Tierra Adentro
Fotografía de Inés Arredondo, por Erna Pfeiffer, 1989. Imagen de dominio público.
Fotografía de Inés Arredondo, por Erna Pfeiffer, 1989. Imagen de dominio público.

A los mejores cuentos los impulsa un prodigioso sentido de la urgencia. Algo en su trama, en sus personajes o en su tema los torna inminentes. Trasluce en ellos una clarividencia, una necesidad inescapable, como si fuese cuestión de vida o muerte contar esa historia y no otra, y contarla de ese modo y no de otro. 

Hablo de la urgencia que impulsa la venganza de la Emma Zunz, de Borges, y la que ahonda la desesperación homicida de la Emily Grierson, de Faulkner. De la urgencia que torna angustiosa la sentencia del Juvencio Nava, de Rulfo, y la que vuelve milagrosamente necesaria la victoria del Jacob van Oppen, de Onetti. Quizá me esté refiriendo a la misma urgencia que parece precipitar el destino humano, lo que equivaldría a afirmar que los mejores cuentistas han cultivado un sexto sentido: el de la fatalidad. ¿Y no parece que las mejores historias son aquellas que se han realizado idealmente, aquellas que son lo que podían y debían ser? Se trata de cuentos que, parafraseando al propio Borges, ya son los que serían. O, como lo pone Inés Arredondo en “Mariana”: 

¿Pensaste alguna vez en que las historias que terminan como deben de ser quedan aparte, existen de modo absoluto, en un tiempo que no transcurre?

En los mejores cuentos, sin duda, el tiempo es una cuestión accesoria. 

*

“Un destino —dice Cesare Pavese— no es otra cosa que un ritmo, una cadencia de retornos previstos en el juego de una libertad enteramente desplegada. El argumento de una obra poética, es decir, el verdadero, irreductible enlace de los acontecimientos […] es oscuro-luminoso como la sentencia de un oráculo”. 

En “Mariana” se nos revela el destino de la protagonista desde los primeros párrafos, durante una clase de sexto de primaria a la que asisten la propia Mariana y la narradora. Su maestra es una monja que explica la Guerra del Peloponeso y la resultante caída de Atenas con su imponente democracia. Ante la narradora, la religiosa reconstruye con sus manos “el esplendor de la ciudad condenada” y trasluce “el extraño goce de saber que la ciudad perfecta perecerá, al parecer sin grandeza, tristemente; al parecer, en la historia, pero no en verdad”. Es un goce similar al experimentado por el lector de ficciones. El consuelo morboso de que la tragedia le pase a otro y no a él.

Mariana morirá años después del mismo modo en que lo anticipa su profesora: sin grandeza, tristemente; asesinada por un amante ocasional. Sin embargo, morirá solo en apariencia. Se encargará de preservarla del olvido la narradora del cuento, evocándola con las amigas en común y repasando constantemente los eventos, obsesionada con “el secreto que hace absoluta [su] historia”.

Oscura-luminosa es la sentencia de la narradora, que se nos presenta como oráculo: ilumina con oscuridades el destino de Mariana.

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Tengo un hábito algo cuestionable: colecciono buenos cuentos con el entusiasmo del entomólogo, para luego desmontarlos con el sadismo deslumbrado del médico forense. La autopsia que les efectúo pretende no establecer causas de muerte, sino de vida. Determinar qué anima a la historia y con cuáles recursos lo ha conseguido su autor. 

Tampoco quiero que se me malentienda. Los buenos cuentos son imposibles de replicar. Se niegan a entregar su fórmula ⎯y de hacerlo, serían malos: revelarían que son susceptibles de producirse en serie y, por lo tanto, de abaratarse⎯. En ocasiones, sin embargo, las historias que más admiro bajan la guardia y revelan algún artificio, algún efecto especial que puedo sustraer del conjunto, a fin de rehacerlo, adaptándolo a mis necesidades particulares. (No hay escapatoria. Ese es el destino del aprendiz de escritor: robar y replicar; imitar hasta asimilar los recursos, hasta dar el gatazo, hasta engañarse a sí mismo). 

Semejante robo me resulta imposible en los cuentos de Inés Arredondo. Especialmente en “Mariana”, cuento de una sola pieza: duro, sólido, reflejante de tan pulido; un espejo negro contra el que me doy de bruces. La lección por aprender, en este caso, es que el artificio puede copiarse, no así el pulso y la poética. 

Lo paradójico del asunto es que la propia Arredondo da la impresión de darnos otro tipo de lecciones: una clase de apreciación literaria, no desplegada en la ejecución del texto, sino ensayada en los diálogos de los personajes y las intromisiones de la narradora. 

Pareciera que la autora se refiere a la voz auténtica que busca cada escritor, cuando describe la voz de Mariana: “Una voz falsa, ya lo sé, pero buscada, encontrada, la única verdaderamente suya”. 

Pareciera explicarnos su concepción del tiempo narrativo al decirnos que el tiempo de Mariana era “lento y frenético […], hacia adentro, en profundidad, no transcurría”. 

Pareciera, incluso, aventurar una definición de la escritura: “Un tanteo a ciegas, en el que no tenía nada que hacer la inteligencia”. 

Hay una estética soterrada en la cuentística de Arredondo. Traerla a la luz es obligatorio para el aspirante a cuentista, no en virtud de practicarla, sino de acrecentar el “extraño goce” de leer a Inés Arredondo del modo que merece: a profundidad.

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“Mariana” es la historia de un amor desbordante, deforme, asesino. 

En la adolescencia, los culichis Mariana y Fernando quedan flechados para siempre. Pero la fatalidad de su noviazgo queda cifrada por la renuencia del padre de Mariana, quien la envía a un internado con tal de separarla del pretendiente. De modo que los amantes consuman la relación como pueden: huyen de Culiacán sabiendo que, a su regreso, los padres se verán obligados a casarlos a fin de salvarle el honor a Mariana. 

El día de la boda ella experimenta un “contacto con algo más allá de los sentidos”. Fernando la contempla “absorber un misterio que nadie podría poner en palabras”, sus ojos “llenos de vacío” que no observan a Fernando, sino en una especie de lontananza espiritual. A él lo invaden “los celos terribles de que algo, alguien, pudiera hacer surgir aquella mirada helada en los ojos de Mariana […], de aquel absorber lento en el altar, en la belleza, el alimento de algo que le era necesario y que debía tener exigencias, agazapado siempre dentro de ella, y que no quería tener nada conmigo”. Terror que, años más tarde, resurge para llevar a Fernando a atentar contra Mariana. En el estero de Dautilos, él la golpea y estrangula bajo el agua, “buscando siempre para [sí] la mirada que no era [suya]”. 

Por este arrebato, a Fernando se le recluye en un sanatorio mental de la Ciudad de México. Mariana, habida cuenta del peligro que corre, queda sin permiso para visitar a Fernando y “abandonada a su pasión sin respuesta”. Así que comienza a irse a los hoteles “sin el menor recato, con el primer tipo que se le [pone] enfrente”. 

Aunque Fernando no juzga abiertamente la conducta de su esposa, sí se la explica y se la adorna para hacérsela tolerable: “Era por fidelidad a nosotros que hacía eso ⎯afirma⎯, no le habían dejado otra manera de buscarme”. Ante la imposibilidad de comprender el deseo de su mujer, Fernando recurre al ilusionismo del macho y se monta un trampantojo: Mariana lo buscaba a él “en el cuerpo de otros hombres”. En sus palabras, “jamás nadie la tocó más que yo”. 

Pero la insania no le impide ser coherente a Fernando: cuando a Mariana la asesina uno de sus amantes, él persiste en su engaño y se asume responsable del crimen. “Yo maté a Mariana. Fui yo, con las manos de ese infeliz Anselmo Pineda, viajante de comercio…”. 

Este asesino, por su parte, recurre a otra clase de superchería. Durante el interrogatorio que le realiza la narradora, Anselmo Pineda pretende hacer pasar su ignorancia por inocencia. Porque no conocía a Mariana sino de oídas, no tenía motivos para asesinarla. Porque “el placer estaba en ahogarla” y “ella no se defendió”, él no pudo saber que estaba matándola. Porque todos allá en su pueblo sabían que “él ha sido bueno siempre”, él claramente es inocente. “Lo peor era que [Mariana] lo estaba mirando” mientras él la asfixiaba, confiesa el homicida. 

La mirada que tanto buscó Fernando, le fue concedida finalmente a otro. El destino, como acostumbra hacerlo, se revela injusto.

Sobre el personaje de Mariana podríamos decir lo mismo que Bataille dijo de Emily Brontë y su desdoblamiento en Catherine, de Cumbres borrascosas: “[tuvo] un conocimiento angustioso de la pasión: ese conocimiento que no solo une el amor con la claridad, sino también con la violencia o la muerte ⎯porque la muerte es, aparentemente, la verdad del amor, del mismo modo que el amor es la verdad de la muerte”. 

Por amor, precisamente, no puede ser otro el destino de un personaje como Mariana; aunque no por el amor a un hombre, sino a sí misma. Su hedonismo desenfrenado es una forma metastásica de amor.

Fernando subsidia la culpa a fin de que Mariana siga siendo inocente. Es decir, protege la virtud de su esposa a fin de prolongar su amor por ella. Una inocencia que, triste pero necesariamente, es imposible de salvaguardar. 

“Eso que únicamente puede arder … y que al no arder se corrompe a sí misma”, así definió Arredondo a la pureza. La virtud es igual a la fruta madura: debe echarse a perder.

*

“Yo creo venir de Chéjov, de Katherine Mansfield, de Cesare Pavese…”, confesó Arredondo. Y nos sería fácil verificarlo. Practicándole una suerte de arqueología de estilo, cotejaríamos los cuentos de Inés con los de su progenie y rastrearíamos las influencias en “La señal”, “La sunamita”, “En la sombra” y muchos otros. 

Al llegar a “Mariana”, sin embargo, quedaríamos desorientados. Perdidos. 

Porque la perspectiva desde la que se narra en “Mariana” alterna, sin aviso, entre la primera persona del singular y la primera del plural. Porque se efectúan saltos no sólo en el tiempo narrado, sino también en los tiempos verbales. Porque algunas de sus elipsis parecerían anticlimáticas y, sin embargo, resultan efectivas. Porque su “belleza desnuda e inhóspita” se sostiene en el diálogo antes que en la construcción de escenas. 

La efectividad de “Mariana” depende más del hallazgo y del golpe poéticos que de sus recursos narrativos. Es el cuento donde Arredondo comienza a abandonar sus modelos y a desdibujar su genealogía. Se desapega del pasado para aproximarse a su destino. Trasluce el germen de la mejor Inés: la que escribirá “Río subterráneo”.

Cuando Fernando, recluido en el sanatorio, indaga en sus motivos para atentar contra la vida de Mariana, recurre a los ojos como ventana a su abismo personal:

Recuerdo eso sobre todo, sus ojos bajo el agua, desorbitados, mirándome con una piedad inmensa… [y] el dolor espantoso de verla herida, sufriente, medio muerta, mientras mi alma seguía asesinándola para llegar a producir su mirada insondable, para tocarla en el último momento, cuando ella no pudiera ya más mirarme a mí y no tuviera otro remedio que mirarme como a su muerte. Quería ser su muerte. 

Hacia el último párrafo del cuento se da una suerte de resonancia. Una rima temática en la que el gesto literario se torna cortesía mortuoria: Fernando le cierra simbólicamente los ojos a su esposa, asesinada por aquel otro que es también el propio Fernando, transustanciado a voluntad:

Fui yo su muerte. Me miró a los ojos… [pero] mucho más terrible que la idiotez que me espera es esa última mirada de Mariana en el hotel, mientras la estrangulaba, esa mirada que es todo el silencio, la imposibilidad, la eternidad, donde ya no somos, donde jamás volveré a encontrarla.

La semántica del pasaje delata el hilo invisible que siguió la autora, los versos suicidas de Pavese: Para todos tiene la muerte una mirada / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

En “Mariana”, Inés Arredondo vislumbra lo que todos los cuentistas están destinados a descubrir tarde o temprano: que están más cerca del poeta que del novelista.

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Confesé ya un hábito reprensible. Pero lo cierto es que tengo, al menos, otro más: hacerles careos a mis escritores de cabecera. 

Soy policía de mis gustos literarios y me gusta interrogar a mis autores. No porque quiera culparlos de improbables faltas a la estética, sino para darme pruebas de su autenticidad. 

Inés Arredondo es un caso paradigmático. Muestra absoluta coherencia entre lo dicho y lo hecho. Lo narrado se corresponde con lo opinado.

Cuando, en sus ensayos y entrevistas, me topo con algunas de sus ponderaciones, corro a transcribirlas en mi libreta de hallazgos ⎯otro mal hábito: tengo más de una libreta y más desorden del que puedo administrar⎯. Mis notas, vistas como una prueba de Rorschach, perfilan mis preocupaciones antes que mis ocupaciones. Revelan una alarmante desconfianza hacia mis propios gustos (es decir, hacia mi criterio). 

Lo anterior no deriva, creo, de una falta de amor propio, sino de un exceso de certezas. ¿Puede alguien estar tan seguro de sus opiniones, y peor, de sus filiaciones literarias? ¿Y no es la certeza, muchas veces, una ceguera reconfortante? 

Cuestionar a otros me fuerza a cuestionarme. La lectura y la escritura son remedios contra el narcisismo. 

También Arredondo encontró paliativos en la escritura. “Comencé a escribir para vencer al dolor”, confiesa en uno de sus breves ensayos. Acababa de perder a su segundo hijo, recién nacido. Resultado de su duelo fue “El membrillo”, la historia de la jovencita Elisa que debuta en las intrigas y los descalabros del primer amor, recordándonos a la mansfieldiana Leila del cuento “Su primer baile”. 

Arredondo mitiga las aflicciones de la madurez escribiendo sobre el placer agridulce de la adolescencia. Si obviamos que recurrió a la experiencia propia para evocar esa primera juventud, veremos que su evasión del presente es menos una trampa de la melancolía que una tentativa oracular. Así podemos interpretarlo a partir de lo que ella misma dice:

Elegir la infancia es, en nuestra época, una manera de buscar la verdad, por lo menos una verdad parcial. Ya no orientamos nuestras vidas hacia el merecimiento de un paraíso trascendente, sino que damos trascendencia a nuestro pasado personal y buscamos en él los signos de nuestro destino […] Al interpretar, inventar y mitificar nuestra infancia hacemos un esfuerzo entre los posibles, para comprender el mundo en que habitamos y buscar un orden dentro del cual acomodar nuestra historia y nuestras vivencias.

Mediante un cuento iniciático, Arredondo reconfigura su primera juventud para vislumbrar su condición final: la del creador eternamente insatisfecho. Y, al igual que el personaje de Elisa en “El membrillo”, la autora ingresa a “un mundo imperfecto y sabio, difícil”. El escritor debe revalorar lo que fue a fin de cimentar lo que será, parece sugerirnos Arredondo. Para ver bien el futuro, debe recordar mejor el pasado. En un sentido histórico, el escritor tiene por obligación revisitar el pasado literario y resignificarlo mediante la obra propia: así fragua su futuro como autor, al tiempo que halla su lugar en el futuro. 

Es por el espejo retrovisor que el escritor se estaciona en la Historia. 


Autores
Alberto H. Tizcareño (Ciudad de México, 1987). Publicista y narrador. Autor de Casas Caídas, novela de reciente aparición en el catálogo del Fondo de Cultura Económica / Fondo Editorial Tierra Adentro. Su libro de cuentos Señoras se erigió, por unanimidad del jurado calificador, con el Premio Nacional de Cuento José Alvarado 2023, otorgado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas como Nexos, Luvina y Tierra Adentro.