No es Abril sino una noche enmarañada
Suelta el grito al encontrarla de frente, la mirada horrorosa como una llama recién salida de una cavidad de calores tremebundos. “¡Qué estúpido!, pero si solo es una niña mirándome con los ojos muy abiertos, el pecho electrizado y toda la frugalidad de la vida al borde de los labios resecos”, murmura el hombre, apenado. “¡Qué estúpido!, ella también se ha asustado.”
Pide disculpas, “lo siento, permítame”. Dice más cosas tratando de que la joven vuelva a la normalidad, de que deshaga con la ráfaga de un cambio de humor esos ojos encendidos. Golpea suavemente las mejillas de la niña con el dorso de la mano. Tan profundos de lo encendidos que se encuentran esos ojos, llorosos y sucios. Profundos. Tan profundos. Algunas de ellas ríen, como hienas acechando a su presa. Lo sentimos, de verdad. Es fea, le dicen. “Es fea, pero no es para tanto”, ríen. Algunas carcajadas nerviosas destemplan lo cargado del ambiente.
El doctor por fin la ha conocido. Le han hablado mucho de ella. Pero descubre que se equivocan en su apreciación. Observándola bien, libre de los juegos de luces y sombras, le parece bonita, muy bonita, solamente está muy descuidada.
Avanzan todas como en una procesión de pingüinos. Y ella, la pobrecita, tan acostumbrada a las burlas, a que la vean como la Idiota de Palacio, no dice nada. Idiota, le llaman; Idiota. Ese es tu nombre; Idiota… también es tu apellido. Pero ella no es estúpida ni está loca, él ya ha visto sus ojos de cierva herida. Tal vez por eso está tan obsesionada con La Bestia. Ella es una pieza de caza, y sus batidoras están siempre presentes, flotando a su alrededor.
La niña murmura una voz que se queda en un murmullo. Los labios tiemblan como los árboles en el bosque cuando llueve. Ella tiene que repetirse para sus adentros: “tranquila, es como tú. Tranquila, él está igual de asustado que tú. Tranquila”.
La procesión suelta su rumor que avanza infatigable hasta los oídos del doctor:
Un golpe que resuena por toda la piedra elemental, tan dura como su cabeza, tu cabezota dura, tu cabeza como de piedra, jajaja. Es ella golpeándose, es ella martilleando con la frente y la nariz, como si quisiera horadar la arcilla, la argamasa, los materiales más blandos; solo es terrible cuando estrella la cimera contra la piedra. Entonces son las explosiones de sangre y, según las escandalosas, de sesos.
Pero no hay sesos, dice el doctor, no puede haberlos. Ha venido a tratarla, por fin, y le receta algún calmante. La pobre no ha podido dormir en toda la noche. El doctor se siente apenado con la pequeña, “¿cómo he podido asustarme al verla? Tan chiquitita, indefensa, esa pobrecita niña”. Así que, para distraerse, el doctor sigue escuchando a las urracas, sus miedos y gorgoteos; pero, ignorando todo aquello, les pregunta: “¿ella ha visto ciertas… apariciones… en el marco de la puerta del comedor, o dónde?” La procesión ya se ha sentado en sus tablas, listas para devorar lo que han encontrado en los mercados. Sus picos abiertos salivan.
Sí, claro que ha visto cosas, pobrecita, la tontita. Habla de una niña que le dice cosas, y también… es horrible… discúlpenos… también habla de una bestia, la pobre está maldita. “¡Tonterías!” les responde. “No deben creer ese tipo de necedades; todo se debe a su estado de salud. Como verán, no es una niña muy equilibrada, pero no tiene la culpa. Deberían tener más respeto hacia ella. Véanla, pobrecita. No tiene las mismas capacidades que ustedes y aun así aguanta todas sus burlas, todo su desprecio. Deberían ser condescendientes con ella. Es una niña muy bonita, aunque esté un poco perturbada. Nada de Satanás, nada de enfermedades del espíritu. Aquí es la mente y nada más. ¿Alejarla de las otras…? ¡No! No hay necesidad…”. Y, tras la pausa, se escuchan por todo el recinto las risitas llenas de miedo.
Amanece más tranquila, la pobrecita. Ha dormido bien después del calmante. Sonríe cuando llegan algunas de las urracas para preguntar: ¿cómo te sientes? “Hipócritas”, piensa Abril, pero no lo dice. Aunque sí responde cuando le preguntan ellas, en tono de burla: “madrecita”, ¿cómo eran esas cosas, podrías describírnoslas? Estaba ahí junto a la puerta, nos dices, aquí mismo también, ¿verdad? ¿Por qué nadie más la vio? ¿Por qué las demás no han podido ver esas apariciones, si estaban a centímetros de la puerta?
La figura de aquellos era como una escalera interminable, como una escalera y la figura de un arco torcido que se extiende hasta las profundidades del sótano de la memoria o de este edificio tan bonito. Pero cuando es de noche y no se puede ver nada, a veces se encienden las lámparas de sus ojos y a mí me da miedo. Es hembra. Ella, la hermana. Es macho. Él, La Bestia. Y la hermanita dice que el rostro es una sarta de mentiras en forma de escalones que llevan a esquinas que revelan más escalones, y éstos últimos terminarán, por supuesto, en otras y otras esquinas aún más apretadas y oscuras. Los escalones se dirigen hacia las profundidades pero también viran hacia arriba. A veces, es a medio camino donde giran y se encuentran con ángulos difíciles de comprender, de salvar, como si fueran las patas de gallo de un hombre que es mujer pero de puro gusto quiere aparentar ser buen cristiano.
Las palabras y pensamientos de Abril son poco acertados. Las conexiones que hace su mente febril —su cabeza que suda y derrama las dudas por todo el piso, que apaga las velas y que provoca que se enciendan de nuevo las lámparas—, son breves y fragmentarias. A veces están podridas por la humedad: la humedad que es un rojo deseo del interior, una perfidia olvidada. Es la humedad presurosa de las piernas abiertas buscando el calor de aquel vaho que le permite a una mujer, a una “madrecita”, gritar.
Las demás no entienden pero no tienen por qué hacerlo. Lo que sucede en el rostro de la pequeña, la niña tontita, no en el de la presencia, es una descomposición que termina en un rostro descerrajado que apaga todas las velas chisporroteantes, y que se estrella contra los aldabones atascados de tanta herrumbre. Esos espías que han presenciado los besos furtivos de mujeres ansiosas por probar la muerte de la carne, el fuego de la carne, el pecado de la carne
Las demás gritan asustadas también, cuando ella dice: “Ahí están, ahí está el grito que se vuelve tumulto que se vuelve una marejada de mierda que se abalanza por las paredes. ¡Es como la mierda que me avientan por las noches cuando duermo con la boca abierta! ¡Ellos son la porquería que me hacen lamer cuando nadie me escucha queriendo gritar que no me gusta y que se alejen de mí porque son muy muy malas pero por qué tan malas si no les he hecho nada y me llaman taradita y me dicen de cosas y me quieren tocar donde no se debe donde yo voy al baño y se burlan diciendo que debo hacer lo que ellas quieren Dios lo quiere la Madre de Todos lo quiere pero sé que usted no y me quieren obligar sabiendo lo que yo sé como que ese es el mismo rostro de la mujer convertida en escalera esa que lleva a los verdaderos fuegos incapaces de extinguirse ni con la niebla de la mañana ni con las lluvias de la tarde cuando las demás se besan y se buscan ansiosas debajo del ombligo y por eso son ustedes las culpables por eso La Bestia y su domadora por eso la presencia de mi dulce hermanita!”
Y ahí está nuevamente el grito.
Alguien entra a la sala común pidiendo silencio, tranquilizando a todas con su voz grave y sus maneras tranquilas. “Lo lamento, hijas. Esto a veces ocurre. Tengan paciencia. En mi opinión, solo es un desajuste de su atormentada cabeza. Es ella quien ha sufrido bastante, no tienen por qué juzgarla. No tiene a nadie. No puedo internarla. Creo que es necesario mantenerla un tiempo aquí. Reaccionará muy bien a los medicamentos. Solo hace falta un poco de paciencia. Confío en que se recuperará. Discúlpenme, por favor, quisiera hacer más por ustedes, pero por ahora no hay nada más que hacer. Sólo denle estos calmantes a su hermanita. Pobrecita, tan atormentada. Les dejo también las agujas.”
“¿Debería dejarles las agujas?”, se pregunta el doctor mientras camina sin voltear atrás, harto del aire encerrado, de la monotonía de aquel espacio; harto del revoloteo convulso de cientos de alas.
La masa, ese desfile de aves grotescas, ponen un grito en el cielo raso de piedra, muy alto. No quieren estar más con ella, con esa loca pérfida, pecadora. Las asusta diciéndoles que ha visto a una niña en la puerta de la sala común, en el comedor y hasta en su celda, las asusta hablándoles de La Bestia, una criatura enorme y cornuda como un ciervo. Ellas saben lo que es. ¡El Gran Cabrón! Y ahí se queda la maldita niña, y ahí se queda la maldita tontita. Porque asusta y nadie quiere estar cerca de ella.
Una cosa es que tenga miedo, que sea una loca sin remedio, y otra muy distinta el asustarlas de esa manera. Eso es maldad pura. No hay necesidad de inventarse presencias maléficas e invisibles que se aparezcan en el marco de la puerta, visiones que no pueden borrarse ni poniéndoles veladoras. La explicación es obvia: la hermanita engaña, miente. Quiere asustarlas de muerte, provocar sobresalto, una enfermedad de los nervios. ¿Por qué otra razón Abril diría que la aparición tiene los ojos blancos y viste una bata muy oscura que le hace parecer un tipo de sacerdotisa, que su cabello es rojo y largo hasta debajo de los tobillos y que de su boca se extiende una hilera deforme de dientes? Nadie más la ha visto, es su imaginación, su mente perturbada.
Algunas tardes la tontita acepta estar tranquila: come apaciblemente junto a sus compañeras, no hace movimientos inesperados ni balbucea palabra alguna. Como señalan las demás: no hace ni pío. Es en esas tardes cuando Abril parece una niñita, una “madrecita” normal. Es por esas tardes señaladas que el médico tiene confianza en que mejorará. “Tranquilas”, dice, “no es Abril sino una noche enmarañada”. La extraña frase hace referencia a un poema que le gusta mucho, uno de quién sabe qué autor inglés, o mexicano, o bielorruso. “Pronto estará bien”, continúa, “no hace falta más que paciencia”. Les recita: “’la noche pasa/abril, el mes/murmura verde,/un falso inicio/de primavera’. Pero después llegará el día, el verde fuerte, y Abril, no el mes, volverá a recuperar la razón. Tienen que tener confianza en mí.”
Ellas confían en el médico, pero no en la niña, ella merece un gran castigo.
Llega la madrugada sin que estrella alguna pueda descubrir lo que las demás monjas harán con Abril. Llegan a su celda como en una procesión, exaltando el silencio apenas con sus pasos. Es una procesión de dos colores, si acaso tres: los tonos de sus hábitos. Serán unas veinte. En sus miradas se descubre el cruel y ardiente deseo de venganza. Es fuego lo que alimentará sus manos para sostener a Abril y hacerle pagar por el miedo con el que las ha sometido, aquel miedo filtrándose a través de sus hábitos.
Llegan a la puerta indicada, marcada, “¡márquenla, márquenla como a una bestia!”. Y escuchan. Silencio. Pero no es solo silencio. Algunas de ellas perciben un murmullo como de insectos. Es el rezo de una perdida, una estúpida que goza asustando a quienes no sufren tanto como ella.
Pobrecita, la inmunda porquería de ojos extraviados que incita a las demás abriendo las piernas y riéndose mientras la baba salpica sus tetas gordas y bien formadas, rechonchas. Sabemos que si Abril no estuviera encerrada en su celda, si no se escondiera detrás de estos muros, gozaría del abrazo de un hombre lujurioso y descreído. Y ese hombre disfrutaría al tener sus carnes en la boca, al explorarla, rasgarla, penetrarla y hacerla llegar al paroxismo que precede a la carcajada orgásmica… ¡impúdica, perversa! No puede ser mejor que nosotras, ¡no es más hermosa que nosotras, es estúpida, estúpida!
La comitiva entra. Descubren a Abril explorando su sexo con una vela larga y sedosa, musitando palabras demasiado quedas para ser escuchadas. Entierra, furiosa, el cirio en su interior hasta derretirlo. Su rostro es bellísimo, luce. No hay rastros de sus males ni de sus visiones. No la está acariciando el Diablo; es ella quien se toca, quien se folla incitándonos, quien acaricia hábilmente los pliegues de su sexo. Las hermanas no saben qué decir o qué hacer. Se quedan inmóviles. Pensaban que le darían un susto de muerte al abrir la puerta de golpe, pero Abril ni se inmuta. Sigue acariciándose con sus dedos, sigue metiendo la vela muy profundamente en su interior, haciéndola vibrar. Gime mientras se muerde los labios y silencia los sonidos de su interior.
Pareciera que se masturba conscientemente, como si no quisiera despertar a nadie. Las hermanas se acercan, exploran los hábitos de Abril, tirados en el suelo, su ropa interior, empapada de los miasmas prohibidos. Algunas se encuentran asqueadas, pero la mayoría de ellas, parvada de pingüinos, mira el espectáculo con una media sonrisa. El rosto se les llena de fuego. Algunas hablan: Abril, somos nosotras, venimos por ti, venimos a recordarte tu lugar. Ella abre los ojos y no tiene miedo en sus pupilas; al contrario, su mirada es una invitación. Casi parece decirles: adelante, soy un cuerpo vacío, una máquina esperando a ser manejada por su hábil operador.
Sor Esperanza, sor Eugenia y sor Engracia se acercan a la tontita. Abril abre las piernas. Ellas alargan los brazos, las manos y los dedos, acarician los muslos pálidos hasta dejar marcas y surcos como los de un río seco en medio del desierto. Un olor inunda la celda. Las demás se acercan y son más ávidas. Algunas tocan los pechos y otras se pierden entre el rumor del sexo, el coño, el coño, el coño. Juguetean con los rizos embadurnados de sudor, de saliva, de los jugos de Abril. La escena podría parecer sórdida y, sin embargo, es un festín. Las hermanas, las monjas, parvada devorando su alimento, se inclinan para pasar con su lengua ávida cada centímetro de ese cuerpo terso y firme. Quién podría haberles hecho imaginar que la hermanita tenía un cuerpo tan espléndido, tan lleno de lujuria.
Algunas se tocan entre ellas. Olvidan los hábitos o tan solo los levantan más allá de los muslos. Es un festín de sexos abiertos y tocados y rozados y lamidos y penetrados. Algunas de ellas comienzan a moverse y a restregarse para alcanzar el clímax. Se escuchan los gritos vedados. Pero el castigo no se les ha olvidado. La orgía deviene en tortura. Atan de manos a Abril, le extienden las piernas y comienzan a arañarla, a golpearla. Amordazan-golpean-extienden-lastiman-muerden. Abril ya no es presa del sobrecogimiento causado por el placer. Mira con terror a sus torturadoras, las lágrimas le saltan del rostro al igual que la sangre de la piel. Siente una retahíla de impúdicos y salvajes dedos que se adentran en ella como si quisieran partirla en dos. Pronto, un punzón la perfora buscando su sangre, sus entrañas, su corazón y aliento. No nos hemos olvidado de las agujas.
Abril se desmaya. Los rostros de las hermanas son un carnaval de risas monstruosas, de guadañas blancas, afiladas de tanto morder carne ajena. Los dedos poseen la sangre como si fueran sádicos verdugos contemplando su obra. El castigo ha sido demasiado violento. Pero se lo merecía
No la han matado. Tampoco le han causado heridas graves, tan solo mucho dolor. Y esperan que el recordatorio de esta visita le haga extinguir esa pasión desenfrenada que provoca. No nos vuelvas a asustar, taradita, con tus historias de fantasmas de niños y bestias. Si lo haces, volveremos a visitarte a mitad de la noche. Y la siguiente vez no seremos tan misericordiosas contigo. No nos juzgues, habremos salvado tu alma a través del sufrimiento.
La comitiva se desliza por la puerta de la celda. Solo una de ellas voltea antes de salir. Sor Esperanza mira a Abril y casi siente pena por ella. Nota cómo abre los ojos lentamente, es una mirada triste, salteada de lágrimas. Sin embargo, algo distinto ocurre, un cambio en su semblante. La mirada de Abril no se posa en su torturadora. La sonrisa que surge en el rostro no es para ella. La mirada discurre en algún punto justo arriba del marco de la puerta: un espacio de piedra donde cuelga un crucifijo de madera.
Sor Esperanza da un brinco cuando el crucifijo cae. Al rebotar, se quiebra. Ella mira hacia la cama. Abril no ha movido sus ojos. Su sonrisa es mucho más pronunciada, más salvaje. Y comienza a hablar: es un rezo incomprensible el que sus labios pronuncian, como la danza macabra de un esqueleto que aparece y desaparece tras una cortina roja. La hermana siente los vellos del cuerpo erizados y corre antes de sentir esa mirada salvaje sobre su piel. No quiere ver reflejados en los ojos de Abril esos fantasmas de los que tanto hablan.
Las demás monjas escuchan los gritos de sor Esperanza y se acercan alarmadas, la acogen y la reconfortan a pesar del miedo y de la culpa sosegada. Esa noche, muchas de ellas dormirán acompañadas, juntando sus cuerpos febriles y temblorosos. Sor Esperanza ha preferido callar, prefiere que piensen que sus lágrimas y gritos son de arrepentimiento, no de miedo.
Al otro día nadie dice nada, ni siquiera las superioras. Se limitan a mandar a algunas de las subalternas con Abril para que la bañen, la limpien y le dejen algo de comer. Saben lo que ha pasado la noche anterior. No están completamente de acuerdo, aunque creen que ha sido lo mejor. Tal vez así se calme Abril y no siga asustando a las hermanas con sus historias de niñas espectrales y bestias cornudas. Antes hubo una niña, sí, lo sabe todo el mundo. Pero ha pasado mucho tiempo y nadie quiere creer en fantasmas ni en venganzas de ultratumba. Es la imaginación de una enfermita, nada más. Esa niña adoraba a las bestias. Se vestía con sus pieles y creía que Dios tenía unos enormes cuernos, como de ciervo, brotando de su cabeza. Y esa niña había sido castigada por su herejía. La Bestia jamás volvería a brotar en ese convento. No lo permitirían.
El médico no vendrá hoy porque no hay que hacerle ver las heridas de Abril. Inventarán alguna excusa. Con el medicamento bastará, con las inyecciones y las pastillas que le hacen tragarse, con los somníferos y una comida abundante. Abril no ha dejado de comer. No pierde el apetito nunca. Dormirá, se sentirá mejor y no volverá a enturbiar las noches, las comidas ni los oídos de las hermanas.
Vuelve a llegar la noche sin que estrella alguna se asome. El claustro mira hacia arriba. Su mirada se extiende hacia todos lados. Hay algunos árboles alrededor, cubren la edificación con luz entristecida. Los caminos que serpentean desde él avanzan hacia distintas zonas, incluida la entrada. Por ahí llegan camionetas cargadas de suministros. Por ahí llega el auto del médico que atiende a Abril y a las monjas enfermas. Después de dos días, lo invitan a comer. No puede decirse que en ese claustro la comida sea frugal. En la orden nunca se ha creído que privarse del alimento genere un mayor acercamiento con Dios. La comunión se logra a través de la fe, los rezos, la hostia y la meditación cristiana, no a través de dejar de comer caldo de camarón o carne de puerco. El médico está de acuerdo. Se ofrece a supervisar la alimentación de las monjas con esmero. Tampoco es que tengan que ponerse gordas. Comer de todo, sí, pero moderadamente.
La única que, al parecer, come mucho sin nunca enfermarse, sin engordar ni un gramo, sin que su cuerpo muestre niveles inadecuados de nada, es Abril. El médico ha descubierto, no lo puede negar, deseo por ella, por su cuerpo. Pero ese deseo se recubre con la ternura provocada por sus ojos infantiles. Él sabe que un día Abril se levantará de la cama, como una cierva completamente curada de sus heridas, y terminará por ducharse, rezará incluso, y se sentirá lúcida, saludable. Su mirada dejará de perderse en la oscuridad de la noche interior. Y tal vez podrá salir de ahí, justo por ese camino por el que ha entrado.
Abril, la de senos turgentes y caderas armoniosas. Fuera del espanto, fuera de la mirada temblorosa; la chiquilla es muy bella. Y quién sabe, después de curarse podría estar tan agradecida que una invitación a comer sería aceptada. Después, una charla íntima, un darla de alta, unos besos inocentes, unos besos encendidos, un comprometerse, un casarse, los hijos, la felicidad. Todo eso si Abril dejara de tener la cabeza llena de fantasmas.
Dentro de ese claustro gris, ese claustro bañado de plata y del miedo de los árboles, Abril recupera la sensación de estabilidad en todo el cuerpo. El cabello, bien peinado, roza su espalda como los besos suaves de un amante. El roce del agua excita su abertura mística. Mística, así le parece esa sensación cuando se talla y se escarba con cuidado y se penetra con los dedos. Pero en ese momento duele. La abertura duele al recordar todo lo que le hicieron sus “hermanas”. Parvada de pingüinos, miserable parvada de pingüinos. Se han extralimitado.
Por eso la niña ha llorado con ella toda la noche hasta tranquilizarla. Después siguieron los malabares, los juegos, las muecas graciosas, las palabras de aliento, las miradas cálidas, cariñosas. Hubo, también, una presentación. La niña le presentó a un viejo amigo. Le dijo que no era una mascota; al contrario, la niña era tan insignificante, cualquiera lo era, que podría pasar por siervo de él. Tampoco tenía que temer. La Bestia no era monstruo alguno, era la noche y el viento gélido, placentero después de una tarde calurosa. Sólo había que tenerle respeto. Nada más. Y bailar con él, porque a La Bestia le encanta estampar sus pezuñas contra el suelo.
Los ojos blancos de la niña que, al principio, habían aterrado a Abril, ahora parecen mirarla con suavidad, con ternura. La niña la quiere. Estará siempre a su lado, eso le ha dicho. La consolará cada vez que las agujas del doctor se claven en sus brazos y en sus nalgas. Todas son punzadas intermitentes. Aunque duelen menos que los arañazos de esas ávidas garras, patas y pezuñas de sus “hermanas”. Ahora todas las monjas reclusas parecen una bandada de animales, una piara de puercos hambrientos, una riada de cucarachas buscando la suciedad. Pero han de comer de esa misma suciedad, de esa misma venganza y sangre y furor que han causado, que tienen, que dicen que ella tiene (porque eso no es cierto). Ella es inocente del tamaño de sus tetas, de la anchura de sus caderas, de sus ganas, de su hambre, de sus olores lúbricos. Por eso ríe Abril cuando comprende lo que la niña le dice: “Ven aquí, conmigo, ven a jugar, ven a rezar a mi lado. Soy una niña buena. Vayamos a la capilla a pedir por nosotras, por nuestras almas. Vamos a rezar y a pedir y a movernos y a bailar, Abril, hasta que la noche nos deje despeinadas”.
Ella salta y brinca y siente la luz de la luna sobre la piel erizada, sobre el vello terso de ese bosque oculto. Las llagas duelen menos, como si la leche se regara sobre la piel y le sonriera. Abril se deja llevar mientras piensa en la leche de su padre sobre su boca, su vientre y sus tetas gordas, esa leche que le ayudaba a dormir, ese líquido pringoso que era expulsado raudo y voraz del miembro paterno. Esas palabras: miembro, leche, tetas. Y recuerda que el padre preguntaba si le gustaba lo que hacía, si ella quería tocarlo, si quería lamerlo. A ella le gustaba demasiado. Por eso sufrió tanto (y aún sufre) cuando supo que su padre se había ido de casa. Sabía que todo el mundo le mentía. No se había ido: se colgó de la rama de un árbol alto, alto, alto y sin hojas. Ahí se quedó, convertido en fruto podrido o en algo más, tal vez en un ave que dejara el nido para volar hasta rozar las nubes. Su padre sería un ave elegante, tal vez un águila solitaria, un cóndor, y no un pájaro perverso y obsceno como la urraca o el asqueroso pingüino.
Abril es arrastrada fuera de su habitación. Es noche de nuevo. El claustro es engullido poco a poco por las estrellas. No, en realidad Abril no es arrastrada, pues parece caminar alegremente, casi ansiosa. La niña de ojos blancos la acompaña. Caminan juntas hasta encontrar un lugar apropiado para reír y jugar y bailar hasta desmayarse.
Pronto están fuera del claustro. Los pies de Abril apenas tocan el pasto, las piedras regadas por el suelo. La niña de los ojos blancos no se molesta ya en aparentar, pues su cuerpo deja pasar los haces lunares; las extremidades casi ondean cual banderas henchidas de viento. No toca el suelo, no siente las rocas, no aplasta la yerba.
Las puertas de la capilla se abren solas. Abril se siente curiosa, excitada. Todas las impresiones que tiene son como ríos subterráneos que tejen redes e hilos en su interior. La capilla está adornada con imágenes oscuras y retablos ajados que muestran el martirio de diversos santos. Algunas velas chisporrotean, las sombras titilan dejando entrever recubrimientos de madera, piedra labrada, losas de mármol, y algunos arcos pronunciados, casi góticos. Abril percibe las imágenes, las tonalidades, los olores apenas insinuados, los silencios a punto de ser rotos.
La niña de los ojos blancos le susurra, “mira hacia el atrio, Abril, aparentemente no hay nada, apenas pueden verse, pero han estado esperando por ti. Háblales, sonríeles, ellos bailarán con nosotras”. En el atrio unas siluetas cobran forma y se hacen voluminosas. Son una manada de seres cornudos, parecidos a ciervos. Sus astas son tan grandes que arañan la pintura de las bóvedas. Son majestuosos. Se yerguen en dos patas y agitan y entrechocan las delanteras, como si aplaudieran. Sus rostros son mares de negrura, apenas distinguibles bajo la luz de la capilla. Abril ríe alegremente cuando ellos —¿ellas?— se yerguen y dejan exhibidos sus miembros, tan largos que tocan el suelo. “Son ellos, machos con miembros más grandes que el de mi papá, mi papito. ¿Dónde estás, papito, dónde estás?, me recuerdan al tuyo, su calor, su textura”.
Los seres cornudos gritan de contentos, gritan porque están excitados. Se nota en sus bailes, en sus pezuñas astillando la madera de las bancas y las paredes, en sus cuernas brillando y moviéndose como las ramas de un bosque sometido al viento, en sus miembros erectos, apuntando hacia Abril y hacia la niña del vestido oscuro, quien también ríe divertida.
Abril mira el altar, y aunque luce tan frío quiere recostarse sobre él y descansar un momento mientras los seres cornudos bailan y la hacen sentir bien con esa música que hacen al azotar su cuerpo contra las losas del piso y la madera. Ella abre las piernas mientras se recuesta. Las bestias gimen y la niña-espectro se acerca a su amiga. Camina, flota y luego repta sobre el suelo hasta llegar a ella. Parece divertida. Acerca su rostro al de Abril y le dice, “tranquila, tranquila, mi pequeña de vellitos enchinados”.
Y pronto es un gemido y un calor el que se extiende por todo el cuerpo terso, suave y deseable de la niña-que-no-es-ya, “Abril, tontita Abril, tontita, tontita”. Los ojos del espectro se oscurecen. No es más que un par de ojos blanquecinos, pálidos como el pelaje de una bestia albina. Después emerge el tono de la hierba bajo la noche, el color de la cueva inspirando una invitación.
Sobre el altar se retuerce y abre más las piernas mientras las bestias gimen y gritan y sueltan improperios con sus bocas grandes y rojas. Los cuernos centellean con la luz extraída de las ventanas y de los vitrales que aún sobreviven a pesar de los años. Los cirios más grandes, los que adornan el altar, se encienden. Abril piensa en lo rico que sería deslizarse un cirio por… y una bestia, uno de esos ciervos desconocidos, le dice algo al oído. No lo entiende, aunque parece una sugerencia. Se da cuenta de quién es y grita de alegría. Es el acompañante de su amiga. Abril se había extrañado de no ver a La Bestia. Pero al fin ha llegado.
Abril grita de júbilo y observa cómo, de pronto, La Bestia estira todo su cuerpo, dejando su enorme miembro expuesto. Se ve tan duro y suave a la vez. Abril abre las piernas mientras las llamas bailan al compás de las otras criaturas, y sus gemidos se entremezclan, y sus bufidos son uno, y el resoplar del macho eriza cada poro de su piel ardiente.
Abril, abierta de piernas, sollozando de placer, comienza a rezar.
Son los rezos como el crepitar de las llamas, como la tonalidad de los gritos infantiles, como los improperios sexuales de un sadomasoquista satisfecho. Y esos rezos alebrestan la capilla, el exterior, el pasto, el suelo, el claustro, la noche.
Sor Esperanza sale de su celda. Sor Eugenia se hace acompañar por sor Engracia, y también por una novicia de lengua ávida. La pronta marejada de pingüinos es ahora un río incontrolable que atraviesa los pasillos del claustro. Todas caminan y anadean presurosas, aunque torpes. Se dirigen hacia el comedor, hacia la puerta. Gritan, pidiendo el auxilio del doctor, quien sale de su celda, pues ha tomado demasiado vino y las pingünitas han juzgado que lo mejor sería que se quedara a dormir. Se alegran de su sabia decisión. Tienen a quien las proteja.
Las superioras hablan para acallar los murmullos de las hermanas asustadas. Algunas “ven” a la niña de la puerta. Pero no hay nada ahí, tan sólo nervios. Mantienen la calma, quieren hablar a la policía, a un exorcista, al obispo, al Vaticano, o a cualquiera que pueda ayudarlas. El doctor apoya la voz regia de las superioras. Tranquilizarse, hay que tranquilizarse y averiguar de dónde proviene el infernal ruido, ese rezo maldito. Todos avanzan como en procesión, las monjas se arman con lo que encuentran. Salen del claustro y se encaminan hacia la capilla.
Todas están asustadas. El doctor no puede evitar estarlo también, es un cuervo en medio de un graznido comunal. El suyo no puede decir nada distinto, el suyo no puede tranquilizar ni una rama. Que el miedo se extinga, Señor, que tu luz nos acompañe y nos dé fuerza, Señor. Por favor, que no nos haga daño la tontita, ¡la maldita e infernal hija de puta, la zorra de las tetas gordas, gordas, gordas!
Las puertas de la capilla crujen al abrirse lentamente. La comitiva empuja y empuja. Los goznes rechinan sin poder ocultar el ruido infernal de lo que ocurre adentro. Cuando la abertura es lo suficientemente amplia toda la parvada de pingüinos entra en la capilla. Las hermanas ven a Abril yaciendo sobre el altar, siendo penetrada por una… ¿bestia? Y entonces los ciervos desconocidos se fijan en las monjas asustadas, pues las llamas son más altas y sus luces no permiten sombra alguna. Caminan hacia ellas, amenazantes, manifestando una mirada morbosa, impura… No es lujuria, parece que no desean penetrar con sus largos miembros esos sexos agrios y marchitos. Son sus cuernos los que están ávidos de una sustancia diferente: el jugo de sus venas.
El doctor se queda clavado en el piso, no puede moverse, aunque quisiera. Sus ojos recorren la capilla y localizan a Abril. La escena lo enferma, lo enferma y lo excita. El largo y ancho miembro, un tronco suave pero poderoso, de La Bestia, penetra a Abril. Sus jugos salpican el altar con cada embestida. La mirada de la chiquilla es maravillosa, los gemidos convierten su gesto en el de una lasciva hetaira. Su hetaira.
Un grito que resuena en toda la capilla, en todas partes, hace brincar al doctor, quien cae sobre sus nalgas. Escucha: “¡Es él, él es el doctor hipócrita, nunca ha querido curar a Abril, sólo la quiere para sí, es un macho cabrío vestido de filósofo! ¡Mira su erección, amada Bestia, mira cómo se excita ante tu enorme verga! Tal vez le gustaría probarla.”
La Bestia se desprende de Abril, quien parece exhausta y satisfecha. Una sonrisa corona su rostro. Y La Bestia avanza, el miembro igualmente erecto, sus astas relucientes y brillantes. El doctor gime, antes de que el placer lo inunde y lo convierta en despojo, en un lecho sudado, en un corazón abandonado en la bandeja de vivisecciones. Y el doctor grita, grita cuando La Bestia lo toma de las piernas y lo pone boca abajo. Cuando sus ancas traseras se doblan sobre él, cuando siente cómo desgarra su ropa, y el miembro, y el miembro, y la sangre en su vientre, y el llanto cálido en su interior.
Y entonces la noche se tiñe con el fluir de una sustancia granate y muy espesa, un río que abre estrechos caminos en la tierra, como si sobre el suelo no hubiera más que una mata de pelo enmarañado.