la verdad que lo enamoró y el río, el fluyente de voces que emanaron de ella. Pienso en Tertuliano y en su credo quia absurdum. Y eso que dijo el poeta, a la vera del camino, al final de sus días:
Pero
Si el universo
Tuvo comienzo
No es eterno
Y eso
Es muy bueno
Porque nacerá algo nuevo
Aunque esto
Nuevo
Es un misterio.