Tierra Adentro
Fotografía por Carlos Sánchez.

La vida en la cárcel no tiene muchas formas para el refugio interno, pero de vez en cuando hay oportunidades para la reintegración a partir del arte. En este perfil, Carlos Sánchez, autor de Matar (Nitro/Press, 2014), se acerca a Heriberto Villalobos, un joven de Sonora que, ya lejos de las drogas y del crimen, encontró la forma de expresarse a través del muralismo y la literatura.

 

Corría sin parar, manoteando al viento para evadir a quien lo perseguía. Corría entre los matorrales del desierto de Caborca, Sonora, ese páramo que Roberto Bolaño nunca visitó pero del que hizo su locación más entrañable en Los detectives salvajes.

Corría y se bañaba de sudor. Era de noche y tenía como objetivo alejarse lo más posible del lugar donde el rostro bañado en sangre comenzó a brillar, bajo el reflejo de la luna, por el efecto del proyectil disparado desde su mano derecha. Corría intentando huir de su sombra como de un fantasma.

Corría sobre la tierra seca, por ese mismo camino donde el desfile de migrantes que pretenden cruzar la frontera es constante. Ese camino donde el día tiene un sol que hiere y la noche un frío seco que lacera los huesos. Esa vereda donde los muchachos burreros cargan sobre sus espaldas costales con droga a cambio de quinientos dólares.

Casi tres años han pasado desde esa noche en la que, por un encargo de la mafia, Heriberto Villalobos se inscribió en el padrón de los chavos que matan. “Nomás por demostrarles que yo también podía”.

Los árboles danzan al ritmo del viento. Hay nubes y es la hora de comer. Éste es quizás uno de los momentos de mayor placer para Heriberto Villalobos, quien purga una condena de tres años en una cárcel para menores en Hermosillo, Sonora.

Desde aquí la memoria sobre los días de andar la vida, la calle, el barrio. El acontecimiento que lo trajo a la cárcel, lugar en el que se enteró de que existe el arte. Y lo aprende: literatura, pintura, fotografía, música.

Desde aquí la mirada hacia su interior, auscultándose para poner en orden el paso de sus veinte años, para encontrar los motivos que lo hicieron regresar al interior de una celda.

“Porque ya lo había hecho, estuve una primera vez por portación de arma. Recuerdo que cuando me vi libre me dije: ya no voy a volver. Y a la verga, no pasaron ni seis meses cuando ya estaba de vuelta; esa es una de las cosas que más coraje me da, por pendejo”.

Al regresar a prisión, volvió a recorrer los mismos caminos. Un tiro para no perder los zapatos; luego, adaptarse al horario de comida, conformarse con la ración, mirar cómo se golpean unos con otros, entrarle al quite, defender la dignidad, resistir los embates del pensamiento que lo trasladan al nombre de la chica que espera por él y, lo más doloroso: el nombre de sus tres hermanos. Como un plus no menos importante, lo hostigan las adversidades de la madre soltera, la lejanía de su ciudad natal.

“Por eso casi no me cae visita. La jefita le batalla, viene cada que puede y si son dos veces por año me voy de raya. Por eso, a quemar cinta en la celda, y ver cómo a los otros morros sí les traen botana, dulces, garra. Pero pos yo me lo busqué, así que aguantar el tiempo, no pedir la bacha, entender y soportar.

”Pero hasta ahorita vengo a pensar; afuera me valía verga, aquí es donde me vengo a dar cuenta de todo el daño que hice y me hice, por no catotearla, por pensarla nomás por encimita. Pero andaba recio y, como era el más morro y había jerarquía, y pos, andando mal, yo traía el pensamiento de que si estos batos pueden, ¿por qué yo no? Y, con la mentalidad de pa’ que guachen que no me tiembla, que no ando aquí de barbas, y también nomás por no decir que no”.

 

Prisión de luz 

En la cárcel la solidaridad habita, los presos se protegen, arman sus grupos y defienden el nombre del barrio. En la cárcel existen las rencillas, los rencores, la rabia que provoca el encierro.

Una hora de cancha si te portas bien, algunos días las actividades artísticas; a veces cae trabajo: bajar a la maquiladora es casi un milagro, porque la celda se vacía de la soledad que significan los presos.

Al reincidir, Heriberto llegó a la crujía donde habita un grupo de fieras de su terreno: Caborca; los que intimidan con la mirada, los que rompen las normas, los que hacen que las celdas de castigo permanezcan.

Pero un día le llegó la luz, entendió al verse —en un pedazo de disco compacto que le sirve como espejo— el ojo morado por un tiro con un compañero de celda. Concluyó que los días por venir en prisión eran muchos aún.

“Por eso mejor agarré el lápiz y empecé a dibujar a la raza. Luego me apunté al taller de literatura, donde la neta la primera vez que bajé y miré al maestro, un ruco mechudo y con mucha labia, me dije, ¿y este bato de qué la juega? Pero de volada me prendí con las historias que contaba, que leía, de volada le puse atención y desde ese día me prendí de los libros, de la escritura”.

Vinieron luego los premios en concursos literarios, su primer libro en coautoría (Los días aquí), después su participación en eventos escolares donde interpreta rolas que escribe y musicaliza apoyándose con golpes a la pared, “para sentir el bajeo, para marcar los tiempos”. También algunas exposiciones de fotografía, la más reciente una colectiva llamada Desde adentro, en el marco de Fotoseptiembre, en la cual recibió mención honorífica.

“Lo más divertido de todo esto fue el paseo, me llevaron a la Casa de la Cultura, un edificio bien grande donde había fotos bien chilas, de fotógrafos bien pesados. Y un chingo de morritas. El comandante me disparó los hot dogs, nomás por la alegría de que nosotros los presos participáramos en esa exposición”.

Así los días y la vida. Defenderse de los embates del tiempo, buscar herramientas para disminuir la soledad en el interior de la cárcel. Seguir en el trazo sobre el papel como una búsqueda del discurso de lo aprendido para luego decirlo a través de cualquier lenguaje artístico.

La historia de El Borrego

por Carlos Sánchez

 

Compone y canta. A ritmo de rap. Cuando los versos quedan listos las manos golpean las paredes de la celda para marcar los tiempos y sentir la similitud de un bajo que suena y retumba en el cuerpo.

Se llama Cristian Preciado Cornejo, le dicen Borrego. Tiene la marca del destino. La cicatriz en la piel. La historia del fuego que atentó contra sus sobrinos. La gasolina se expandió hacia la banqueta, donde estaban los niños. Entonces el Borrego metió las manos como compuerta de la llama. Los morritos ilesos, él con heridas de primer grado y una marca perenne en la piel.

La otra marca que le hace mella es la de las rejas, el tiempo, el encierro. Y una más, la que más duele, dice, la de la ausencia de la madre, su madre.

Cristian es originario de Empalme, Sonora, comunidad que vive de la pesca, un pueblo ferrocarrilero que alcanzó su gloria mundial cuando a Charles Chaplin se le ocurrió contraer nupcias con una menor de edad en este municipio.

El Borrego llegó a prisión hace cuatro años, y alcanzó la pena máxima que se le da a un menor por homicidio: cinco años con siete meses. Ahí los otros internos aprendieron a respetarlo, por su habilidad en los puños, por su mirada que penetra.

Uno, dos, tres, cuatro golpes y los morros para el suelo, contrincantes que no dieron pelea. Él para el hoyo, allá donde el frío cala y la luz escasea.

El vuelco de la vida empezó hace cuatro años; un día que andaba bajo los efectos del solvente, también ingirió pastillas, cerveza. Andaba en su ranfla, la que trajo del gabacho después de pasar una temporada trabajando en la pisca.

Se treparon en el Honda con rines niquelados, con sonido de retumbe y fiel. Se tendieron al mirador del puerto de San Carlos. Habían programado la fiesta, con ritmo de rap, en compañía de las mejores muchachas.

De pronto, en el alucine, miró a un bato pretendiendo a la chava que él controlaba. Llégale, le dijo. Pero al mirarlos divertirse se le metió el chamuco, la rabia lo cimbró y no paró de golpear a ambos, hasta matarlos. Al Borrego lo levantaron en greña los de la justicia, porque, según dice, ni cuenta se dio de lo que hizo.

A sus diecisiete años de edad el Borrego ya se había convertido en padre de tres niños, dos niñas gemelas y un varón. Su pareja estaba embarazada cuando lo de los homicidios.

Ahí, en la celda de indiciados, después de la fiesta y su desenlace, el Borrego empezó a repasar todas las cosas que hizo las horas antes de llegar a prisión y hasta el día de hoy asegura que no recuerda con claridad la película que le contaron los policías, lo que dicen que hizo.

Pero a remar en la mar crecida que es la cárcel. A entender y atender los reglamentos. A fuerza de días en el apando, allá donde una reja pequeña en la celda permite el acceso de la luz, donde la soledad es más que una palabra.

Cuenta el Borrego que de morro el barrio le guiñó el ojo, y no quiso perderse su significado. Desde niño trepó a las pangas y se tendió a la mar en compañía de los pescadores; ahí conoció el humo del cigarro, el sabor de la mariguana, el sonido de las píldoras entre sus dientes.

Desde esos días, dice, la ausencia de la madre le empezó a carcomer la emoción, a sentir el deseo de mirarla. Pero alguien le dijo que su mamá habitaba una prisión, que no volvería pronto, que se conformara con la esposa de su padre que también lo quería mucho.

En la cárcel el Borrego es talachero; los custodios le permiten andar en los pasillos, hacer mandados, tener el control del televisor que permanece en la sala de guardia. También es el puente entre un preso y otro. Lleva recados, transporta prendas, talonea el agua fresca, hace valer con tortillas de las que sobran de la yegua.

El ingenio en la palabra, la espontaneidad en su discurso, la alegría que paradójicamente lo llena de nostalgia. El recuerdo: la madre. El tema recurrente en su vida.

“Cómo la ves, loco, ¿me podrías averiguar si aún está viva?”, dijo el Borrego a un compa que fue a visitarlo. Le encargaba que investigara sobre su mamá. Las noticias que obtuvo fueron positivas a medias, porque, según le dijeron, su madre vive en la frontera, que todo bien, pero nada más.

Desde la cárcel el Borrego compone rolas, y las canta. Algunas tienen como tema el amor por los hijos, pero las más hablan de la búsqueda, de la entraña.

Una de las canciones versa sobre una tarde en la que él mismo estaba en un callejón del barrio y miró cómo desde un auto descendió una señora, se dirigió hacia él, le pidió cinco gramos de cristal; él la atendió. Al momento del pago, cuenta la canción, el vendedor descubrió su rostro, miró fijamente a la doña y le preguntó: ¿no te acuerdas de mí? La señora se dio la media vuelta, no supo qué decir.

Los versos de la rola cuentan que esa doña es la madre del Borrego. Y él aclara: “Es la última vez que la miré, y la neta que me saqué de onda, no supe cómo reaccionar, me quedé con un chingo de ganas de pedirle un abrazo”.

Ahora Cristian vive esperando noticias de su madre; también con la esperanza puesta en la visita de sus hijos, los cuales llegan a la cárcel muy de vez en cuando.

Por lo pronto limpia el piso de las celdas, reparte la comida, canta las rolas que compone. Prudente, observa desde la trinchera el enfrentamiento entre los morros; ya no se ensucia las manos porque quiere seguir en el vuelo, entre los pabellones, en la cancha a donde va y patea balones como para matar el tiempo mientras le llega la libertad.

 

Esto es un mural

En el interior de la cárcel, al final del pasillo que colinda con el taller de carpintería, una barda abandonó su desnudez. Un día se vistió de un discurso a base de pinceladas con la pintura vinílica más barata. Desde la creación de Heriberto, el mural es recreación para la mirada de padres de familia que visitan a sus hijos, incluso es motivo de conversación con los internos.

El título del mural es Paternidad. Cuenta Heriberto que los directivos del centro les pidieron el bosquejo de una historia para un concurso; el tema que más le obsesiona se manifestó a través del lápiz. Su propuesta fue seleccionada como la mejor por el jurado. El premio: una barda para la creación del mural.

“La neta este mural es lo que más me ha gustado de la cárcel; recuerdo que cuando lo estaba haciendo, como en febrero, hacía ya un chingo de calor, estaba tan enfocado en la pintura que ni lo sentía, me valía verga el sol, el sudor. Yo estaba en otra parte, en otra dimensión: la mejor experiencia de mi vida en el encierro es esta pintura.

”Mi jefe nunca estuvo conmigo, lo conocí nomás de barbas, pero nunca fue un bato bien portado. Creo que por eso cuento esta historia en el mural. Y también pienso que haberlo pintado significa que una parte de mí se quedará aquí para siempre, en este lugar que, aunque no está muy chilo, me ha servido, porque es donde vine a aprender lo que yo creo que en la libre no hubiera aprendido. Aquí me vine a dar cuenta de todo ese mundo que existe a mi alrededor, de las muchas posibilidades, de saber que sí se hace, que no nomás la vida es ese punto de reunión en el barrio, los alucines de los morros, el querer ser el más chingón nomás porque andas con un fierro tumbando gente o poniéndole a cualquier droga que se te atraviese. A través de ese mural también he podido comprender muchas cosas de la familia, lo que es el padre aunque nunca haya vivido conmigo”.

 

Beatriz tejía vestidos para muñecas

por Heriberto Villalobos

Para Manuel Alí, por sus nervios de acero

 

Beatriz tiene cuarenta años, cuatro hijos, es ama de casa y es mi madre.

Su papá era ganadero, su mamá, ama de casa. Beatriz tuvo tres hermanos y fue madre por primera vez a los veintiuno. A los treinta y cuatro ya tenía sus cuatro hijos. Pasó su juventud atendiendo su casa, trabajando y criando a su primer chamaco. Para los hijos de

Beatriz ella ha sido una madre amorosa, algo de lo que soy testigo.

Al año de nacer su hijo mayor, el esposo la abandonó, dejándola con la responsabilidad total del niño.

De mis primeros años tengo más presente la imagen de una madre soltera y la de un padre que conocí por casualidad al llegar a los catorce.

Para ella yo era su compañía. Cuando yo tenía seis años, Beatriz encontró un compañero. Manuel me llevaba a la escuela, estaba en casa, me educaba y cuidaba nuestras necesidades. Era bueno con nosotros, aunque, muy en el fondo, me sentía ajeno.

Cuando tenía siete años nació mi hermano, luego mi hermana. El hijo mayor de Beatriz poco a poco se fue alejando de su familia.

Beatriz se separó de Manuel. Al ver que yo no tenía pensado dejar las drogas, fue más comprensiva conmigo y más atenta con mis hermanos, creo que para evitarnos más problemas.

Entre más pasó el tiempo, mi adicción fue mayor. Pienso que por eso me alejé de la familia, abandoné a mi madre.

Poco después Beatriz encontró otro acompañante. Él tenía un trabajo ilegal y no tardé en relacionarme. Tuvo otro hijo con él y después de una balacera, nos detuvieron a los dos.

El hijo mayor de Beatriz, al tiempo de salir libre y seguir por el mismo camino, fue detenido otra vez.

Beatriz vive sola con sus tres niños, con visitas ocasionales para el mayor, quien vive preso, y llamadas menos frecuentes.

Ahora pienso que no he valorado su presencia y que su ausencia va a significar mucho más que sus errores.

Mientras estoy encerrado pienso mejor, sin drogas, y quiero irme.

Estando en mi celda un día me avisaron que tenía una llamada, tuve miedo de que me dijeran que algo malo había pasado.

Cuando Beatriz viene a verme me angustia verla batallar. No sé cómo fue su infancia. Se crio en un rancho de Tubutama, Sonora. Cuenta que cuando era niña le daba sal a las vacas con sus manos.

Beatriz siempre tuvo una familia distanciada, actualmente esa familia consiste en sus hijos y dos de sus hermanos; el menor de ellos se suicidó.

Antes de tener a su única hija, Beatriz tejía con estambre bufandas y vestidos para muñecas. Aunque no tenían juguetes, ella y sus hermanos se divertían en el rancho.

Casi no hay fotos de mi madre con su hijo mayor. Hay muchas fotos de ella y mis hermanitos actualmente. Hay una foto de mi padre conmigo recién nacido. Fue antes de abandonar a mi mamá. En casi todas las fotos de Beatriz de esa época aparece sola. Nunca con él. Extrañé mucho a mi padre; me gustaba imaginarlo como un buen hombre, angustiado por la ausencia de su esposa y de su hijo. Hasta que me di cuenta de que nunca le hemos importado.

Hace poco me acordé de una foto donde Beatriz abraza con amor a un niño con lágrimas en los ojos; ése soy yo. Me sentí triste y busqué una carta que Beatriz me mandó. De repente sentí un vacío, el que creo que sentiría si ella no estuviera. La estuve leyendo un largo rato. Hasta que me quedé dormido.

LA CELDA ES SIEMPRE UN CHINGO DE SOLEDAD

“La prisión es la nueva vida, el encuentro con las palabras, con muchas cosas que no sabía que existían”, dice Heriberto cuando ya la urgencia de los alimentos disminuye. Y mientras las nubes cubren el cielo y los pájaros hacen guarida en los árboles del área de visitas, el novel pintor y escritor concluye:

“En la celda me la quemo y revivo todo el daño que le he hecho a mi jefita, a mis carnales, que son lo que más amo en la vida aunque no se los he podido demostrar. La celda es siempre un chingo de soledad; a veces los morros te sacan de tu mundo, de tu infierno, porque de pronto se ponen a cantar, a bailar, a jugar a la luchas; al final del día o de la noche, cuando entra la madrugada, uno vuelve a estar completamente solo y es cuando el tiempo se hace más pesado, como que no avanza, pero así me tocó y aquí estoy en la banca, contando los días.

”Las experiencias tristes son un chingo. Uno de los momentos que recuerdo es una llamada de mi jefa, que me dijo que andaba batallando, sola, con mis tres carnales; y yo sin poder hacer nada, y tenía un chingo sin verla, como seis meses. No podía venir a verme y yo no podía ayudarla, no podía salir de un pinchi cuartito con una bola de cabrones que ni siquiera conozco. Y creo que este mural, los libros que he leído, lo que he escrito, la fotografía, las canciones, todo eso es como un abono a todo el amor de mi jefita y de mis hermanos; sé que les quedo a deber, pero por lo menos les estoy dando un poco de satisfacción”.

Fotografías por Carlos Sánchez.