Tierra Adentro

Janice Lee es autora de Kerotakis, Daughter y Damnation. Es coeditora de [out of nothing]  y editora de la revista Entropy. Vive en Los Ángeles, donde imparte clases en CalArts.  En 2016, el sello Civil Coping Mechanisms publicará su colección de ensayos, The Sky Isn’t Blue.

Hay muchas cosas que decir de Los Ángeles y la mayoría no las diré porque ya las sabes, porque no existe una sola ciudad de Los Ángeles, y aunque el título de este texto diga “Los Ángeles”, el ser y el existir en esta ciudad algunas veces no tiene nada que ver con la ciudad en sí. Una cosa es segura, Los Ángeles es una ciudad completamente diferente para cada persona; si hubiese una ciu­dad en donde cada habitante pudiera diseñar su existencia y su experiencia personal dentro, sería LA. Tu LA es muy diferente a mi LA, mi LA de hace unos años es muy diferente a mi LA de hoy.

Una ciudad que traza diferentes gamas de luz, de imagina­ción, una ciudad imposible, prohibida. Tonos azulados y calles que suben y bajan, manojos de pasto. Siempre se siente como si fuera la última vez.

Días en que el cielo es tan azul como –

Como la pérdida de –

Como estar de luto o ir cayendo –

O días en que el cielo es tan gris como –

Como la insistencia de –

Como las notas al pie –

O días en que sabemos que el cielo no es azul en absoluto, que la insistencia de ese azul es la insistencia de la persistencia percibi­da de la existencia, que la insistencia de ese azul como una entidad saturada es aquella que nos humilla, nos preocupa, nos mortifica con cada paso que da por la banqueta, cuando soñamos despiertos y esos sueños se manifiestan convirtiéndose en la insis­tencia de un caracol o una palmera bailando por encima de todo.

Mira el cielo, te digo.

No veo nada, me dices.

En este lugar es posible estar rodeado por todos y aun así estar completamente solo. Es posible sentir simultáneamente el efecto urbano de la basura y la mugre, de la belleza y la suciedad en cada callejón; ese olor a pescado, esa mirada que cruza cuando estás esperando en una intersección. Todos esos sentimientos aunados a un paréntesis: la reciprocidad de la naturaleza, de los árboles, de la tierra, de los pájaros, del aire.

Una de las mejores cosas de esta ciudad es la posibilidad de vistas desde su interior: poder manejar a distintos puntos o escalar para tener una vista panorámica, cada ángulo de la ciudad es diferente, diferentes posturas psicológicas, distintas jerarquías de lugares; el crecimiento y la manifestación de una perspectiva extraña de una ciudad en la que ocupas un espacio, picos graznando atados a pájaros detrás de ti.

Pero hasta donde entiendo, nadie quiere escapar. ¿A dónde escaparías, y por qué? Quédate donde estás, todos están tranquilos y de buen humor. Además, las perspectivas múltiples requieren de la máxima precisión del dedo, el globo ocular y el músculo, arrastrando la memoria a través de la órbita de la palabra, de una capa de neblina a otra.

—Arkadii Dragomoshchenko, Polvo

Desde la ventana del auto, la ciudad es una serie fascinante de reflejos. El silencio no existe, excepto cuando le subes a la radio y los pedazos de ciudad que se reproducen mientras las miradas de todos se fijan en algo —neblina o esmog invisibles— que nubla la visión. Los actos y omisiones de él. La aceptación de ella. Las heridas sanadas de él. Las lágrimas de ella. La responsabilidad de él. La carga de ella. La inspiración de él. El escape de ella.

Algunas noches digo algo sobre algo que sucede en algún lu­gar del mundo.

Suenas como mi mamá, me dices.

Se está acabando, te digo.

No es verdad, me dices.

Sí, lo es.

Los Ángeles es una ciudad en movimiento, o una ciudad que está fija en extremo, y a través de la cual nos movemos, rápido, despacio, merodeando, zigzagueando, por las mismas rutas, por nuevas rutas. La ciudad se ve como la veo cuando estoy atorada en el tráfico, cuando voy a toda velocidad por la carretera, cuando me enfoco en estar a tiempo en algún lugar. Así es como se ve la ciudad, hilos que existen como impresiones paradójicas, transparentes, inmensas, borrosas, tatuadas en los párpados.

A otro: ¿todavía me amas? Puede que ya no importe. No creo que importe.

La pesadez del aire, ese silencio ruidoso que sólo puedes sentir cuando estás muy quieto; este es el momento oportuno e irreductible de estar en esta ciudad. Es verdad que la lógica estandarizada y el imaginario colectivo de LA nos dan un paisaje en movimiento, ese ir y venir tembloroso e implacable, ese constante correr y manejar, la vista de las palmeras y los edificios y otras calles desde el auto, el día que se aleja, la puesta del sol desde el espejo retrovisor, la fecha límite que se acerca para hacer el tiempo más tangible; la música, los estallidos, la intención del espacio que sólo se siente cuando estás moviéndote dentro de él. Pero Los Ángeles se percibe diferente cuando te quedas quieto. Cuando intentas tomar una fotografía y vives dentro de ella y, sólo por un momento, la ciudad no existe. Sólo eres tú y el espacio y el cielo, tú y el aire y el calor y tu respiración.

La inmensidad está en nosotros. Está adherida a una especie de ex­pansión del ser que la vida reprime y la prudencia detiene, pero que continúa en la soledad. En cuanto nos quedamos inmóviles, estamos en otra parte; estamos soñando en un mundo inmenso. La inmensidad, ciertamente, es el movimiento del hombre inmóvil. Es una de las carac­terísticas dinámicas de soñar despierto y en silencio.

—Gaston Bachelard

No entiendes mi desolación.

No entiendes que puedo sentir el dolor tanto de las víctimas como de los victimarios, de los testigos y los oyentes, los transeúntes y los actores. Puedo sentirlo todo con su pesadez, el dolor del mun­do es pesado, y en esta ciudad el cielo me puede mantener segura. El mundo se va a acabar, sólo tienes que confiar en lo que dice el clima y al final, ninguna de estas nimiedades va a importar, sólo va a importar el cielo y su desolación cubriendo el planeta con su amor y su gloria, sofocándonos con su aliento violento. Me que­do despierta hasta tarde leyendo poemas de Kenneth Patchen y Jaime Saenz porque aquí está mi alma, y te veo dormir y te amo, pero esta noche me siento muy lejana. Estoy tratando de regre­sar. ¿Cómo regreso?

Aunque en algunos casos la tristeza es necesaria. Es necesario tener el corazón roto.

Hay tantas cosas pequeñas muriendo que no importa cuál de ellas está muerta.

—Kenneth Patchen

Digamos que cuando estiras las capas transparentes de la ciu­dad, éstas se convierten en una confesión.

Y esa confesión no es que deseas la muerte —aunque también hay algo de eso— sino que extrañas a tu madre.

El sol y el calor se vuelven irrelevantes hasta que sales a confrontar la luz.

Pero en la luz está mi madre, está esa herida que no pue-des rastrear pero que empezó con tu nacimiento.

La ciudad cambia cuando tú cambias, y la confesión es que todas y cada una de las expresiones se van llenando de incertidumbre.

La ciudad está muy segura de sí misma, pero confiesa que no sabe nada que tenga que ver con el cielo.

Es cuestión de dar unos cuantos pasos hacia atrás y rastrear la herida hasta la luz, la luz que es un fantasma frenético.

No todos los panoramas son tomas iguales de esta ciudad, pero hay que confesar que al final todas son las mismas.

Una vez llovió, una aprobación desconsiderada a la herida de esta ciudad.

Los vecinos que gritan al lado no saben cómo hacer frente al silencio de manera valiente.

La obligación es pasar la sombra en la banqueta y seguir cami­nando, saltarse ese encuentro con ayuda de la luz.

La proclamación es que eres un individuo, pero en un instante eres parte de las masas, y al otro, un rayo de luz.

El hombre mismo es mudo, y es la imagen la que habla. Es obvio que la imagen por sí misma puede seguirle el paso a la naturaleza.

—Boris Pasternak

He aquí el verdadero dilema: que tantos momentos en esta ciudad son inarticulables. Mi confesión es que intento incansable e irremediablemente capturar momentos por medio de imágenes, de palabras, y todo esto es un ejercicio inútil, todo termina en fracaso. Pero algunas veces, la inarticulación se convierte en articulación, es decir, que la fotografía que trato de tomar –la que no captura nada de la esencia de lo que sentí en ese preciso momento, cuando volteé hacia el cielo y quise llorar– pudo haber muerto en ese instante; es decir que la foto se convierte en la articulación del momento inarticulable, de modo que la evidencia sólo puede ser un fantasma frenético, una herida, un todo que cede a la concentración de un algo.

Avísame cuando lo entiendas. Las fotografías son un ejemplo de esto, sí, intentar capturar esa puesta de sol, esta alusión cósmica de todo el espacio y el tiempo en la iluminación del cielo, ese devastador milagro de la vida que se contamina por tantas cosas pequeñas, pero también por otras articulaciones.

Articulaciones como: Te amo.

Palabras para una de las sensaciones más inarticulables. No es lo mismo para todos. Cada te amo no es equivalente, no existe tal cosa como la repetición en el amor, y aun así hay palabras que ase­guran, que intentan, que se aventuran y se esfuerzan para darle un valor específico por medio del lenguaje. Esto es tan absurdo como decir que el cielo es “azul”, que la puesta de sol es “hermosa”, que te sientes “feliz”. Todos estos intentos y comentarios: absurdos.

Pero hablo en serio cuando digo te amo. Me refiero a algo que no puedo describir, pero estas palabras son lo más cercano: una convención que dice que estas palabras significan algo cercano a lo que siento, y aun más importante, es la evocación de todos los otros sentimientos asociados con la emoción de la frase, que cuando dices te amo puedo sentir esa sensación de finitud y eter­nidad en mis huesos, puedo sentir mi pecho expandirse, una ame­naza de parálisis cuando todo termine, y una realidad sustancial que no existe construida completamente alrededor tuyo, una rea­lidad que nunca va a existir.

Cuando digo te amo vuelven a mí memorias de miles de no­ches presenciales, los límites de mis sentimientos por la noche cuando estoy en mi cama, cuando estoy afuera, cuando hago una pausa para hundirme y prolongar un momento de existencia. Los sentimientos revelan las manchas de los traumas pasados, los sentimientos se externan y articulan por medio de gestos. Tomas mi mano por un momento y eso es todo.

Puedo confesar que de una u otra forma te conectas con esta ciudad. Para mí, ese cielo o esa puesta de sol o ese edificio altí­simo, cada palmera glamorosa, cada palmera triste, cada reflejo de luz desde una ventana, cada sonido evocado; todo empieza a coincidir con la vitalidad repetitiva de tu aliento, de tus caricias, de tu existencia. Esto no tiene que tener sentido. No tiene que tener sentido que te conozca, que existas, aquí, conmigo. No es­toy segura de dónde saliste, ni estoy segura de dónde salí yo, no parece importar, aunque en cierto punto de mi vida estas cosas importaron. Tantas cosas importaban. Lo que importa son tus caricias, tu aliento, tu cuerpo junto al mío, tu existencia en esta ciudad conmigo. Lo que importa es que de repente, muy de repen­te, no puedo imaginar mi vida sin ti. Tal vez eso es el amor, un total reacomodo de la imaginación, la infiltración de una subjetividad que parece aplazar la forma en que las imágenes se relacionan las unas con las otras. De repente, lo que importa es el color del cielo, la dirección de las estrellas, la velocidad de la luz. Lo significante y lo insignificante cambian de rol.

El caracol.

El grabado en una columna.

Pasos rápidos. Pasos lentos.

Manos.

Momentos en el espacio.

La densidad de la neblina.

Distancia.

Altitud.

Quiero vivir todos los tonos de luz contigo, todos los tonos intermedios.

Quiero tantas, tantas cosas, pero también esos deseos se desvanecen.

Todo da miedo. Algún día esta ciudad me va a tragar completa y nadie, ni siquiera las palomas, se van a dar cuenta.

 

*Traducción de Andrea Cisneros