Lugar de mitos y escritura: el grupo Inklings ante la creación literaria
Durante demasiado tiempo, hemos pensado el quehacer literario como un oficio solitario: la labor del genio escritor que trabaja desde su torre alta. Sin embargo, los Inklings —uno de los grupos literarios más influyentes de la historia contemporánea– rompen con ese paradigma al tiempo que revelan una forma distinta de pensar la escritura, una más comunitaria, basada en el intercambio de ideas y la retroalimentación constante; una escritura que se tiene sus cimientos en la amistad.
La historia de los Inklings, cuyos miembros más famosos fueron C. S. Lewis, J.R.R. Tolkien, Owen Barfield y Charles Williams, es una de amistad, mitos, espiritualidad y creación. El grupo, que comenzó sus reuniones a inicios de 1930 en Oxford, acogió a una larga lista de escritores, académicos, estudiantes y entusiastas de la literatura quienes, gracias a las reuniones semanales que se llevaron a cabo durante poco menos de tres décadas, eran animados a escribir y comentar las obras de los asistentes. A pesar de que todo apuntaría a mirar a los Inklings como una sociedad literaria o algún club, se trataba, antes que nada, de un grupo donde, en palabras de Lewis, “no había reglas, oficiales, agendas ni elecciones formales”, simplemente se trataba de reuniones recurrentes de amigos que disfrutaban escribir y comentar sus textos. Fue ahí donde vieron la luz las versiones más tempranas de El hobbit, El señor de los anillos, Las crónicas de Narnia, El problema del dolor y muchos otros libros. Los Inklings demuestran la necesidad de una amistad constante entre artistas, y las obras que surgieron de sus reuniones son el fruto de la exhortación continua entre sus miembros. Pero nunca habrían existido de no ser por Lewis y Tolkien.
Soy como tú, tú eres igual
Se conocieron en la Universidad de Oxford en mayo de 1926 después de haber ingresado ambos a trabajar en la Facultad de Lenguaje y Literatura, se encontraron por primera vez en una reunión de personal que tenía como fin, entre otros temas, continuar con las discusiones para la renovación del plan de estudios. Después de esa reunión, las dos facciones de la facultad, literatos y filólogos, se enfrentarían en una lucha tranquila, pero llena de separación. Por un lado, los filólogos, grupo al que pertenecía Tolkien, deseaban que el plan de estudios se enfocara en el lenguaje, en los estudios anglosajones, en el minucioso aprendizaje de inglés antiguo, y de textos donde Chaucer sería lo más moderno; afuera quedaban de su listado Shakespeare, Marlowe, Spenser y todos los autores post-medievales por ser “demasiado modernos”. Los literatos por su parte, y junto con ellos Lewis, buscaban la inclusión de literatura más moderna, hacían un llamado a disminuir la inclusión de textos en griego, latín e inglés medieval y deseaban estudiar a todos aquellos autores que habían surgido después de Chaucer.
Fue en esa reunión de personal en la que Lewis conversó brevemente con un hombre, el nuevo profesor de Anglosajón, al que describió en su diario como “tranquilo, pálido y de conversación fluida” que “cree que la literatura está escrita solo para el entretenimiento de hombres de entre treinta y cuarenta años”, “su abominación favorita es la idea de ‘estudios liberales’”, “cree que el lenguaje es lo realmente valioso de la escuela” y de quien finalmente dijo que “solo necesita que le den un buen golpe”; se trataba, desde luego, de Tolkien. Las cosas empeoraron: conforme ambos se conocían, empezaron a hacerse claras sus diferencias. Tenían intereses distintos, venían de tradiciones religiosas diferentes, sus especialidades diferían y se encontraban en lados opuestos de la discusión por el cambio de plan de estudios. Lewis escribió al respecto en su diario: “Cuando llegué al mundo se me advirtió (implícitamente) que nunca confiara en un católico y después de mi llegada a la facultad de inglés, (explícitamente) que nunca confiara en un filólogo. Tolkien era ambos”.
Los dos hombres habrían continuado así de no ser una estrategia ideada por Tolkien para impulsar su propuesta de plan de estudios. El problema se debía, pensó él, a que quizás aquellos opuestos a su forma de pensar la educación literaria no conocían el gratificante placer de estudiar a fondo los lenguajes antiguos. Tolkien —cuya pasión por los lenguajes lo había llevado a convertirse en filólogo, aprender más de una docena de lenguas y crear las propias— fundó entonces el grupo Coalbiters (o Kolbítar, el nombre venía de un antiguo dicho nórdico que se refería a un grupo de hombres que en invierno se juntaban tan cerca del carbón que parecía que lo mordían) que se dedicaba una vez por semana al estudio de las Eddas en su lenguaje original. Lewis terminó asistiendo a ese grupo guiado por la fascinación que cualquier obra antigua, pero especialmente los mitos nórdicos, producían en él desde niño. Con los Coalbiters encontró un espacio para volver a su antigua pasión mitológica y durante años se reunió semana tras semana con ellos. Durante las sesiones, el grupo se dedicó a la traducción paulatina de las Eddas —Lewis en una sesión lograba quizás terminar la traducción de un párrafo o dos, mientras que Tolkien podía fácilmente traducir una docena de páginas— y, lento pero seguro, la amistad entre los dos empezaba a florecer.
Primero, se trató de un reconocimiento mutuo, una suerte de felicidad por encontrar a alguien más que compartiera su amor por todo lo nórdico, su fascinación con el mundo lejano de las Eddas, su emoción ante la perspectiva de una tierra llena de héroes y cielos amplios. Y así, una noche de diciembre de 1929, Tolkien y Lewis comenzaron una charla que duraría hasta las 2:30 de la madrugada, donde hablaron sin descanso de los gigantes y los dioses de Asgard y encontraron en el otro a un compañero de gustos, alguien que los acompañaba en una fascinación en la que pensaban que se encontraban solos.
Pronto encontraron más cosas en común y comenzaron a reunirse cada lunes para comer y charlar. Entonces, Tolkien decidió dar un salto de fe y le entregó a Lewis el manuscrito de La Historia de Beren y Lúthien, un largo poema inconcluso que contaba la historia de amor entre el hombre mortal Beren y la mitad elfa mitad maia inmortal Lúthien y que estaba inspirado en la historia de amor de Tolkien y su esposa Edith. Hasta ese momento, Tolkien había mantenido casi completamente en privado su afición por la escritura: debido a un incidente en 1925 en el cual mandó extractos de su poesía a un antiguo profesor y tras ser criticado profusamente, dejo de mostrar sus textos por completo.
Como respuesta, y para gran felicidad de Tolkien, Lewis mandó la siguiente carta:
Mi querido Tolkien,
[…] Puedo decir con honestidad que ha pasado mucho tiempo desde que pasé una tarde tan maravillosa: el interés personal de leer el trabajo de un amigo tuvo poco que ver con mi deleite, pude haber disfrutado tanto esta lectura si la hubiera encontrado en una librería, escrita por un autor desconocido. […] Críticas detalladas (incluyendo quejas sobre líneas individuales) por venir.
Tuyo,
C.S. Lewis
Unas semanas después de esa carta, Tolkien recibió su poema ampliamente comentado por Lewis quien, además de anotar el texto como si se tratara de una obra de literatura antigua, escribía usando los sobrenombres Pumpernickel, Peabody y Schnick, académicos inventados por él, quienes discutían el poema de Tolkien y hablaban de las debilidades del texto como si se trataran de errores de transcripción de algún manuscrito antiguo. Lewis sugirió reemplazar pasajes completos, demostrando haberle prestado toda su atención a lo escrito por Tolkien y, sobre todo, dándole la seguridad de que su obra era comprendida, apreciada y tomada en serio.
Durante sus siguientes encuentros, discutieron aún más el poema, llegando a revisarlo juntos y Tolkien empezó a compartir con Lewis fragmentos de El Silmarillion, trayendo a su ahora amigo al mundo que por mucho tiempo solo le había pertenecido a él y a sus seres más queridos: la Tierra Media.
Lo que Lewis le dio a Tolkien fue mucho más valioso que cualquier consejo sobre escritura o cualquier crítica constructiva respecto a su trabajo (aunque de eso hubo mucho), se trataba de la certeza de que había alguien que apreciaba su trabajo, alguien que lo animaba, lo leía y a quien le importaba lo que el mundo creciente de la Tierra Media tenía que ofrecer.
Tolkien escribiría sobre el entusiasmo y amistad de Lewis de la siguiente manera: “La deuda impagable que le tengo no fue su ‘influencia’ como ordinariamente se ha entendido, sino su aliento continuo. Él fue por mucho tiempo mi único público. Solo de él llegué a tener alguna vez la idea de que mis ‘cosas’ podían ser más que un hobby privado”.
Y entonces fueron los Inklings
No se sabe con exactitud en qué momento las reuniones semanales de Tolkien y Lewis se convirtieron en las reuniones de los Inklings. Sabemos que el nombre fue tomado de una sociedad literaria estudiantil que había desaparecido tras la graduación de su fundador, que a Tolkien le hizo gracia pensar en el sentido doble de la palabra, que denotaba tanto a una persona que trabajaba con tinta como a un escrito incompleto, y que hubo tres sucesos que contribuyeron a su creación.
El primero fue la amistad de Tolkien y Lewis; el segundo, la conversión de Lewis al cristianismo; y, finalmente, la llegada de Warren (o Warnie), el hermano de Lewis a Oxford.
Lewis era ateo. En su juventud, después de la muerte de su madre, la larga tutoría bajo el profesor W. T. Kirkpatrick —quien le había hablado una y otra vez sobre la necesidad de un razonamiento claro, científico, basado solo en hechos y no en opiniones o sentimientos— y su tiempo en las trincheras de la Gran Guerra, había terminado por afianzar su rechazo hacia cualquier creencia religiosa. Con los años, sin embargo, su ateísmo comenzó a ceder. Primero, se debió a la influencia de Owen Barfield —posterior miembro de los Inklings— quien lo había llevado a reconsiderar la importancia de lo que hasta ese momento Lewis había visto como irracional; es decir, las emociones y los hechos subjetivos. Después, Lewis comenzó a sentir confrontada su creencia de que la religión era para “mentes simples” tras darse cuenta de que la mayor parte de sus escritores favoritos y amigos cercanos eran creyentes. Lewis pasó del ateísmo al agnosticismo a un teísmo libre de clasificación conforme su estancia en Oxford se ampliaba. Finalmente, durante otra de aquellas largas charlas con Tolkien, terminó considerando y aceptando no solo la idea de un Dios, sino la visión cristiana de lo divino. Tolkien le había hablado del cristianismo, la muerte de Cristo y la redención que con ella venía, como un mito real y del impulso creador del escritor como un reflejo de la creación divina algo que llamó “Mitopoeia”.
El diario de Lewis refleja su lucha interna: “[me encuentro en] peligro de caer de vuelta en la más infantil de las supersticiones”, pero Lewis terminó por ceder ante aquello de lo que tanto se había burlado y repudiado para convertirse finalmente al cristianismo. Así, comenzó a escribir El regreso del peregrino y entonces Tolkien tuvo la oportunidad de comentar ahora la obra de Lewis.
Fue después de este despertar espiritual que Warnie Lewis llegó a Oxford, para vivir con su hermano en una casa que compraron juntos. Pronto, Warnie comenzó a asistir también a las reuniones entre Tolkien, a quien Lewis había bautizado como Tollers, y su hermano, a quien llamaba Jack de cariño. A estas visitas a veces se sumaba Owen Barfield, cuya visión particular del lenguaje y su relación con lo mítico, descrita en su libro Poetic Diction, terminó por influir la obra de Tolkien.1
Así fue pasando el tiempo y pronto las reuniones entre Tolkien, Lewis, Warnie, Barfield, Charles Williams2 y otros invitados, se convirtieron en las reuniones de los Inklings. Estas se celebraban martes y jueves. Los jueves se reunían en las habitaciones de Lewis en Oxford y comentaban las nuevas entregas de lo que fuera que estuvieran trabajando en esa ocasión; mientras que los martes —y cualquier otro día de la semana ya que estas reuniones no eran formales ni obligatorias de ninguna manera— se reunían por la mañana a tomar cerveza en el bar Eagle and Child. El grupo llegó a contar con más de una docena de miembros y, aunque no del todo formal, tenía votaciones cada vez que alguien deseaba invitar a alguien o cada vez que se nombraba a un nuevo miembro.
Las reuniones donde se hablaba de lo que se había escrito podían llegar a ser brutales, incendiarias, combativas e implacables. Warnie escribió que: “Las alabanzas hacia los trabajos buenos eran ilimitadas, pero la censura hacia el mal trabajo —o incluso el mediocre— era usualmente brutalmente franca”. Y en una ocasión, tras salir de una de las reuniones, Lewis escribió en su diario:
Tuve una agradable tarde el jueves con Williams, Tolkien y Wrenn, durante la cual Wrenn casi seriamente expresó un deseo intenso de quemar a Williams, o por lo menos, mantuvo tal conversación con Williams, que le llevó a entender por qué los inquisidores podían llegar a pensar que quemar gente era algo correcto. Tolkien y yo llegamos después a la conclusión de que sabíamos justo a lo que se refería: que al igual que algunas personas… son completamente golpeables, Williams es completamente combustible.
Sin embargo, a pesar de las fuertes críticas, Charles Williams escribió que los Inklings con todo y lo que tenían que decir de su trabajo o lo “combustible” que pudieran llegar a verlo, eran “buenos para mi mente”.
Los Inklings tenían en común la escritura, el amor por la literatura, la fe y la amistad.3 Fue en sus reuniones donde se leyeron por primera vez extractos de El señor de los anillos de Tolkien, Las crónicas de Narnia y Más allá del planeta silencioso de Lewis, y muchos otros textos que iban desde obras de fantasía o ciencia ficción hasta estudios literarios. Cuando salía el libro de alguno de los miembros, los demás le escribían alabanzas en los periódicos locales y revistas literarias. Y, aunque no eran un grupo libre de fricciones y rivalidades —en cierta ocasión uno de los miembros intentó lograr que se prohibiera que Tolkien llevara más textos “de hobbits”— por lo general se apoyaban entre sí, se brindaban ánimos para la escritura, para iniciar o continuar algún proyecto y no le temían a la crítica constructiva (o a la destructiva). Sus reuniones eran animadas, llenas de risa y conversación. Y, cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, llegaron a compartir raciones de alimentos y a animarse mutuamente mientras el país se hundía en el caos.
Los Inklings reflejaban aquellas primeras reuniones entre Tolkien y Lewis: las de unos amigos que se juntan por el placer de estar juntos, que comparten lo que han escrito por el gusto de compartirlo y por el gusto de escuchar al otro decir lo que piensa.
Es imposible intentar abarcar en un artículo como este todas las instancias de apoyo mutuo, la importancia de cada reunión en la obra de uno o de otro, cada aporte hecho a lo largo de los años, cada instancia de una crítica brutalmente honesta. Se ha tenido que dejar fuera a Charles Williams, cuya relación con Tolkien y Lewis fue tormentosa con uno e ideal con el otro; la fantástica teoría del lenguaje mítico de Barfield; los libros escritos por Warnie, que encontró en la literatura una segunda carrera gracias al apoyo constante de los Inklings; la importancia de Christopher Tolkien; y la sociedad de Mitopoeia, fundada en honor de los Inklings, en recuerdo de la charla entre Tolkien y Lewis donde Lewis volvió a la fe. Bastará decir que ese grupo de amigos fue un espacio que impactó con fuerza en la literatura contemporánea y, sin el cual, nuestro mundo echaría en falta las obras sin las cuales la ficción especulativa sería muy distinta.
- Barfield también influyó a T. S. Eliot quien era para C. S. Lewis, además, una clase de rival.
- Quien en realidad se sumó después de que los Inklings llevaban ya varios años reuniéndose bajo el nombre de Inklings.
- Hay quien académicos que sugieren que la estrella de los Inklings era Lewis, es decir, que quizás no eran tan amigos entre sí como lo eran de Lewis. Tolkien en una carta a su hijo Christopher, una vez los llamó “la reunión de Lewis”.