Tierra Adentro
Fotografía por Carlos Díaz N.

La forma de ver televisión ha cambiado radicalmente en las últimas dos décadas. Desde la migración de las señales gratuitas al boom de los canales de paga, Kin Navarro rastrea su infancia a mediados de los noventa y, a la par, hace zapping para mostrar la evolución en las producciones televisivas, desde su concepción, su recepción y la forma en la que consumimos contenidos audiovisuales actualmente.

A mediados de los noventa sólo tenía una televisión en la que me servía de la barra pública y gratuita. Devoraba ávidamente las caricaturas, y series juveniles del canal 5, Los Simpson y otras comedias del 7, las telenovelas del 2 y una que otra joya del cine nacional. Las noches del sábado y las mañanas del domingo eran religiosamente para las películas que vimos una y otra vez hasta que se convirtieron en clásicos a fuerza de repetición. Tiempo después descubrí que cortaban escenas para anunciar todo tipo de productos. Se supone que así adecúan el largo de las películas a los horarios rígidamente establecidos: cada hora o media hora comienza otra cosa y se acabó. Poco pueden las intenciones del director o las necesidades estéticas de una obra ante el dinero. Un día encontré, en un rincón solitario, un cable enredado, coaxial. Pirata. Quedé maravillado ante la variedad y el colorido de la televisión de paga. Podría dividir mi vida en un a.C. y d.C. (Antes y Después del Cable).

Pero pronto se fue la ilusión. En mis canales preferidos se repetía incansablemente la misma barra de los mismos episodios de los mismos programas una y otra vez, por semanas o, incluso, meses. Algunos marcan su origen desde la masificación del control remoto y otros se lo achacan a la televisión por cable; de cualquier manera, el zapping se tornaba tortuoso. Podía pasar hasta quince minutos surfeando la señal. Canal tras canal, la pantalla escupe una frase, una acción, una imagen. Gente hablando de moda. Una violación. Gana el concurso. Asesinatos. Explosiones. Risas grabadas.

¿CÓMO SE ESCRIBE LA TELE?

Una buena serie desarrolla un marco o idea dramático que pueda explotarse a placer. Se debe ser breve y preciso al momento de vender esas ideas, algo que suene llamativo y extensible: un par de agentes especiales del FBI se enfrentan a misterios paranormales, un extraterrestre aprende los valores fundamentales junto a su nueva familia terrestre, un hombre perdido en el tiempo debe saltar de vida en vida para resolver encrucijadas ajenas con la esperanza de regresar a su época. Mientras mejor se cumpla esta regla, más rentable puede resultar la serie y sus posibilidades de ser producida aumentan. La pregunta principal es: ¿cuántas temporadas puede extenderse?

Producir un capítulo piloto es apenas la promesa de una posibilidad. Si el programa es elegido por los grupos de prueba podrá existir, al menos, para una primera temporada. Así, cuando al fin se transmite, nadie sabe cuál será el final de todo aquello. Esta manera de producir contenidos es una apuesta de peso. ¿Tendrá el favor del público y el de los productores? Las series que fueron canceladas abruptamente son incontables. Sin oportunidad para desarrollar historias que puedan sorprendernos a la mitad, que cambien su rumbo, que logren sutileza en su devenir o profundidad en sus personajes, la televisión fomenta la espectacularización hiperbólica de lo peor de la realidad. Es un McTrío con nota amarilla, rosa y roja. No se trata de entregar una historia que pretenda construir una idea clara o un mensaje preciso sino de mantener la atención del público de nuestro lado por la mayor cantidad de tiempo posible, a veces sin saber hacia dónde se dirige la historia o qué es lo que se busca contar. De ahí tantos finales decepcionantes, inverosímiles, abruptos, flojos, truncos o forzados.

 

DE NAPSTER A MEGAUPLOAD

En algún punto, la red dejó de ser un club de ñoños intercambiando datos y curiosidades a la The Big Bang Theory. Para la industria del entretenimiento y sus secuaces colaboradores, el juego cambió por completo. Gran parte de las actividades humanas, sociales y culturales han sido modificadas gracias al internet. Napster fue la primera prueba de ello. ¿Que la gente quiere compartir su música sin costo? ¡Demándelos! ¿Que andan subiendo películas y series descontinuadas que les podríamos estar vendiendo aunque igual no lo íbamos a hacer? ¡Cárcel para todos!

En los últimos años ha quedado clara la incapacidad de la industria musical, cinematográfica y televisiva para adaptarse a un mundo que la necesita cada vez menos. Tanto el público como los profesionales creativos de estas industrias van aprendiendo que, gracias a la red, podemos no depender (tanto) de mediadores con visiones chatas y obsoletas. ¿Qué sería de la televisión sin los criterios de algunos productores amafiados y mañosos con visiones cortas del mundo, cultura mínima y muchos prejuicios? ¿Qué sería de la televisión si no se produjera para vender cosas sino ideas? Hoy, muchos contenidos han sido rescatados del olvido o reclamados para ser conocidos y compartidos por nuevas generaciones. Si la televisión es un componente fundamental para comprender la cultura a la que pertenecemos, ¿qué tan conveniente es que un minúsculo grupo de personas posea el derecho exclusivo de modificarla y reproducirla? Más aún si las ganancias que puede generar son mínimas y ya se obtuvo beneficio de estos contenidos. En la red, el copyrigth entra a un área gris. ¿Cómo culpar, perseguir y juzgar a quienes crean archivos .GIF? ¿Quién lo creó, en dónde?

Imaginen cuántas personas se habrían podrido en una celda si durante toda la historia de la humanidad hubiesen existido personas miserables dedicadas a señalar que tal o cual idea, personaje o situación era pertenencia de uso exclusivo de los herederos de sus clientes o de sus prestamistas. Goethe y Unamuno lo habrían pensado dos veces antes de «robar» a Fausto o a Don Quijote. ¿A quién le habrían tenido que pagar? ¿Hasta cuándo y hasta dónde se debería ser dueño de las historias?

Una cultura viva y sana es aquella en la que sus participantes son libres para transformarla, reactualizarla y reconcebirla. Es el proceso que muchas etnias viven actualmente; con tal de no perderse, deciden reinventarse. Mi cultura es este entorno y las historias que me contaron. ¿Quién se encargará de demandar a esas malvadas personas que se inspiran en las princesas Disney para repensar los paradigmas femeninos, hacer parodias o tutoriales para manufacturar un disfraz? ¿Quién reclamará justicia por los miles de artículos de Star Wars que no pasaron a depositar su cheque? ¿O por Spider-Man reinventado como un cholo ñero? El contenido audiovisual que consumimos deja de depender de los caprichos mercantiles de la niñera electrónica y comienza a volverse una decisión que trasciende las limitaciones de la transmisión analógica o digital. La elección la hace quien ve. No importa si ya no pasan ese programa o es poco popular, si no está en nuestra lengua, si no lo trajeron a nuestro país. El esfuerzo colectivo de quienes consiguen el archivo, lo encriptan, comparten, subtitulan y traducen ha podido más que las patadas de ahogado de los corporativos. Hasta ahora ACTA, PIPA, SOPA: nombre chistosos que encierran el más profundo desprecio por los derechos culturales de las personas. Una tras otra, estas leyes pretendieron reducir los derechos y facultades de los usuarios de la red argumentando que lo hacían «por su seguridad».

No sólo tenemos legítimo derecho a la «alta cultura», a lo museístico y académico, al ballet y a la música de cámara o al tepache y las piñatas, el mole y el son; también a la cultura que nos formó en la televisión y de la que formamos parte.

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EL EFECTO NETFLIX

En un mundo capitalizado no caben los espacios de libre intercambio. Una pequeña empresa estadounidense, fundada en 1999, ofrece enviar por correo las películas hasta tu casa. Pero el streaming lo cambia todo. Contratos millonarios, producción de series originales, nominaciones al Emmy. Las televisoras de pronto se ven orilladas por plataformas de distribución por esas pequeñas y sencillas ventajas que ofrecen por encima de ellos. Ver el contenido que quieras, cuando quieras, como quieras, las veces que quieras. Cada serie encuentra su nicho de mercado, compuesto a veces por la más improbable de las combinaciones, unidas sólo por una serie televisiva.

Ahora se pueden experimentar nuevos esquemas en los que no es necesario que una serie sea descrita y preproducida desde un capítulo piloto para ver si se realiza o no; esquemas en los que cada elemento esté en función del sentido de la serie, en los que exista una mayor preocupación por las ideas detrás del todo.

Los finales de cada capítulo ya no requieren suspender la acción, dejarnos colgados para esperar una semana a ver en qué acaba todo aquello, si se salvará o no el personaje en peligro con tal de garantizar que seguiremos sintonizando. Ni segmentos diseñados dramáticamente para que se le puedan insertar comerciales, costumbre que no comprende la lógica de la narración. Esto da pie a explorar profundamente la psicología de personajes más complejos, mejor elaborados y de las que nos mostrarán distintas facetas. Historias cuya estructura ya no dependerá tanto de su éxito inmediato sino de la consecución de los puntos dramáticos necesarios, historias hechas bajo un concepto, idea o mensaje claro y bien definido, con posturas tomadas ante ciertos hechos y problemas. Ahora basta con dar click en «siguiente», unas cuantas horas disponibles y mucha voluntad para terminar con una temporada completa. Cada quien sabe cómo dosifica los episodios, a riesgo de quedar sin su serie favorita por el tiempo que tarde en salir la siguiente temporada.

Asistimos a un cambio en las estructuras dramáticas, una transformación de la lógica misma de los contenidos. La distribución a través de plataformas como Amazon, Netflix y Hulu posibilita un intercambio cultural más horizontal y sin precedentes dado el interés mostrado por varias cadenas por producir series en los países a los que ofrecen transmisión. Además, el rescate de clásicos televisivos amplía el diálogo hacia el pasado. ¿Cuál será la lógica para la distribución y consumo de series en los años por venir?

Quizá estamos ante la posibilidad de que, finalmente, las series se conviertan en un medio «literario» de nuestra época. Historias que reflejen nuestra época, ya no sólo como entretenimiento sino como ese ancestral rito. Tal vez nos acercamos a la novela del siglo XXI, ese espacio para detenernos, mirarnos y reflexionar. Esas, pienso, podrían ser algunas características de la nueva televisión. ¿Qué le podrá decir al mundo? ¿Será mejor que la que tuvimos hasta ahora? ¿Servirá para adoctrinar, para educar, para enajenar, para liberar?


Autores
(Puebla, 1988) estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Exdirector de la revista Síncope. Cursa el diplomado en guionismo en el CCC. Textos suyos han sido publicados en Lenguaraz, Cuadrivio, Bicaal’u y Gaceta literal.