Mishima, estrella fugaz (1925-2025)
A los veinte años se cumple la mayoría de edad en Japón. A los treinta, Yukio Mishima ya era autor de nueve novelas y tres obras de teatro. Una de esas novelas, Sed de amor, publicada por la editorial Shinchosha, vendió 70 mil ejemplares. Con las regalías de sus libros, el joven autor disfruta de la vida nocturna en el distrito tokiota de Ginza y visita las tiendas de ropa: se prueba camisas, corbatas y sacos que adornan su delgada figura.
En la muñeca izquierda lleva un reloj caro. La imagen de un escritor importa. No hay tiempo que perder ante la gran promesa de ser famoso. El 9 de septiembre de 1944, a sus diecinueve años, el emperador de Japón le obsequió un reloj de plata por su sobresaliente desempeño en la Escuela de Pares Gakushuin. Es probable que, desde entonces, los relojes se hayan convertido para él en fetiches, auténticos objetos de adoración.
El tiempo pasa rápido y aplasta edificios, personas. La nación misma. Yukio cree en la muerte temprana, en el envenenamiento, la guerra, las amputaciones y el humo que gira hacia el cielo. No lo sé con certeza, pero quizá también se piensa a sí mismo como un genio. En todo caso, quien mira su ciudad ser bombardeada, ¿tiene tiempo para la vanidad y mirarse al espejo? Tampoco lo sé, pero Mishima escribe, escribe y escribe. Antes, durante y después de la guerra.
Confesiones de una máscara, su primera obra relevante,llegará a vender cien mil copias anualmente, un verdadero long seller. El joven Kimitake Hiraoka –es ese su verdadero nombre, Yukio Mishima no es más que una invención– pasea por las calles y sabe que su vida tiene el potencial de convertirse en una novela también. Confesiones se inscribe en el género literario japonés del shishosetsu, que en occidente podría considerarse como novela del yo. Las obras inscritas en este género tienen una premisa: el protagonista debe ser un desdoblamiento del autor que, en un juego de verdades y mentiras, muestra una parte de sí mismo hasta ahora oculta. Para Mishima es la homosexualidad.
Quizá nadie como él haya entendido de forma precoz el valor que tiene, para un escritor, el acto de convertir la vida propia en un espectáculo. Sonríe a las cámaras. Sonríe a las mujeres. También a otros muchachos jóvenes. Los encuentra en bares en la década de los cincuenta. Entre fiestas y códigos ocultos, el autor va formándose una vida secreta. Como las que él mismo describe en El color prohibido. Algo subterráneo. Vasos de licor, café y música. Esta noche no volveré a casa.
Él, que fue un niño débil y al resguardo de una abuela obsesiva, con un padre ausente por trabajo, se sorprende ahora de ser también un objeto de deseo, es decir, un objeto de consumo, sexual y literario. El cuerpo, como el tiempo, es crucial. Mishima llegará a medirlo y monitorearlo con obsesión. Durante las siguientes dos décadas, hasta su muerte en 1970, nunca detendrá ni la labor del cuerpo ni la labor del texto. Se ejercita, actúa, posa frente al lente de una cámara, prepara proyectos. Es aficionado al teatro Noh. En más de una ocasión, lo retratan acompañado de gatitos.
Y tiene hábitos nocturnos. El cuerpo se inclina frente a la máquina de escribir. Mira la realidad como si tuviera unos grandes binoculares. De cerca, mucho más de cerca. Ahí está. Sus protagonistas son jóvenes románticos, tocados por el rayo y la furia. Idolatra a Radiguet. En Sed de amor la viuda Etsuko se enamora de un jardinero y desea obtener su amor a toda costa. Arrebatos de celos. Lluvia. En Los años verdes la ambición trastorna al protagonista. Desencanto. En El marino que perdió la gracia del mar un adolescente se cepilla los dientes hasta sangrar: odia a su madre, odia al nuevo esposo de su madre. Ojalá desaparezcan. Vivir la vida sin intensidad es no vivirla.
Lo imagino cortándose el pelo –que siempre llevó corto– y acostándose para dormir, una noche tras otra. ¿Sobre qué más escribir? ¿Dónde encontrar el fragmento de realidad indicado? Una mañana, durante los años cincuenta, llega la respuesta. Los periódicos dicen que en Kioto el famoso pabellón de oro Kinkaju-ji, construido en 1397, fue prendido en llamas. Un atentado. Lo perpetró el joven novicio budista Hayashi Koken, que deseaba su destrucción. En El pabellón de oro, Mishima convierte a Hayashi Koken en un tartamudo y feo monje, replegado en sí mismo, que se obsesiona con la enfermiza belleza del templo. La obra se publicó en 1956 con gran éxito.
El año siguiente, Mishima viaja a América. El proyecto de viaje, además de turístico, es profesional: desea ver sus obras teatrales representadas en Nueva York y está dispuesto a negociar. No es la primera vez que viaja a los Estados Unidos: también fue en 1951, como se lee en sus diarios de viaje La copa de Apolo, no traducidos al español todavía. No obstante, es el 57 el año en que pisa también América Latina: Cuba, Puerto Rico, Haití, República Dominicana, México y nuevamente Estados Unidos son parte de su itinerario. De los viajes del japonés se sabe poco. Sobre su estancia mexicana, los biógrafos coinciden que estuvo en Mérida –enfermo– y más tarde en la Ciudad de México, a donde llegó el día de la independencia –ya recuperado–. El uniforme de los soldados mexicanos, a quienes mira en el desfile, le causa impresiones favorables: el color de la tela le produce nostalgia de Japón.
Leyó también el Popol Vuh –la cultura maya pareció generar gran curiosidad en él–y escribió un texto al respecto, que el Fondo de Cultura Económica reprodujo en una edición bilingüe japonés-español de la obra. México, si bien un destino más entre varios, se abre un discreto espacio en su propia obra. En una de sus novelas menos conocidas y recién traducida al español, La casa de Kyoko, uno de los personajes decide “ver mundo, viajar a países desconocidos”.1 Natsuo se exilia en México para pintar. Mishima, por su parte, prefería moverse: recorrió nuestro país de extremo a extremo y terminó en Ciudad Juárez, desde donde cruzó la frontera hacia Texas y anotó una despedida para México, ese país “fascinante, que posee varias zonas aún no dotadas de los beneficios de la cultura, un país que mezcla corridas de toros, monstruosas ruinas mayas, sombreros, música, danza, tequila feroz, poesía y crueldad”.2
Los viajes de Mishima, sin embargo, van más allá de la curiosidad cultural y el turismo inocente. Tienen una segunda y primordial intención: hallar cuerpos ajenos. En especial, cuerpos masculinos y extranjeros. El viaje es pretexto para explorar la homosexualidad, como atestigua una carta que Mishima envió a un amigo suyo desde Río de Janeiro a principios de la década de los cincuenta. El japonés es concluyente: en el hotel hay chicos que le atraen. A otros, agrega, los ha llevado tras un golpe de suerte a su habitación en el Copacabana Palace desde los parques, pero le es difícil hacerse entender. Habla un inglés atropellado y nada de portugués. Cuando el amigo le pregunta cómo resolvió ese conflicto, Mishima respondió que en “ese mundo” uno se comunica de otra forma, que no hacen falta las palabras.3
El difícil conflicto entre la vida del cuerpo y la vida que puede cobrar el lenguaje azota al autor, que se aficiona a los gimnasios, al kendo y la velocidad. Las largas sesiones de reflexión, los libros y el pensamiento teórico quedan en segundo plano. Muy pronto sustituye la talla de las camisas y se hace ajustar los sacos. Dos enemigos: la grasa y los estómagos abultados. En su magnífico ensayo El sol y el acero dirá que tener uno es síntoma de desidia espiritual. Para él hay cuerpos indecentes, flojos y llenos de ideas. Otros dignos, fuertes y admirables. Cuerpos masculinos, por supuesto. Cuerpos como el suyo.
En su etapa tardía, Mishima rompe con el mito romántico de su juventud: si al principio fue un ser nocturno –que en El sol y el acero es visto de manera negativa; piel sin brillo, dice, mente repleta de ideas–, después de los treinta y cinco años el autor descubrirá, como él mismo asegura, las virtudes del sol, que lo llevan a cultivar su musculatura. Levanta mancuernas. Barras. Se esfuerza con las abdominales. Hacerse de una figura atlética es un deber espiritual, moral y hasta político. Una suerte de ruptura consigo mismo. ¿Quién presta atención a un teórico de la educación física en plena decrepitud?, pregunta con descaro en el texto, quizá consciente de que él mismo nunca llegaría a la tercera edad.
Organiza sesiones de fotos. En particular, con el fotógrafo Shinoyama Kishin. Las sesiones son un elemento adicional a la poética de los textos y el actuar público del escritor. Kishin retrata a Mishima desnudo en la playa, como un verdadero símbolo de la cultura gay; lo captura como San Sebastián, bello, sudoroso y con el torso herido; el novelista hace también de motociclista accidentado y muerto sobre la autopista; se viste de blanco y es gimnasta, se sostiene de un aro mientras un punto, un pequeño punto de sangre en su torso, revela que está herido. Un hermoso mártir. La muerte es una estética.
Durante los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964, narra algunas competencias para la televisión local. Clavados, gimnasia y taekwondo. En esta, la última década de su vida, sus novelas se vuelven más largas y complejas. Son políticas y espirituales. Antes de morir, deja al mundo cuatro obras conectadas entre sí, conocidas como la tetralogía de El mar de la fertilidad, compuesta por Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel.
En 1967, conoce en un café al hombre con el que habrá de cometer un suicidio doble: Morita Masakatsu. Veinte años más joven que el escritor, Masakatsu tiene la impresión de gustarle al autor y ser compatible con él políticamente, según anota en su diario. Sin formación intelectual, sin viajes, Masakatsu pudo haber sido protagonista de alguna de las novelas tempranas de su ídolo. Un ser perfecto para la radicalización y la violencia. Un largo aprendizaje en la escuela del odio.
En 1968, mientras las calles del mundo se llenaban de protestas estudiantiles, Mishima fundó la Sociedad del Escudo, una milicia privada, paramilitar, de extrema derecha, a la que Masakatsu se unió. Lecturas sobre guerrilla, gestión de armas y combate. Opiniones sobre la política y el rumbo que está tomando el país. Ojos brillantes en la oscuridad. En noviembre de 1970, tras entregar a su editor el manuscrito de la última parte de la tetralogía, Mishima y otros miembros de su ejército intentaron ejecutar un golpe de Estado. Maniataron y amordazaron a un comandante en un edificio oficial, el cuartel de las Fuerzas de Autodefensa.
Poco después ejecutó el acto ritual. Desabotonó su uniforme militar y se quitó el reloj por última vez –no deja de asolarme esta imagen–. Con la cara hacia el balcón, se colocó en la posición indicada para realizar el seppuku. Masakatsu estaba a su izquierda, listo él mismo para decapitar a Mishima y, enseguida, matarse a sí mismo. Con el arma lista –una espada corta– y un movimiento hacia la derecha, el escritor se abrió el abdomen. Morita intentó decapitarlo, pero falló dos veces. Fue otro miembro de la Sociedad del Escudo, Koga Hiroyasu, quien terminó la tarea por los dos.
Existe una foto de Yasunari Kawabata sentado en una ceremonia por las exequias de Mishima. Vestido con saco y corbata, otro de los grandes autores japoneses tiene en el rostro una expresión de desmedida soledad y vacío. Kawabata acogió a Mishima desde joven. En otra foto, tiempo antes, lo acompaña en su boda –porque sí, a pesar de todo, Mishima se casó y tuvo hijos–. En otra, maestro y aprendiz unen sus frentes en un poderoso gesto de amistad. Dos años más tarde, el mismo Kawabata, huérfano desde el principio, se mataría de una manera más silenciosa: dejando correr el gas.
Yukio Mishima permanece más allá de sus novelas. Está pintado con stencil en algún lugar de Montparnasse. Philip Glass compuso música para la película de Paul Schrader basada en su biografía. En internet, aparece en la parte trasera de un tráiler. Alguna vez me fascinó ver una fotografía suya pegada junto a un anuncio de ropa de la marca Calvin Klein. La gran sofisticación: ser escritor y ser supermodelo. Lo llevo puesto –confieso que superficialmente– en una playera: él viste una minúscula tanga de color blanca, y nada más sobre su cuerpo. Me atrae su imagen. La gente mira mi playera cuando voy por la calle, con deseo y curiosidad.
De Mishima conmueve la fragilidad que muestra en sus imágenes de juventud y asombra la fuerza física de su etapa tardía. Alrededor de todo ello escribí una novela que titulé El lado izquierdo del sol (Random House, 2023). Entrar en la vida del escritor fue un reto para el autor que yo era entonces. Algo se sentía prohibido y emocionante. ¿Qué iba a decir yo, un joven escritor de veinticinco años y sin novelas previas, sobre él? ¿Cómo desentrañar la vida de alguien que se resiste a ser definido? La experiencia de escribir ese libro, que se enfoca en el viaje de Mishima a México y Estados Unidos, resultó ser un obsequio. Preferí evitar ciertos lugares comunes sobre el autor –por ejemplo, que es un samurái, que siempre estuvo ideologizado; el suicidio tiende a opacarlo todo– y concentrarme en los gestos íntimos.
De todas sus cartas hacia Kawabata, hay una a la que le tengo cariño. Está marcada como urgente. Mishima enlista una serie de objetos que Kawabata necesitará durante una estancia en el hospital. Todo esto, dice, se consigue en la tienda de Matsuzakaya, en Ueno. Colchones, mantas, dos toallas de baño, ropa interior, una bata acolchada; artículos de tocador y aseo personal: una linterna, unas tijeras, una bolsa de hielo, bolsas para el agua caliente, un espejo, un orinal, dos pilas de diarios viejos; para la cocina y para la enfermera: estropajos, una caja con pastelitos, bol para arroz, bol para sopa, varias servilletas, varios vasos, salsa de soya, glutamato de sodio para sazonar. No olvide el azúcar, el té inglés, el té verde común. Varios floreros. Tres o cuatro sillas plegadizas.
Mientras uno lee la carta, cuya lista se extiende durante casi tres páginas, uno puede aprender más de Mishima que leyendo textos en torno a su suicidio, si presta la suficiente atención. Al leer la lista de objetos, tan pormenorizada, puede sentirse –casi– cómo al joven Mishima se le escapa la vida. Hay una intención necia por cuidar y preservar. Un soplo íntimo, algo que dejó ver muy rara vez.
Al terminar sus cartas, con frecuencia Mishima le desea a Kawabata buena salud y buenos deseos.
Otras veces promete contar cosas.
“Cuando vuelva a verlo”, dice.
Luego firma:
“Con mis respetuosos saludos, MISHIMA YUKIO”.