La literatura y el terror
En esta sección que ahora estrenamos, dos autores abordan un mismo tema con visiones antagónicas. Es decisión del lector elegir por cuál se inclina. Para inaugurarla, el poeta y ensayista Luigi Amara (Historia descabellada de la peluca) y el narrador Alberto Chimal (Los atacantes) discurren si, ante la cruenta realidad en la que vivimos, las historias de terror han quedado rebasadas o si aún cumplen una función vital.
Terror sobrenatural y terror cotidiano
Por: Luigi Amara
La pregunta no es nueva y la han planteado lectores devotos del género: el relato fantástico de terror, que desde la novela gótica inglesa entornó las puertas de la imaginación hacia el espanto, ¿puede ser rebasado por la propia realidad y convertirse en una curiosidad polvosa, en una antigualla que ha perdido el poder de estremecernos? Según Leopoldo María Panero, poeta de lo Desconocido y el No-Hombre (de todo lo reprimido que puede amenazar a la razón), y quien preparó una antología legendaria del género en su vertiente anglo-americana, este tipo de relatos queda sin efecto cuando el terror se ha instaurado en la realidad, cuando ha devenido Ley. Por su parte, Fernando Savater, gran apasionado de los cuentos de fantasmas, escribió alguna vez que, de tan anacrónicos y espectrales, estos han terminado por equivaler, en el campo de la literatura, a las apariciones de fantasmas…
La cuestión podría formularse en términos de lo que se sitúa al margen de la ciencia y, aun tachado de irracional, ya no es capaz de inquietarnos con la vieja fuerza de lo uncanny. Pero como vivimos en el país de las fosas clandestinas, de los miles de asesinatos y desapariciones y torturas, en que se diría que el terror se ha convertido en ley, me limitaré a seguir esta línea, sin perder de vista que, como ya anotaba el propio H.P. Lovecraft, el hechizo de esta literatura dimana de ser un antídoto supremo contra todas las formas de realismo.
El relato de terror se apoya en la idea de una normalidad amenazada; opera con la lógica binaria de una racionalidad que flaquea y se quiebra por la insinuación del mal o la locura. Gracias a la postulación de esta polaridad, en que lo familiar puede ser dominado por su reverso, por las fuerzas de lo sobrenatural y de la insania, la literatura y el cine han sabido abrevar de esas fuentes lóbregas en que bullen lo insólito y lo oculto. La pregunta sería, entonces, ¿qué sucede cuando la parte apacible de esa realidad escindida, la que correspondería a la vida moralmente aceptable y ordenada, se resiste a ser establecida con facilidad, por estar ella misma atravesada por el espanto? ¿Cuál puede ser el reverso de una cotidianidad signada por la barbarie, en que el terror no es producto de la tensión de lo que puede sobrevenir, sino más bien una presencia constante e impune, que nos quita el aliento porque no nos da respiro?
Una vez que el terror inminente ha sido suplantado por el terror normalizado —al que no queda más remedio que adaptarse y resistir—,
los textos que responden a la vieja binariedad decimonónica se leen con una incómoda sensación de «posibilidad agotada». Si cada época moldea los miedos ancestrales, si cada sociedad reescribe y actualiza los terrores atávicos del ser humano para dar forma a sus propias pesadillas premonitorias (el esplendor y la originalidad del género ha correspondido a periodos difíciles y convulsos, si no es que apocalípticos), ¿no será ya hora de que soñemos las pesadillas que corresponden a nuestro tiempo?
Por qué hacen falta historias de terror
Por: Alberto Chimal
Actualmente no hay escasez de historias con violencias, explosiones, armas de todo tipo, crueldades indecibles. Asesinos sin compasión ni debilidad. Ríos de sangre. Cadáveres apilados en las calles. Etcétera.
Las noticias ofrecen historias así a todas horas. Más aún: en muchas zonas de este país las violencias, los cadáveres, las crueldades y la sangre son parte de la vida cotidiana.
No nos falta, pues, horror en estado puro. Y llega a nosotros en tales cantidades que nos aturde, nos adormece, en vez de ponernos alertas. Lo que era un mecanismo de supervivencia para nuestros antepasados primitivos se vuelve imposible de eludir, presente en todas partes, y por lo tanto, incluso cuando estamos buscándolo, termina por abrumarnos, por paralizarnos.
(A veces, de hecho, el horror destruye a quienes lo padecen: hace la vida imposible, un dolor perpetuo como el de las familias de los desaparecidos, o el de las víctimas que sufren primero por sus agresores y luego por la autoridad que debería protegerlas.) Lo que sí falta: lo que nos urge, son historias que permitan contrarrestar esos efectos. Si no curarlos por entero, al menos resistirnos a ellos. No devolvernos la calma, porque tal vez no hay devolución posible; no escudarnos de la realidad del horror. Pero sí lograr algo más que su aceptación sumisa.
Historias que nos permitan reclamar un espacio para nosotros mismos, para nuestro pensamiento y nuestros símbolos, en nuestro propio interior, de tal manera que no lo llene el horror que viene de afuera.
(El horror que nos es impuesto deliberadamente: hay que decirlo. Nosotros, los que no tenemos el poder, somos el público para el que se crean y se difunden todas esas imágenes terribles. Para que nos quedemos quietos: para que no quepa en nosotros ninguna duda de que las cosas son así, como ellos quieren, para siempre.)
Esas historias que nos faltan pueden estar en la narrativa: en cuentos y novelas. El arte existe para eso, después de todo: para explorar lo que significa ser humano, existir en cierto lugar y cierto momento de la historia, con más complejidad y profundidad de lo que permiten los ciclos de noticias en Facebook.
Además, la ficción —cualquier ficción: la que finge un entorno realista, la que inventa mundos imposibles— ofrece, al menos, la posibilidad de evitar la repetición literal, superficial, del horror, y articular las experiencias de la vida: encontrar formas para nuestras emociones, pensar alrededor de unas y otras, figurarnos circunstancias en las que no eran, o no serán, como hoy.
Por supuesto, aquellas historias que busquen ser directamente de miedo, abordarlo de forma deliberada en un entorno fingido, deben evitar quedarse en las superficies. Pero las mejores entre ellas siempre han ido más allá. Siempre han ofrecido lo que Ursula K. Le Guin, retomando un concepto de Darko Suvin, llama extrañamiento cognitivo: dar a quien lee un lugar nuevo desde el que ver el mundo, y no sólo la perspectiva de los que mandan y desean seguir haciéndolo.