Mujeres frente y detrás de cámara
La humanidad se ha narrado a medias. Sólo el poderoso escribe, sólo el prestigioso sobrevive, aunque no sea el mejor. Es notable la ausencia de una perspectiva femenina en los principales medios desde hace siglos. Por supuesto, la presencia de mujeres al interior de las ficciones tampoco garantiza esta inclusión; antes bien, su representación en la literatura, el cine, la televisión y el cómic suele responder a estereotipos femeninos desde una visión masculina del mundo (femme fatales, damiselas en apuros y manic pixie dream girls son ejemplos recientes). Esto no significa que no existan aproximaciones complejas a lo femenino hechas por hombres, o que no haya personajes femeninos profundos que sobrepasen los estereotipos, pero resultan insuficientes. Estamos hechos de historias: de ellas extraemos nuestros grandes paradigmas de comportamiento, construimos nuestra moral y ética, aprendemos a desear y amar, a odiar y repudiar; desde ellas nos afirmamos frente al mundo y construimos la visión que tenemos de él. En este sentido, el cine se encuentra invadido por una concepción masculina de la realidad (o de la ficción) en la que sólo el hombre protagonista es capaz de tomar decisiones activas, sufrir conflictos y enfrentarse a retos que desafíen o transformen su vida.
En 1985 apareció entre las páginas del cómic Dykes to Watch Out For (Unas lesbianas de cuidado) de Alison Bechdel, una simple regla para ver películas que aplicaba una de las protagonistas. Conocida como la “prueba de Bechdel”, esta regla se compone de tres preguntas que se aplican a la película a evaluar: 1. ¿Hay más de dos mujeres cuyo nombre conozcamos? 2. ¿Aparecen hablando entre sí? 3. ¿Hablan sobre algo que no se relacione con un hombre? Piensen en su película favorita o en la que más detesten, piensen en ésa que les provocó un escalofrío o aquella que les hizo abandonar la sala. Es muy probable que se una a la apabullante lista de cintas que no pasan la prueba. En la ficción las mujeres suelen utilizarse como decoración o trofeo, accesorio o meta. ¿Qué tan complejos son los personajes femeninos del celuloide? ¿Qué tan complejos pueden llegar a ser cuando se narra desde una visión del mundo en la que lo masculino es norma y lo femenino excepción?
Hace no mucho, llamó mucho mi atención el extrañamiento que me causaron tres películas mexicanas: El Premio (2011), de Paula Markovitch; No quiero dormir sola (2012), de Natalia Beristáin, y Los insólitos peces gato (2013), de Claudia Sainte-Luce. Intenté explicar esa sensación a partir de sus historias y temas: la dictadura militar y sus efectos en la vida de los perseguidos, la soledad irresoluble al interior de una familia disfuncional, el enfrentamiento a la muerte inminente de quienes amamos. No eran temas que no hubiera visto en otras películas, no eran materias excepcionales o especialmente difíciles o controversiales: seguimos los conflictos entre una madre rasgada por la paranoia y su pequeña hija que se enfrenta a un mundo desolado cuyas reglas no termina de comprender; entre una mujer solitaria que intenta rescatar a su abuela del alcoholismo y la nostalgia que le devora; entre una adolescente sin rumbo y su amiga, una madre en las últimas etapas del vih a quien intenta ayudar para construir una vida familiar llena de retos. Tracé algunas características comunes y di con la más importante de todas: están narradas desde un espacio completamente femenino. Nos presentan otro lado de la historia, construyen atmósferas en las que estas mujeres expresan amor, temor y dudas que no solemos ver más que de forma complementaria, que no observamos en primer plano. Las limitaciones de enfocar nuestra atención en un hombre- protagonista son superadas; profundizamos en la psique femenina, en sus deseos y dolores, en su relación con el entorno y las personas.
En estas películas, los personajes masculinos pierden relevancia porque las historias así lo piden. Su presencia es lateral, aunque los vínculos con ellos sean estrechos. Por ejemplo, la figura paterna está ausente, ya sea por asesinato o desaparición, por indiferencia o muerte, a pesar de la relevancia que tiene en la personalidad de Ceci, Amanda y Claudia, sus protagonistas. Las relaciones de pareja son vistas desde ese otro lado; las seguimos como sujetos del amor y ya no como objetos del deseo. La maternidad, objetivo principal de la mujer según la lógica patriarcal, se explora desde perspectivas que confrontan su sacralidad dogmática, inamovible e inapelable. Cada una de estas historias aborda una etapa distinta: una infancia dura, el duelo en la adolescencia y la solitaria madurez. Partiendo de un núcleo universal, las características específicas de sus personajes nos sumergen en la exploración de cada tema y nos invitan a explorar conflictos, presentes en otras obras, desde la mujer.
Curiosamente, las tres óperas primas tienen un marcado tinte autobiográfico y sus directoras también fungen como guionistas. No se trata de cine de mujeres para mujeres, sino de cine hecho por mujeres para el mundo. De ahí esa sensación de extrañeza, pues, aunque hay muchos ejemplos de esta clase de exploraciones, continúan siendo poco frecuentes, aunque muy nutritivos. Pienso en La bicicleta verde (2012), de Haifaa al-Mansour; Persépolis (2007), de Marjane Satrapi; La culpa la tiene Fidel (2006), de Julie Gavras, entre otras. Parece que hay una creciente tendencia a poner lo femenino en el centro de la pantalla, y el cine nacional, como hemos visto, no es la excepción. Así como creo que existen historias que sólo pueden suceder entre personajes femeninos, existen historias que son posibles únicamente entre hombres. En cuanto a las historias mixtas, me parece que ganan profundidad cuando evitan caer en clichés relacionados con el género, sin importar quién las haga. No se trata de ser sexista, sino de reflexionar sobre cómo dar por sentado la forma de ser tanto de hombres como mujeres, empobrece nuestra ficción. Estamos tan acostumbrados a la visión masculina del universo femenino, que resulta sumamente interesante observar a los hombres retratados por una mujer. Aunque, como en todo discurso hegemónico, ser parte del grupo oprimido no garantiza que se esté en su contra o que se ejercite un músculo solidario hacia sus miembros. Dicho de otra manera: que una mujer dirija no implica que deje de reproducir una visión masculina del mundo.
El cine mexicano vive un resurgimiento tanto temático y estético como taquillero que deja atrás la racha gris de años pasados. El aumento de la producción cinematográfica nacional y el reconocimiento de algunas películas en distintos circuitos culturales y festivales alrededor del mundo, además de los recientes y sorpresivos éxitos en taquilla, así lo indican. Parece que el cine mexicano vive un buen momento, pero queda mucho por hacer: una industria cinematográfica sana (y muchos afirman que aún no contamos con tal cosa) se caracteriza por la diversidad de sus películas. Taquilleras, facilonas, abstractas, arriesgadas, convencionales, cada apuesta refuerza la presencia en pantalla de nuestra realidad inmediata, satisface la necesidad de mirarnos, reconocernos, reflexionar.
Nada más sano que la diversidad fílmica y de sus realizadores. En un medio, como tantos otros, dominado mayoritariamente por hombres, es de vital importancia la presencia de artistas femeninas capaces y talentosas. En un mundo ideal, la proporción directores- directoras respondería únicamente al talento, astucia y perseverancia de cada uno. En nuestro mundo podríamos suponer que son muchas las que se quedan a mitad del camino por cuestiones de género, aunque de acuerdo con la directora Daniela Schnider, en entrevista para El Informador de Guadalajara, no existe discriminación en el medio mexicano aunque sí machismo. La desproporción comienza a ceder a base de tenacidad, constancia y trabajo. Podemos mencionar el trabajo de Tatiana Huezo, Marisa Sistach, Elisa Miller, Yulene Olaizola, Natalia Almada, Kenya Márquez, Lucía Carreras, entre muchas otras, como las pioneras María Novaro o Busi Cortés.
Pero no se trata de mostrar una indulgencia pseudofeminista —similar a la condescendencia machista conocida como caballerosidad— típica de las instituciones para consumir cine sólo porque es mexicano o porque está hecho por una mujer; tampoco se trata de encumbrar las cuotas de género —meras compensaciones alejadas de cualquier resolución o ataque real a las raíces del problema—, sino de reconocer a las artistas que constituyen el panorama actual de nuestro cine. Nuestra visión del mundo se complementa con las historias y visiones que las mujeres aportan. Búsquedas literarias como las de Elena Garro y Rosario Castellanos, entre otras, comienzan a encontrar eco en otros medios, tal vez más adecuados para nuestra época. Esa otra mitad invisibilizada comienza a manifestarse, retoma historias que nos fueron arrebatadas. Un buen primer paso para avanzar hacia una sociedad que sepa representarse a sí misma con la majestuosa, dolorosa, bella y compleja diversidad que la compone.