Tierra Adentro

En los años setenta, Octavio Paz se encuentra en pleno proceso de consolidación de su hegemonía, mientras los poetas infrarrealistas, incluido Roberto Bolaño, tenían como consigna principal ir a contracorriente del poeta más influyente (bien o mal) del “sistema literario mexicano”. Ellos entienden que sólo hay dos caminos para acceder a la “República de las letras”: la alineación a los grupos de poder cultural,o la irrupción subversiva en el panorama, emulando la función social de la guerrilla.[1]

 

Octavio:

 

La última vez que nos encontramos, si usted no recuerda, fue en la librería Ghandi. Yo iba con Mario Santiago (sí, el poeta aquel que grita mucho) y con los hermanos Cuauhtémoc y Ramón Mén­dez (esos que parecen pordioseros). Si le doy estas señas de mis acompañantes es para que me ubique mejor, supongo que es más fácil que se acuerde usted de este grupo que sólo de mí. Ese día in­tenté acercarme a usted, pues quería decirle un par de cosas; por desgracia el séquito que lo acompaña a todos lados nos impidió acercarnos y la verdad es que Ramón tiene muy mal carácter, así que aquello terminó como debía terminar. Nosotros echados de la librería y sus lacayos con algunos moretones en la cara.

Como le decía, quiero hablar con usted para aclarar algunos malentendidos que se han dado en torno al grupo que nosotros formamos. Seguramente sus pajes le habrán dicho que el infrarrea­lismo fue fundado para darle en su madre a Octavio Paz y, en ho­nor a la verdad, sí. Los infras detestamos la figura pública llamada Octavio Paz, pero así como estos seguidores suyos quieren crear una imagen negra de nosotros, diciendo que somos borrachos golpeadores, también se han encargado de crear esa imagen de usted como el tlatoani que debe ser sahumado por toda la buro­cracia de la literatura mexicana y eso no puede ser así.

En honor a la verdad, Octavio, créame que pienso que todo este escándalo que ha surgido como resultado de nuestras acciones ha valido la pena si consigo que usted sepa de mí. En el fondo us­ted y yo no somos tan diferentes. ¿Se acuerda, Octavio, cuando usted creía en la Revolución, se acuerda cuando escribía poemas como “Entre la piedra y la flor”, “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón” o “No pasarán”? A ese Octavio yo lo invi­taría a estar con los infras.

Porque el problema, Octavio, no somos ni usted ni yo. Quizá usted nunca ha leído un poema de Mario Santiago y lo entiendo, seguramente el mediocre de Vallarino se ha encargado de impe­dir que los poemas de Mario, o los míos, lleguen a usted. Y es que así como ese otro Roberto, muchos otros escritorcillos anodinos que lo rodean deben sentirse muy intimidados por la existencia de los infras. Sabemos que usted puede distinguir el oro de la al­paca. Como dijeran los estridentistas, “que la poesía sea poesía de verdad, no babosadas”. Porque de los poetas jóvenes mexicanos, sólo Sampedro, Reyes o Castillo son poetas no infras que valen la pena. El resto busca suplir su falta de talento con elogios y reve­rencias a usted, en busca de ganar favores que sus versos no les pueden conseguir.

Usted sabe, Octavio, que todos estos principiantes quisieran escribir como usted y que están muy lejos de lograrlo. Pero lo peor es que además pretenden decir los poemas como usted, imitar su timbre y su cadencia, la forma en la cual sus manos llevan el com­pás de las palabras que va leyendo. Es que esa voz que tiene usted tan única, me hace pensar que, dichas por usted, hasta las can­ciones populares que se escuchan en el radio sonarían poéticas: ¿ha intentado alguna vez leer en voz alta la letra de una canción como “La puerta negra” o “Triste canción de amor”? Inténtelo, verá que estos clásicos de la música popular mexicana adquieren un aura distinta en su voz.

Le voy a contar algo más: yo sé muy bien que usted es el único escritor mexicano que puede vivir de lo que escribe y en honor a la verdad creo que yo también puedo hacerlo. He pensado escribir una novela que podría hacerme ganar mucho dinero o al menos un premio importante. Imagino que puede ser el relato del trecho que estamos recorriendo, porque creo que de alguna manera es una historia que permanecerá. Si escribo esa novela tal vez en el futuro piensen que yo lo detesto, pero en realidad, y por eso le es­cribo esta carta, me gustaría decirle que usted es para mí el único escritor mexicano por el que me interesa ser leído.

Así es, Octavio, usted y yo lo sabemos: la literatura mexicana se divide en dos: Octavio Paz y el infrarrealismo. Usted ha construido la historia, el estilo, el lenguaje de la poesía mexicana de los últi­mos cuarenta años, y le garantizo que Mario Santiago la va a con­tinuar, aunque sin imitarlo a usted porque eso sería muy servil y no somos como los poetastros que lo escoltan. Por mi parte, creo que puedo rendirle el mejor homenaje que usted merece: devol­verle su valor de hombre polémico, no de estatua momificada del parnaso literario mexicano. Si lee o escucha que hay un escritor chileno llamado Roberto Bolaño, el cual dice que usted es el jefe de la mafia literaria mexicana, sepa que lo hago no con el afán de desenmascararlo a usted, sino a todos esos farsantes que se escudan bajo su clara sombra.

La próxima vez que nos encontremos (y tenga por seguro que sucederá), recuerde lo que acabo de decirle. Usted tendrá que cumplir su papel y nosotros el nuestro, pero ambos sabremos que esta representación de la comedia de la literatura mexicana solamente nos beneficiará a usted y a mí, y que los mercaderes de la burocracia rumiarán pullas en contra de los infrarrealistas por­que serán incapaces de comprender que el tamaño de la obra de Octavio Paz solamente puede ser confrontada por otra del mismo nivel. Créame, Octavio, que después de usted y de su generación, nadie venderá tantos libros como yo. Se lo prometo.

Con secreta fraternidad,

Roberto Bolaño.

 

[1]Festejamos el “Día del amor y la amistad” con un ejercicio de escritura lúdico. Cuatro escritores imaginan una correspondencia donde las relaciones humanas reinvirtieran el punto de quiebre, una vuelta al pasado para decir lo no dicho. Así, Herson Barona se transforma en la voz de David Foster Wallace y redacta una misiva a su amigo Jonathan Franzen. Por su parte, Eva Castañeda se apropia de la escritura de Roberto Bolaño para entablar un diálogo con Octavio Paz. Liliana Pedroza se pone en los zapatos de Elena Garro y habla con Adolfo Bioy Casares, y Raúl Aníbal Sánchez encarna a Lev Trotski, quien propone una cita amorosa a Frida Kahlo, todo a espaldas del pintor Diego Rivera.