Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

“Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.” 1

​Arranco una hoja de mi cuaderno forrado en verde, el color que, por alguna razón, designa a la materia de español en segundo de primaria. Los bordes irregulares de la hoja que deja el repentino desprender del anillo de plástico: pequeñas manos de papel que quedan separadas por mis ansias de niño de 7 años. Esas mutilaciones acarician el dorso de mi mano derecha cada que termino de escribir una línea. No lleno toda la hoja con texto, dejo un espacio vacío, lo observo con dudas. Entonces, con una crayola roja dibujo parte de lo que los enunciados describen: un par de gemelos, uno sin una pierna izquierda, el otro sin la derecha; ambos gotean sangre. Me asusto con lo que he creado: mi primer cuento.

​Al sonar el timbre de salida, nos arreaban las maestras a esperar debajo de un toldo. Ahí, compañeras y compañeros, aguardábamos a que una de las maestras gritara nuestro nombre y apellido, señal de que ya habían llegado por nosotros. La espera se podía extender hasta los cuarenta minutos, una eternidad para alguien de 7 años. Mis amigos y yo habíamos ideado contarnos historias de terror, inspirados en las lecturas clandestinas de la serie de Escalofríos de R. L. Stine. Aunque, en realidad, lo de clandestinas aplicaba sólo para mí. En mi familia cristiana estaba prohibido leer ese tipo de libros. En contadas ocasiones logré leer uno en su entereza. Mientras mis amigos relataban lo que habían leído en aquellos libros, yo tenía que recurrir a la imaginación. Así nació la historia de los gemelos mutilados que aterrorizaban a toda una escuela.

​Estoy seguro de que la historia no era buena, que recurría a lugares comunes, que tenía más huecos que los exámenes que no sabía responder, y no respeté la ley número V del Decálogo del perfecto cuentista de Horacio Quiroga (“En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.”), pero, a pesar de todas estas carencias, el cuento me logró asustar. Aquí podría inventarle al lector que la historia también asustó a mis amigos, que esa tarde mi madre recibió una llamada telefónica quejándose de la mente torcida de su hijo, rogando que ya no permitiera que me juntara con su criatura. Pero no, eso no pasó. Lo que sí sucedió fue que no pude dormir por culpa del acoso de aquellos gemelos que mi imaginación creó (pesadillas laberínticas), para mí eso fue más importante, fundamental.

El primer uso del fuego fue egoísta, ya después vendría la fogata comunal, pero en un inicio fue el calorcito que sintió en su piel uno de nuestros antepasados de las cavernas, descubrió que eso que quema también cobija. Antes de ofrecer, de brindar calor, fue necesario el placer individualista. Así con mi cuento, con provocarme emociones con algo que parecía surgir ex nihilo sobre una hoja de papel, lo más cercano a la magia. Y mi primer truco de magia, el primer calorcito de flama que sentí, fue un cuento de terror.

*

“Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.” 2

​De acuerdo con Stephen King, existen tres niveles en la escritura del miedo: la revulsión (lo asqueroso), aquello que nos hace sentir ñáñaras, un asco que amenaza nuestro bienestar, cucarachas saliendo de los agujeros de un cráneo; el horror (lo sobrenatural), lo que sobrepasa lo racional, los linderos que tenemos como verosímil en nuestra realidad, un fantasma que atraviesa la puerta de nuestra recámara cuando dan las 11 con 11; y el terror (lo sugestionado), cuando nuestra normalidad está ligeramente trastocada, lo suficiente para inquietarnos. La ambigüedad es percibir que en la banqueta todos tienen sombra menos la señora que te sonríe mostrando una dentadura blanquísima.

​En algunos cuentos e imágenes de Horacio Quiroga se explora el tercer nivel del miedo: el terror. Por ejemplo, en El almohadón de plumas, Quiroga ofrece una especie de reinterpretación macabra del clásico de Christian Andersen, La princesa y el guisante. Andersen relata la historia de una princesa que es puesta a prueba por la madre de un príncipe que busca cónyuge. La prueba consiste en colocar un guisante debajo de varios colchones. La princesa, al tener una pésima noche a causa de la incomodidad del guisante, demuestra ser verdaderamente realeza. Quiroga se va por otro lado: una pareja joven de recién casados. La esposa entra en un estado constante de desgaste, de desilusión emocional y física para con su matrimonio, para su nueva realidad, gasta los días recostada en la cama. Al final muere y descubren dentro del almohadón un enorme parásito que se alimentaba de la sangre de la joven. El cuento cierra magistralmente con un párrafo de carácter enciclopédico, expone al lector a la realidad de lo que acaba de leer y anuncia que esos parásitos de aves pueden estar ahora mismo en su cama.

​En la superficie todo es normal, va torciéndose de a poco con la enfermedad inexplicable de la esposa. Y sólo al final del cuento queda revelado el elemento terrorífico, que literalmente estuvo oculto a lo largo de la narración, a pesar de ser la causa de la trama. Lo mismo sucede en La gallina degollada, los cuatro hermanos son inofensivos en su afección física y mental, observan las luces a su alrededor, los rayos de sol sobre los ladrillos del patio. Pasan los días sentados sin hacer mucho, embobados, pero en cuanto los vemos mirar detenidamente cómo la cocinera prepara una gallina la sugestión ha quedado implantada, el terror ha trastocado la normalidad y sólo falta la ejecución. Existe un punto intermedio entre lo que percibimos como seguro y aquello claramente peligroso, este punto se alimenta de la incertidumbre y lo inquietante, no sabemos bien si hay una amenaza: nos sumergimos en lo perturbador.

​Así gasto las noches de mi infancia, embobado en insomnio, mirando la pared, la textura rugosa de la pintura blanca. Mi mirada parece acercarse cada vez más en un efecto de zoom, hasta que se introduce dentro de ranuras, de cuevas microscópicas que siempre han estado ahí, al lado de mi cama, ocultas. Dentro de las cuevas de la pared debo huir de las sombras, de las risas, de las inminentes garras de un ser que jamás logro ver, pero que me acosa durante años.

*

“Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo morboso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua los otros se volvían, momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse en seguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques.” 3

​Quizá de todas las historias de Horacio Quiroga la más terrorífica fue la de su propia vida. Su padre murió en un accidente de caza cuando Horacio era un bebé de 2 meses, en Salto, Uruguay (1879). Años después, su padrastro sufrió un derrame y quedó parcialmente paralizado, tras esto se suicidó con un balazo justo cuando Horacio, de 13 años, entró a su recámara.

​Dos de sus hermanos murieron de fiebre tifoidea cuando Horacio comenzaba su labor como escritor. En círculos literarios, afianzó una amistad con Federico Ferrando; éste, al recibir críticas negativas de uno de sus libros, le pide ayuda a Horacio para prepararse para un duelo contra el crítico. Horacio, ayudándole a preparar el arma del duelo, accidentalmente la dispara y mata a su amigo de un balazo.

​Tiempo después, ya más consolidado como escritor, Horacio se internó en la intelectualidad argentina. Gracias a un viaje que realizó como fotógrafo con su amigo el escritor Leopoldo Lugones a las ruinas jesuíticas de San Ignacio, Misiones, en la selva, quedó enamorado de la región y terminó por vivir ahí. Mientras construía su hogar, se casó con Ana María Cires, quien nunca logró adaptarse a lo agreste tanto de la zona como de su marido, quien se describió así mismo como hosco y difícil. Tuvieron una hija y un hijo. Finalmente, Ana María se suicidó ingiriendo líquido para revelar fotografías, agonizó durante 8 días.

​Horacio dejó Misiones y regresó a Buenos Aires con su hija e hijo. Tras un par de años, se casó por segunda ocasión, ahora con María Elena Bravo. Con ella tuvo otra hija y regresó a Misiones, ahí Horacio enfermó de la próstata. Y con el tiempo, entre la selva y el mal carácter de su marido, María optó por dejarlo e irse con su hija de vuelta a Buenos Aires.

​En 1937, el escritor decidió buscar ayuda y se internó en un hospital de Buenos Aires: desarrolló cáncer de próstata. Ahí escuchó que hay un paciente secreto, que el personal mantenía oculto: Vicente Batistessa, quien padecía elefantiasis con deformidades similares a las de “El hombre elefante” (retratado en la película homónima de David Lynch). Como el elemento de la sugestión en los cuentos, como lo no-dicho, el relato escondido, subyacente, Vicente habitaba en las oscuridades del hospital. Horacio utilizó su influencia para trasladar a ese hombre a su propia habitación. Así, se desarrolló una amistad, misma que propició un suicidio asistido: el 19 de febrero de 1937, Horacio Quiroga tomó un vaso de agua con cianuro.

​Al año siguiente, su hija mayor se suicidó. Su hijo lo haría 14 años después y su hija menor, en 1988, a los 60 años, se arrojó de una ventana en el noveno piso de un hotel.

*

“…en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aun los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya.” 4

La disonancia cognitiva surge de la confrontación entre dos ideas o actitudes en conflicto, de la sugestión, de la ambigüedad ante una amenaza incierta, poco clara, de ese punto intermedio entre seguridad y peligro. Es lo que nos invade cuando estamos frente a un precipicio y parece que nuestro cuerpo quiere lanzarse al abismo, o peor aún, aventar a alguien más, sin motivo alguno. A esto se le llama “fenómeno del lugar alto”.5La altura nos produce el miedo instintivo a caer, a morir, pero nuestra razón lo confronta constatando la estabilidad del barandal que nos sostiene, que nos pone a salvo. La disonancia ocurre, y para justificar el peligro que parece no estar presente y a la vez sí estarlo, surge la idea de haber querido brincar; esto nos sitúa en una amenaza real que justifica la reacción inicial del miedo.

La proximidad del peligro, pero carente de verdadera amenaza, es lo que nos causa una especie de corto circuito en el instinto, en las reacciones de lucha o huida. En el cuento Los buques suicidantes, Quiroga retoma la historia del buque María Margarita (cuyo nombre real era Mary Celeste), el cual encontraron sin nadie abordo en 1872. Estaba completamente vacío y a la deriva, sin señales de agitación, de tragedia alguna: los utensilios de cocina intactos, una olla con papas hirviendo, el escritorio del capitán con su pluma, tintero y cuaderno; testigos silenciosos del misterio. Esto es verídico, es una incógnita naval que sigue sin resolverse, no obstante, recibió una solución por parte de Quiroga: un personaje expone un caso similar en el que él fue el único sobreviviente. Narró un fenómeno idéntico a la disonancia cognitiva frente al precipicio, pero en los marineros de un barco. Uno tras otro, se echaron al mar sin motivo. Sólo el narrador pudo resistir a ese ímpetu, a ese imán, lo logró tras asumir a la muerte como inevitable.

Me concentro en los aspectos oscuros del escritor y su obra porque fue lo que me llamó, lo que me enganchó cuando tenía 15 años y compré Cuentos de amor de locura y de muerte (de hecho, la mayoría de las ediciones escriben mal el título y ponen la coma que Quiroga expresamente pidió que no se pusiera, mi edición de Editores Mexicanos, S.A. no es la excepción). Fue tal mi gusto por el autor que mi imagen de perfil de Hotmail, y del entonces esencial MSN Messenger (D.E.P.), era una fotografía de Horacio Quiroga, cuyos rasgos físicos a momentos son similares a los míos. Pero, además de esto, ¿por qué me enganchó?

A diferencia suya, en mi adolescencia, la muerte no estaba tan presente, salvo por los fallecimientos de mis abuelas y abuelos. Obviamente tampoco tenía esposa e hijos, ni vivía en la selva, al contrario, en el desierto de Chihuahua. Pero algo en la manera en que sus heridas eran descritas, en su tragedia, en la oscuridad sugerida en sus cuentos, me hizo sentir acompañado. A pesar de no tener un listado de muertes cercanas, de que mis gritos eran mudos, que el dolor era a cuarto cerrado, de que sucedía dentro de las cavernas diminutas de la rugosidad de la pared blanca de mi recámara,para cuando lo leí ya contaba con un intento de suicidio, a los 11 años, en un clóset (nunca he sido bueno haciendo nudos). Y lo volvería a intentar, a los 17, en mi troquita en el Periférico de la Juventud (que desde entonces rompía récords de muertes de jóvenes, dando ironía macabra a su nombre).

No voy a ahondar en este balde de agua fría, ahora sí respetaré al Decálogo de Quiroga en su última ley (“No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia…”). Es la primera vez que expongo esto en público. Lo hago porque me pareció justo responder con sinceridad a la verdadera razón detrás de mi afición por Horacio Quiroga, porque, al fin y al cabo, aquí estoy, escribiendo y con un libro de cuentos a punto de salir de la imprenta.

También hago públicas mis oscuridades porque a laspocas personas que le he contado suelen ser aquellas que también han sufrido algo similar y, sin excepción, cada una sintió compañía, comprensión, lo más necesario en esas circunstancias. Volverlo un tabú jamás ha ayudado a nadie. Además, quizá, leer a Quiroga y saber de su vida horrenda, me ayudó a asumir mi propia muerte, mi propio suicidio a través del escribir. A reconocer la oscuridad, volverme el personaje de Los buques suicidantes, y así vencer la disonancia cognitiva de la sugestión de peligro, del “fenómeno del lugar alto”. De esa ambigüedad que bien me pudo arrojar al precipicio, a las aguas inquietas del mar, dejando a bordo mi escritorio perfectamente ordenado, intacto: mi cuaderno, mi pluma y el libro de cuentos del uruguayo; testigos silenciosos del vértigo.

*

“Ser una extensa florescencia, sin esperar el fruto que será podrido y sin desear la cosecha anterior que está anulada.” 6

Si tú o alguien cercano sufre de depresión e ideas de suicidio, busca ayuda, busca estar acompañado o acude conprofesionales. Estas son cosas que se pueden tratar, si tuvieras cáncer no te avergonzarías de ello, irías a buscar ayuda; aquí es lo mismo. El estigma social y el silencio se vuelven cómplices de las tragedias y el dolor. Las siguientes son líneas de ayuda y atención:

– Línea de la Vida: 01 800 911 2000
– Línea de Prevención del Suicidio: 1 888 628 9454
– Instituto Hispanoamericano de Suicidología, A.C: +525546313300

 

Fuentes citadas:

Quiroga, Horacio. Cuentos de amor, locura y muerte. México, Editores Mexicanos Unidos, S.A, 2005.

Quiroga, Horacio. Diario de viaje a París de Horacio Quiroga. Montevideo, Editorial Número, 1950.

  1. Horacio Quiroga, Cuentos de amor, locura y muerte, Editores Mexicanos Unidos, S.A., México, 2005, p.48. 
  2. Ibid., p.63.
  3. Ibid., pp. 58-59.
  4. Ibid., p.59.
  5. NBC News, That weird urge to jump off a bridge, explained, visto el 16 de febrero de 2022 en: https://www.nbcnews.com/health/weird-urge-jump-bridge-explained-424037
  6. Horacio Quiroga, Diario de viaje a París de Horacio Quiroga, Editorial Número, Montevideo, 1950, p. 26.

Autores
Licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales. Obtuvo la beca en narrativa de la Fundación para las Letras Mexicanas 2015-2017. Becado por el FONCA Jóvenes Creadores en novela 2017-2018 y por el PECDA de Durango 2018-2019. Ha publicado cuentos y ensayos en Tierra Adentro, Este País y pliego16. En 2020 ganó el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri con su libro La Biblia encarnada (FETA, 2022). Actualmente da clases de filosofía a monjas y es escritor fantasma.

Ilustrador
Mildreth Reyes
(Martínez de la Torre, 1999) Estudió la Licenciatura en Arte y Diseño en la Escuela Nacional de Estudios Superiores, UNAM campus Morelia. Dicha formación le ha permitido reflexionar sobre distintos aspectos de la comunicación visual. Ilustra y escribe para anclar vivencias, pensamientos y convicciones a su mente, tenerlas presentes en su propio proceso y guardarlas a través de la forma.