Muros y moras
Este cuento sobre migrantes no es un retrato costumbrista con tintes patrióticos o melodramáticos; tampoco es una denuncia. Relata la historia de dos primos que trabajan en una granja piscando moras. Cuando ella, Alma, se enferma gravemente, él rememora sus días de infancia al tiempo que atestigua cómo su vida se consume. Luego, no queda más, sólo seguir trabajando esa tierra extranjera que ella no quiere abandonar.
Parecía que iba a quebrarse o a desmoronarse. Quizá eso hubiera sido lo mejor, pensabas: que una ráfaga de viento bajara de alguna sierra vecina, o subiera desde algún mar no muy distante, y que la esparciera por todo el rancho como a un montículo de arena, haciendo remolinos y asentándose finalmente para darle descanso. Pero aquí, en esta extensa planicie, no había sierras ni mares, sólo muros o, mejor dicho, el rumor de muros. Te dolía verla así: enferma, frágil, emaciada. Nada quedaba de la mujer que viajó contigo hacinada en un vagón atiborrado de cuerpos. Ni el destierro ni el desierto la habían intimidado. Ahora, en cambio, el miedo la tenía arrinconada. Cualquier lugar, hasta el hospital, le parecía inhóspito, hostil. Y no ibas a juzgarla: sus temores eran los de todos. En el rancho vivían en un estado de alerta permanente, de ansiedad constante, esperando una redada, desquiciados por los rumores sobre el muro, murmurando siempre algo sobre una vida sin angustias en un santuario, esas ciudades sobre las cuales también corrían rumores inverificables. «Primero muerta antes que regresarme», te dijo Alma. «Pues ya estás medio muerta, prima», estuviste a punto de responderle, pero mejor te quedaste callado, y aceptaste su decisión con la misma resignación con la que tomaste por buena la disculpa del patrón, que en su español accidentado alegó lo complicado de los tiempos y que, sin papeles, no podía hacer nada por ella. «De todas formas ya es muy tarde —pensaste—, de todas formas el final está cerca.»
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Habías empezado, como Alma, en la pisca de fresas y moras orgánicas. Berries llamaban ahí a esas frutas cuyo abanico de colores se extiende por todos los matices del rojo hasta llegar casi al azul. De tanto piscar, los bordes de tus uñas llevaban un marco rojizo que sólo desapareció meses después de haber dejado la recolección. Para entonces ya te dedicabas a la composta; prepararla era una labor exigente. Comenzaste haciéndola manualmente, junto con otros jornaleros. Había que removerla de manera constante para dejarla respirar, para que la bacteria buena hiciera su trabajo, decía el patrón. Organismos diminutos, casi invisibles, hacían la labor esencial. Y sin embargo para ustedes, los paleros, el desgaste era brutal. Recuerdas tus manos en aquellos tiempos: llenas de ampollas, callos y otros resabios de la pala. Para tu fortuna, cuando la prosperidad llegó al rancho, tu patrón se hizo de créditos para comprar maquinaria. Entonces cambió la naturaleza del trabajo. Ahora tu ocupación consistía en sentarte al volante de un tractor o un camión y apretar botones, manipular palancas, supervisar un tablero con luces que parpadeaban y te arrojaban advertencias. Comandabas toda una legión de máquinas: una para recolectar el insumo: ramas, fruta podrida, estiércol de los establos e, incluso, restos animales (aunque con ellos había que irse con cuidado, porque podían traer bacteria de la mala y estropear la mezcla); otra para triturarlo todo y reducirlo casi a polvo, y una más para formar los altos y largos muros de desperdicio, abono en potencia.

Ilustración de Daniela Ladancé (Chihuahua, 1989).
Sólo una parte del proceso te perturbaba, casi te angustiaba. Había días fríos en que los desechos en proceso de descomposición despedían un denso vaho blanco, un humo que huía apresurado de la tierra. «Tiene algo que ver —te explicó el patrón— con el metano y el oxígeno, y con las bacterias buenas haciendo su trabajo.» Era como si la composta ardiera en sus entrañas, formando un pequeño infierno. Tu trabajo, de hecho, consistía precisamente en mantener ese infierno vivo, en resguardar esas columnas de humo que salían del suelo. Aquí también queman la tierra, pensabas, pero la queman desde dentro. Mirar ese aliento caliente fugándose era para perturbar a cualquiera. No a ti. Los infiernos que tu habías conocido eran mucho peores.
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Nunca imaginaste que la salud de Alma pudiera deteriorarse tan rápidamente. En el rancho empezó a trabajar menos. Apenas empezaba a recoger las moras y ya estaba exhausta, sin aire. El patrón la toleraba y la defendía de las quejas de los demás porque era tu prima. Pero en el fondo él también estaba harto. Alma dejó de ir para allá cuando las manos y los pies ya no le respondían. Los frutos se le escapaban entre los dedos como si fueran agua. A veces perdía el equilibrio y rozaba un arbusto, derribando y pisoteando las moras. Luego se afectó su concentración. Era imposible seguir el hilo de sus palabras y se le olvidaba todo, hasta los nombres de las cosas y de las personas. Después llegaron las migrañas y se volvió irascible. Sus amigas dejaron de visitarla porque no era una compañía grata y porque no querían contagiarse del mal de Alma. Probablemente muchas de ellas tampoco habrían querido asumir el riesgo de visitar al médico, aunque al final habrían cedido. Pero Alma era terca.
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Te hizo jurarle que no ibas a llevarla al hospital, ni a contarle a los conocidos, a las organizaciones, a nadie. «No vayas a entregarme, primo», te imploró. Y no tuviste otra opción que hacerle la promesa y cumplírsela.
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De niños te sentaba en su regazo y te pedía que cerraras los ojos. Apenas se hacía la oscuridad y ya podías sentir su cálido aliento escalando por tu cuello y un ligero escalofrío recorriendo tu espalda. En voz baja, para inyectarle algo de misterio a sus palabras, comenzaba a susurrarte cuentos al oído. «Uno por día», te decía. A veces era el mismo que el del día anterior, pero a ti no te importaba. Siempre esperabas con anticipación el del día siguiente.
Pero los relatos llegaron a su fin. Tu madre y la suya se distanciaron por peleas de hermanas, y tú y Alma dejaron de verse. Ella tenía entonces once años; tú, seis. Cuando se restableció la armonía entre ellas, mucho tiempo después, Alma reapareció en tu vida, pero sólo brevemente, como para reavivar aquella sensación de abandono. Una mañana fueron juntos al mercado y ahí, con un entusiasmo que jamás habías visto en ella, te compartió la noticia: una amiga le había conseguido trabajo en la ciudad, en casa de gente adinerada, y se iría del pueblo el siguiente fin de semana. Le ofrecían un cuarto propio, trescientos pesos al mes y algunos fines de semana libres. «Mejor que podrirse en este pueblo», te dijo. Ibas a pedirle que no se fuera, explicarle que una parte de tu mundo se derrumbaría si te dejaba, pero te refrenaste. Alma advirtió tu tristeza y trató de mitigarla con un abrazo y la promesa de visitarte seguido, expresión que no hizo nada para consolarte. La noche antes de la despedida te dejó acompañarla mientras empacaba su pequeña maleta y, cuando concluyó la tarea, insistió en que te quedaras. Acostados en su cama, te repitió que volvería y que no dejarías de verla. Después de un largo silencio, dijiste en broma que no estabas en edad de cuentos, pero ella ya estaba profundamente dormida. Y te quedaste a su lado, sin conciliar el sueño por horas. El día que se marchó cumplía veinte años; tú, quince. Cuando pensabas en ella después de su partida, podías figurártela con claridad barriendo frente a un portón, paseando a unos perros diminutos por la calle o cargando el mandado del supermercado. En tu imaginación, su cuarto era inmenso y luminoso, con una cama amplia y cómoda, y te preguntabas si alguna noche podrías entrar en ella y, como aquella vez, quedarte a su lado toda la noche.

Ilustración de Daniela Ladancé (Chihuahua, 1989).
Alma volvía al pueblo cada quince días y se quedaba un fin de semana entero. Pero tú convivías con ella cada vez menos y poco a poco te alejabas del centro de sus prioridades, hasta quedar desplazado y volverte testigo silencioso. Veías cómo en las fiestas de su pueblo, o del tuyo, le salían puñados de pretendientes. Porque desde niña había sido hermosa. Eso a su madre la atormentaba en lugar de halagarla. Decía que ser chula era una condena. Tenía razón.
Un fin de semana, cediendo a esa ineludible atracción que ejercía su presencia en el pueblo, fuiste a buscarla a su casa. Afuera reinaba un silencio ominoso. Entraste y nadie reparó en tu llegada. En la sala se llevaba a cabo una pequeña asamblea de mujeres. A juzgar por el semblante impasible de todas ellas, parecía que discutían algo de poca gravedad. Pero ocurría todo lo contrario. Deliberaban sobre un tema muy serio y había, los identificaste de inmediato, dos grupos en disputa: las partidarias de la resignación contra las de la indignación. Una de las mujeres hablaba de justicia y derechos, mientras que otra, la madre de Alma, aconsejaba el olvido: «la venganza y la denuncia —decía— acarrearían mayores males». Las opiniones se intercambiaban como si se tratara de la distribución de las tareas para la fiesta del pueblo, o de los turnos para limpiar y decorar la iglesia. El contraste entre la sustancia de lo discutido y la forma en la que se expresaba no te extrañó en lo absoluto. La violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, ya se había vuelto rutina en el pueblo. Entendiste todo de inmediato y concluiste que ése no era lugar para ti, así que te retiraste tal y como entraste, discreta y sigilosamente, tratando de pasar desapercibido. Después supiste que prevalecieron las partidarias de la resignación, lo cual agradeciste. Sobre algo hubo unanimidad: Alma no debía volver al pueblo. Se fue sin despedirse y no se lo reprochaste nunca. No la volviste a ver en meses y sólo se comunicó contigo cuando se enteró de que planeabas marcharte del pueblo rumbo al otro lado. Te dio sus ahorros, y probablemente todos los de su madre, y te rogó que la dejaras acompañarte. No hacían falta las súplicas.
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La llevaste a vivir a tu tráiler, muy cerca del rancho. Las noches habían cobrado una nueva vida desde entonces y se habían hecho muy largas, más largas que los días. En la oscuridad casi absoluta, escuchabas con claridad la respiración de Alma que, acompasada y monótona, se había convertido en el pulso de la noche. Tú llevabas su registro exhaustivo, y cuando perdías el rastro de sus exhalaciones, te quedabas callado, inmóvil, expectante, temiendo haber escuchado, sin apenas advertirlo, su último aliento. Otra persona habría percibido de manera equivocada que aquella respiración rezumaba calma y placidez. Tú, en cambio, advertías ese ligero carraspeo, como si algo estuviera agazapado en su garganta, rozándola, raspándola, tratando de salir con cada tenue exhalación. A partir de entonces, interrumpido intermitentemente por esa vigilia, tu sueño dejó de ser reparador. Y tus sueños, que nunca antes habías conseguido recordar a la mañana siguiente, ahora se fijaban a tu memoria como si estuvieran incrustados en ella. Todos acababan mal.
Las pocas horas al día en que estaba despierta, Alma entreabría los ojos y los enfocaba trabajosamente. Te miraba con sus ojos vidriosos, que parecían no fijarse en nada en concreto, e intentaba hablar. Su voz era un plano y suave quejido, casi tan tenue como su respiración. Ya no reunía las fuerzas para producir frases enteras y coherentes. Las que salían de su boca no tenían principio, a veces no tenían fin, y casi siempre contenían retazos de palabras. Eran frases desmembradas, desarticuladas. Aún recuerdas una de las últimas oraciones que consiguió hilar con nitidez: «Primo, me viene migra». La migraña, quiso decir, que le concedía pocas treguas.
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Entraron al rancho muy temprano por la mañana; parecía que estaban tomándolo por asalto. Escuchaste gritos. Viste a la gente correr desesperada buscando una salida en vano, pero los perseguidores tenían todo cercado. Tú observabas todo a lo lejos, sentado en tu tractor. Parecía que nadie te veía y llegaste a pensar que quizá pasarías inadvertido entre tus máquinas. Eso deseabas: seguir siendo invisible como hasta ahora, dentro y fuera del rancho. Pero entonces tu mirada y la suya (suponías que había un par de ojos detrás de esos lentes oscuros) se cruzaron a la distancia. Parecía que te había estado buscando por todos lados. Era inmenso y musculoso y tenía la cabeza rapada. En un segundo atravesó la distancia que los separaba. Tú tenías las manos al volante, en actitud inofensiva, pero él te arrancó del tractor como si hubieras estado armado y a punto de dispararle. No se esforzó para someterte y tú no opusiste resistencia.
De repente ya estabas en el piso, bocabajo, su suela en tu quijada y en tu pómulo, presionándolos con fuerza desmedida, como si quisiera quebrarlos. Tú escuchabas el doloroso crujido de tus huesos, y sentías cómo tu párpado presionaba a la retina y cómo la retina se hundía en su cuenca hasta romperse como un huevo. Contra el suelo, tu oreja plana escuchaba los gruñidos del suelo. Tu cabeza estaba a punto de reventar bajo el peso de la bota y de la humillación. Pero no cedieron tus huesos sino la tierra, que poco a poco fue volviéndose suave, tan suave como tu adorado abono. Y comenzaste a hundirte en ella hasta que te tragó por completo, su calor quemándote y consumiéndote lentamente…
El sobresalto te sacó de tu sueño. Estabas acostado en el suelo de plástico del tráiler, empapado en sudor, pero con la boca seca y los labios agrietados. Sentías un dolor punzante en la cabeza y un zumbido ensordecedor taladraba tu cerebro. Era como si las migrañas de Alma se hubiesen saciado de ella y ahora se ensañaran contigo. Con las manos en la frente, aún aturdido por el dolor, buscaste a Alma con la mirada. Estaba recostada en la cama. Todavía respiraba.
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«Algún día teníamos que llegar a esto», pensaste mientras la tomabas entre tus brazos y la sentabas en una frágil silla de plástico, que habías colocado en la ducha para que ella pudiera bañarse sola. Ese día no sumaba fuerzas ni para eso. Cuando su espalda ya se apoyaba en el respaldo, comenzaste a quitarle el camisón que, casi pegado a su piel, cedía poco a poco. Al final la sacaste de aquella prenda vieja y almidonada. Dudaste si encender la luz. Habría sido como desvestirla una segunda vez, o correr el último velo que la cubría. Pero te diste cuenta de que, en esas circunstancias, aquella impostura de recato y pudor era absolutamente ridícula. Apretaste el interruptor con resolución y, cuando la luz iluminó su cuerpo y la miraste desnuda, tus palpitaciones, que se habían acelerado y martillaban tus oídos con fuerza, se detuvieron de tajo. «Eso ya no es un cuerpo», pensaste, con un asombro en el cual se entreveraban el asco y el dolor.
Después de contemplarla por un largo rato, desviaste tu mirada hacia el grifo de la ducha y lo abriste con precipitación. Estabas tan impresionado que ni siquiera te preocupaste por modular la temperatura del agua antes de dejarla correr por su cuerpo. Ella no pareció resentir el latigazo helado. ¿Sentiría algo ese cuerpo maltrecho y árido? Sin buscar una respuesta, comenzaste a frotar su cuerpo con el jabón. Mientras tallabas sus hombros y bajabas lentamente tu mano hasta sus pechos, rozaste la comisura de la areola donde se erguía un pezón endurecido por el frío, rojo, redondo y agrietado como una mora. El color de la areola contrastaba con el morado de las manchas que cubrían sus brazos y sus pechos. Te preguntabas cómo habrían llegado ahí esos moretones. Era como si alguien la hubiera golpeado por todo el cuerpo con mucha saña. La diferencia entre el rojo y el morado te recordó la escala de colores de los frutos del rancho. Y mientras bañabas a tu prima, pensaste que era casi como si regaras un campo de moras. Cerraste la llave de la regadera y lo único que escuchaste algunos segundos después fue el alarido del agua que se escurría por la rejilla de la coladera, como si exhalara su último aliento.

Ilustración de Daniela Ladancé (Chihuahua, 1989).
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Llegaste al racho a las cuatro de la mañana, mucho más temprano que de costumbre; aún no amanecía. No habías dormido un solo instante porque le habías dedicado la noche entera a Alma, empleándote a fondo como nunca antes en tu vida. Subiste maquinalmente al tractor, lo pusiste en marcha, y lo usaste para alimentar la trituradora con los insumos para la composta. Como lo anticipaste, hizo falta repetir el procedimiento: la materia prima era más dura que de costumbre, y la trituradora, nunca quejumbrosa, ahora realizó protestas inusuales. Después recogiste el producto y lo dispusiste en hileras a lo largo del vasto terreno. Hiciste tu trabajo como siempre: de manera mecánica y sin perturbaciones. Cuando apagaste el tractor, observaste tus manos con detenimiento y notaste que el borde de las uñas estaba teñido de un ocre rojizo, como cuando trabajabas en la pisca, pero éste era un tono más penetrante. En ese preciso momento sentiste cómo aquel enorme peso que venías cargando desde hacía mucho tiempo progresivamente se levantaba. Al mismo tiempo algo, tal vez ese mismo peso, se introducía en tu pecho, lo oprimía con fuerza, y luego formaba un nudo apretado y tenso en tu garganta, que te dejaba completamente mudo. Te sentías confundido, alterado, pero no podrías decir que estabas triste o arrepentido, tal vez un poco desorientado, pero ni eso consiguió robarte esa tranquilidad que viene con la liberación; estabas en paz. Los trabajadores comenzaban a llegar al rancho y el sol ya resplandecía, como si nada fuera de lo ordinario hubiera ocurrido esa madrugada. Ellos qué iban a saber.
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El día en que te aprehendieron no viviste la agonía de tu sueño. Todo ocurrió sin escándalo y sin violencia. Los perseguidores no eran hombres rapados y musculosos, sino dos individuos con algo de sobrepeso, sin mucha agilidad, y con aire de aburrimiento. Puede ser que olfatearan tu pestilencia, pues ibas ahogado en ron. O tal vez llamara su atención tu ligereza al caminar; hueco como estabas, apenas pisabas el suelo. Casi flotabas. Por lo que fuera, advirtieron tu presencia y te pidieron una identificación, que no mostraste por no tener ninguna. Acto seguido, te esposaron, te subieron al vehículo y en unas cuantas horas estabas en una pequeña oficina, contando los días. Ya todo estaba decidido. Te quedaba un consuelo: al menos Alma sería capaz de evadir a los perseguidores. En el rancho a todos les explicaste que había vuelto a su tierra. «A nuestra tierra», fueron tus palabras y no diste más explicaciones. No mentías: había vuelto a la tierra de todos nosotros, a formar parte de otro ciclo orgánico en el abono, a volverse volutas de humo, volubles e insignificantes.