Tierra Adentro

Hay años tan convulsos en la historia de un país que narrarlos desafía la inercia con la que la memoria distingue lo importante de lo pasajero. 1994 fue uno de ellos. Para quienes vivieron ese año es probable que algunos de sus recuerdos estén todavía mejor anclados que otros de años más recientes. Para quienes no, es posible que hayan escuchado que varias de nuestras coyunturas actuales están conectadas, de algún modo, con acontecimientos que sucedieron en esos días. El levantamiento del EZLN, la entrada en vigor del TLC, el final del sexenio de Salinas de Gortari o la crisis política que produjo el magnicidio de Luis Donaldo Colosio —candidato presidencial del partido oficial—, son solo algunos de los hechos que convirtieron a ese año en un punto de inflexión de nuestra historia contemporánea.

A veinticinco años de lo sucedido tenemos cierta ventaja para leer estos acontecimientos. Los acomodamos mejor dentro del rompecabezas personal. Lo hacemos porque creemos comprender de una manera acertada ese pasado. De otro modo no podríamos proyectar nuestra estela y la de los nuestros dentro del libro de crónicas que hacemos acerca de la sociedad en la que vivimos.

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La pregunta es pertinente: ¿qué tanto han cambiado las circunstancias desde entonces? Identificar las transformaciones de la vida pública de una sociedad no es una tarea simple. No depende de nuestra percepción únicamente, ni de la voluntad o el deseo de cambio, sino de las fuerzas con las que distintos actores, individuales y colectivos, dan ritmo a las transformaciones que ordenan un estado de cosas.

Una tarea ineludible —aunque no la única— para entender estas transformaciones, se encuentra visitando el pasado, construyendo esas narrativas con las que se hilvanan los recuerdos. Este es el ensayo de una crónica que recopila algunas memorias de un instante caótico de aquel año: el magnicidio de Colosio. Rememorarlo es al mismo tiempo traer una fotografía del estado de las cosas de ese momento, como plantear una referencia para preguntarnos sobre los cambios de la vida pública en este país. El ejercicio, más que ofrecer luz sobre una verdad, traza, como un topo ciego que perfora el suelo, distintos pasadizos que construyeron esas nociones de pasado que hoy forman parte de nuestro presente.

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Gif de Audrey Rodríguez.

 

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Como ahora, en el noventa y cuatro los mítines de las campañas políticas se amenizaban con música popular. No era el reggaetón, sino música de banda lo que primordialmente se escuchaba en el inicio o final de cualquier acto. En ese año, además, no existían los videos de YouTube en  los que hoy se registran, aunque de manera fragmentada, casi todos los acontecimientos públicos; el internet era un lujo de universidades, pero a cambio teníamos un par de canales de cobertura nacional, que informaban de manera un tanto homogénea lo sucedido en el día.

En el noventa y cuatro, por supuesto no había mensajería instantánea; los números telefónicos se reservaban para cada hogar, para cada familia. Existían bipers una cosa excepcional de médicos y personas con necesidad de localización inmediata. En el noventa y cuatro, las elecciones de representación popular en el país eran, al igual que ahora, un ejercicio democrático. Miento. No estoy seguro al respecto. Ese año sin embargo se registraron diez candidaturas presidenciales, una mujer, nueve hombres, todos políticos de carrera.

Las elecciones fueron organizadas por un organismo autónomo de reciente creación, el IFE, predecesor del actual INE. Una elección en la que participarían millones de personas demandaba, como ahora, un artilugio tan básico y elemental como la boleta electoral, con los nombres impresos de por lo menos nueve candidatos, uno menos que la suma de todos los previamente registrados. La causa, uno de ellos, el del partido oficial, había sido asesinado.

El 23 de marzo de ese año, Luis Donaldo Colosio encabezaba un mitin de campaña en Lomas Taurinas, Tijuana. Se tenía previsto al finalizar los discursos, que se hiciera un recorrido de contacto con la gente. Como ahora, en ese entonces, el mensaje de los mítines importaba poco, todo está preestablecido para ser vitoreado. Lo relevante, ayer como ahora, es demostrar el poder de convocatoria. Aquel día los noticieros repitieron una y otra vez un video amateur como el registro viviente de lo acontecido. Se observa una multitud desplazándose de forma lenta. A primera vista no es sencillo distinguir quién es Colosio en medio de todas esas personas. Se escucha la canción de Benny Moré «La culebra», en una versión de Banda Machos. Un hit por entonces, con un estribillo que parece premonitorio: «Huye José, Huye José». La multitud prosigue su camino y de pronto ocurre un breve pero hondo alarido. La toma del video se tambalea porque intenta hacer un zoom. No está claro qué sucede. Algunos gritos se escuchan y la dispersión de la gente que segundos antes provocaba la aglomeración.

Gif de Audrey Rodríguez.

No recuerdo si aquel día se interrumpieron las transmisiones en la televisión abierta para informar de lo sucedido, pero es probable que sí. Aunque vago, guardo mejor el recuerdo de la noticia en la que  Jacobo  Zabludovsky  y Talina Fernández informaban horas más tarde sobre el deceso de Colosio. Quizá guardó mejor este último recuerdo porque a partir de cierto momento, la nota periodística se repitió una y otra vez acompañada de un copy paste de videos con distintos fragmentos de lo sucedido: el de la detención del asesino, que después se supo se llamaba Mario Aburto Martínez, el de varios autos saliendo en estampida y que presumiblemente llevaban al candidato herido, el de la multitud caminando previa al atentado, todo mezclado, todos en un loop.

En los días y meses posteriores al magnicidio, se habló de lo esperado. Para la investigación oficial se creó una fiscalía especializada que laboró siete años. Concluyó que se había tratado de un asesino solitario. Propio del escepticismo que en el país existe hacia las instituciones que imparten justicia, la opinión pública no esperó ni se contentó con las indagaciones oficiales. Se construyeron diversas hipótesis para explicar lo sucedido, como si lo que se necesitara fuera llenar un vacío.

En un extremo, se difundió un mito a partir del cual la envergadura del magnicidio se entendía exagerando la oportunidad perdida. Colosio, dijeron algunos muy convencidos, representaba una amenaza para el establishment, la opción real de un cambio profundo que necesitaba el país. En el extremo contrario, aparecieron múltiples teorías del complot que especulaban sobre las razones que permitieron que un lobo solitario como Mario Aburto Martínez saltara los cercos de seguridad y generara esa crisis política en el país. Como si se tratara de un thriller, se habló incluso de claves escondidas en un discurso supuestamente crítico contra su propio partido, pronunciado durante el inicio de ese marzo. Todos simples rumores.

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A veinticinco años de lo ocurrido ¿qué tan relevantes pueden parecernos estos hechos? En su ensayo «Herencias intangibles», la filósofa Nora Rabotinikof trata lo que denomina «la experiencia de la política» entre generaciones. Cada generación traza un vínculo con el pasado, pero el vínculo depende en gran medida de cómo haya sido tematizada o narrada esa experiencia, no solo por los propios actores que lo vivieron, sino también por observaciones externas que describen lo acontecido. De esa forma, señala —y creo que de forma acertada—, el pasado incide en la manera en la que nos colocamos políticamente en el presente.[1]

Un acontecimiento como el magnicidio de Colosio es relevante justo porque ejemplifica la manera en que distintas generaciones han tematizado ese pasado. Y siendo el caso, lo cierto es que contamos con recursos limitados para hacerlo. Más que por información oficial, hemos sido provistos por indagaciones expuestas en la opinión pública, oscilantes ellas entre el respaldo de la evidencia periodística y la ficción que reproduce un imaginario predeterminado acerca de un sistema político corrupto. No es de extrañar que en estas circunstancias distintos mitos se hayan construido para explicar lo sucedido. Documentales, reportajes, libros, una película, e incluso una banda de garage llamada Los Colosio’s Dead (que emulaba a esa otra banda de punk con otro nombre de magnicidio: Dead Kennedys) forman parte de los modos en los que se ha construido la memoria de ese caso.

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La película Colosio el asesinato incluso generó polémica por las fechas en las que se presentó, 2012, año de otra elección, debido a que, en su juego con la ficción, no dejaba claro su vínculo con la realidad, explotando la tendenciosa mirada de hartazgo hacia el partido único. Y no es para menos, considerando las circunstancias institucionales que fomentaron la especulación sobre la verdad del caso.

Para muestra un botón: hace tan solo unos días una organización de la sociedad civil notificaba en medios la apertura del expediente completo de la investigación. Resultado de una petición de acceso a la información, nueve mil documentos con infinidad de pruebas se han hecho públicos. Acceder a esta información décadas después de lo sucedido y antes de lo previsto a su fecha de apertura en 2035, habla no sólo del grado en que se han alterado los factores que configuran a la autoridad pública, en gran medida gracias a la aparición de nuevos actores en la sociedad civil. También, habla de la posibilidad de contar con mejores recursos para tematizar ese pasado reciente, en donde la ficción (y el mito) no sean las únicas fuentes que alimenten la opinión pública, el imaginario y la memoria. Solo de ese modo, robusteceremos nuestra capacidad de escrutinio público.

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 Cierro con una anécdota. Hace un par de años me encontraba esperando turno en una fonda concurrida de la Ciudad de México. Fortuna pírrica de aquel día fue saltar el usual tiempo de espera gracias a la amabilidad de una persona que decidió compartir conmigo su mesa. Entablamos una plática de cortesía. Queríamos, supongo, mediar cual dos desconocidos los silencios y los alimentos. Mi compañero comensal me preguntó por el libro que leía y mi profesión. Después, me describió algunos pormenores de la suya. Era actor y productor, me dijo. Casi al momento, mirando la innecesaria calma que su afirmación produjo en mi preguntó si había visto «Colosio: el asesinato». Le respondí que no. Y aunque no de forma inmediata, pensé en lo poco atractivo que me han parecido las películas que tienen como temática central los intersticios de la política de nuestro país. Me pasa lo mismo con las series de narcos. Hay un punto en el que me abruma que la ficción quede entrampada en los mismos personajes. Iba a comentar justo eso, cuando mi amigo comensal reviró: Yo soy Mario Aburto Martínez, en la película. Sonrió. El término sorpresa no es adecuado para describir lo que en ese momento pensé. Desde luego que acallé mis juicios, porque siempre me ha parecido de mal gusto presentarse con desconocidos alentando las discrepancias. Tampoco pensaba hacer ahí, en una comida de medio día una digresión sobre lo que considero oportuno para la ficción. Pero si por entonces hubiese sabido que nuestro accidental encuentro serviría para terminar un ensayo, quizá le habría preguntado más acerca de su personaje. Al menos no me habría guardado la duda: ¿Cuál de todos los Aburtos? Sin embargo, al igual que la ficción, el hubiera se suspende en ese plano en donde rige el deseo de lo posible. Y por eso, es pertinente recodar que lo que aquí he sostenido es justo lo contrario: la necesidad de acercarnos de forma más terrenal al pasado.

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[1] Rabotnikof, Nora, 2013, «Herencias intangibles», en Mudrovic, Maria Inés; Rabotnikof, Nora (Eds.) En busca del pasado perdido. Temporalidad, historia y memoria, México: SXXI Editores-UNAM

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