Jardín de ojos
La mirada de Elisa Malo suele detenerse en lugares donde la mayoría de la gente no quiere ver. Allí donde los transeúntes caminan a toda prisa, perdidos en su neurosis cotidiana, ajenos a lo que les rodea e incapaces de reconocerse en el paisaje, ella encuentra una mina de oro para trabajar. Una mina de diamantes que refulgen en la más profunda oscuridad.
Como todo artista honesto, que no teme a las consecuencias de sus obsesiones, Elisa es fiel a ellas, y las explora sin agotarlas. Sus objetos del deseo son los personajes marginales de la ciudad, llámense indigentes, mendigos, payasos, locos o freaks; ella los sigue, observa, fotografía y dibuja, no con la mirada del antropólogo ni la del detective, sino con la curiosidad y la empatía de quien entiende que está entre sus semejantes. Porque Elisa sabe que la línea que nos separa de ellos es muy delgada. Donde los demás ven —y temen— la otredad, ella encuentra un espejo.
Pero no basta con ser el stalker de tus propias manías. Elisa no se conforma con informarnos de lo que ve, sino que intenta penetrar en sus sujetos de estudio. Ya se sabe que los ojos son el espejo del alma, y la mejor puerta para meterse —si eso es posible— en las entrañas de las personas. Por eso su obra es un jardín de ojos, que no están ahí para observarnos, sino para que nosotros miremos. Hacia adentro, parece indicarnos Elisa con su pincel, como una Alicia perversa que busca llevarnos a las profundidades de los demás, pero sobre todo, de nosotros mismos.