Los últimos mexicanos
Corres por la colina con el cabello alborotado. Desde la cima puedes ver el valle. Verdes y frondosas columnas emergen caprichosamente. Criaturas de diversos colores cruzan el cielo azul emitiendo sonidos gloriosos. El aire se siente húmedo y puro. Respiras profundamente hasta que tu cuerpo se colma. La garganta se cierra: no puedes respirar. Caes de rodillas, tomándote el cuello con desesperación. No puedes gritar. Observas cómo todo pierde su forma hasta convertirse en un punto negro.
Despiertas bañada en sudor, jadeas. Te levantas nerviosa y revisas los niveles de saturación del refugio. Normales. Descuelgas del ropero un traje térmico.
Caminas a la ventana y observas el cielo plomizo. Contemplas maravillada esos dedos negros retorcidos que emergen por allí y por allá. Suspiras al ver la bruma verdusca matutina y sonríes al comprender que se trataba de una pesadilla.
Observas la foto que hay sobre el escritorio. Tu padre vestido con su cazadora de siempre. La barba espesa, los lentes, la escopeta colgada al hombro y tú, de dos años, sentada en sus piernas. Los dos ríen como si acabaran de contarles un chiste. Verificas que el dispositivo de almacenamiento esté dentro de la ranura que tienes detrás de la oreja derecha. Tiras de tu lóbulo una vez. Un ligero zumbido te indica que ya estás grabando. Ciudad de México, 17 de septiembre de… Tiras de tu lóbulo dos veces y regresas al ropero. Descorres los trajes, hurgas entre las cajas apiladas. Abres una que tiene “2030” rotulado en la tapa: periódicos amarillentos que saturan tu mente de recuerdos.
Tienes que apurarte, la tormenta ha cesado. Por la noche podrás continuar con la bitácora y, como cada año, releer las notas.
Desactivas la alarma y ajustas tu mascarilla antes de abrir la puerta. Ante ti, veinte cubetas distribuidas azarosamente en el patio, rebosantes de agua. Ha sido una buena noche. Retiras la ceniza acumulada en la malla protectora de cada una de las cubetas y las vacías en la cisterna. Coges la escopeta Winchester calibre 12 que heredaste de tu padre. Te cuelgas del cinturón una bolsa negra y un cuchillo de caza.
Eliges a uno de los conejos que hay en el corral techado del patio trasero. Quedan nueve. Piensas en alternativas mientras trozas al animal. Guardas las piezas, todavía calientes, en la bolsa negra y la entierras al lado de un árbol petrificado.
¿Habrá más mexicanos?, te preguntas desde el puesto de vigía. Hace diez años que no ves a ninguno. Desde el día en que tu padre y el escuadrón que comandaba fueron emboscados. No me pasará lo mismo, piensas. Apuntas con la escopeta. Disparas dos veces. Recargas. Tu ojo pegado a la mirilla. Otras dos detonaciones. Cuatro biomecánicos yacen en el pasto cenizo. Te acercas y escupes en la maraña de alambres blancos desparramados.
Con el rabillo del ojo observas a un niño que baja por la colina.
—¡Oye! —tu corazón late con fuerza, la mascarilla se empaña. Lo sigues hasta el centro de la ciudad. En el camino matas a tres biomecánicos más. El niño se mete a una casa sin puertas.
Dos ojos negros se asoman por la ventana. Apenas superan el borde. Tiene el pelo cenizo; las mejillas morenas, libres de petequias. Es solo un niño. Probablemente generó una especie de inmunidad, como los conejos, reflexionas.
—¡Oye! —le vuelves a gritar, acercándote lentamente. El niño abre la boca y emite un ligero tic-tac. Disparas. Un trozo de ventana se desmorona. Tic-tac. Disparas de nuevo. Tic-tac. Te hincas, recargas. Colocas la culata de nogal sobre tu hombro derecho. La mano izquierda sostiene el cañón de acero forjado. Tic-tac. Controlas la respiración y aprietas el gatillo con fuerza. Los ojos desaparecen. Te acercas sin dejar de apuntar al cuerpo exangüe del niño. Su cara ha sido sustituida por un gran hoyo del que cuelgan alambres blancos.
—¡Ey, por aquí!
Volteas empuñando la escopeta. Es un hombre joven, sin mascarilla. Le apuntas a la cabeza.
—¡No, por favor! Soy inmune, como los conejos —suplica, cubriéndose el rostro. Te acercas. Le revisas la boca, los ojos, los oídos.
—Sígueme.
Ajustas los niveles de saturación, activas la alarma y entran a la casa. Te quitas la mascarilla, te acomodas el cabello y te secas la cara.
—Los niños son los más peligrosos. Mis padres murieron cuando intentaron ayudar a uno.
Lo miras: sus ojos transmiten tristeza.
Platican mientras cocinas al conejo. Él tampoco ha visto a más mexicanos. Le muestras tus archivos, tus mapas. Comen. Abres una botella de tequila. Se miran.
El humo del cigarrillo se impregna en las sábanas. Su cuerpo tibio y desnudo descansa a tu lado. Arrojas la colilla y retiras el revolver del buró. Verificas que esté cargado y apuntas a la cabeza del hombre. No puedes correr riesgos… Disparas.
Sangre y trozos de carne se deslizan por tu rostro. Ya no hay duda: ahora sí eres la última mexicana.
Los últimos mexicanos fue publicado originalmente en el número 43 de Penumbria, revista fantástica para leer en el ocaso.