Los límites de la realidad
Prejuicios comunes
En el número de febrero 2013 de la revista Letras Libres, Christopher Domínguez Michael escribe sobre La torre y el jardín, la novela de Alberto Chimal publicada por Editorial Océano. La reseña poco tendría de relevante si no fuera porque el crítico afirma en ella que “Los escritores solamente fantásticos pertenecen al gremio de los eternos inmaduros y viven, inmóviles, en el país de la infancia perdida.” Es un error común confundir los prejuicios personales con los valores estéticos de una obra, o en este caso de todo un género, pero que el único discurso narrativo al que la crítica otorgue cierto valor sea el realismo, y que a los autores que se desvían de dicha corriente principal se les califique de raros o excéntricos, dice más de nuestro medio literario que de la obra o el autor calificados.
Es cierto que desde hace algunos años se habla de una crisis en la crítica literaria mexicana, y que los males más mencionados son la falta de espacios para el ejercicio crítico, la reseñitis centrada en las novedades editoriales, y el papel de inquisidores que adoptan algunos, más preocupados por poner en su lugar a los infieles que por hacer descubrimientos. También es cierto que existen guetos cerrados en los que se aplaude todo lo que hacen “los nuestros”. Pero crisis y guetos aparte, el desdén con el que se mira a quienes ejercen (ya sea como autores o como lectores) la literatura fantástica, no es exclusivo de México, y mucho menos podemos decir que sea algo reciente. Si bien es fácil señalar varios países en los que la literatura fantástica es parte fundamental de su tradición, como Inglaterra, Alemania, o Argentina, son más los que relegan dicho discurso al cajón de los subgéneros.
Los límites de la realidad
De acuerdo a la definición aristotélica, los géneros literarios son la épica, la lírica y el drama. Para los tiempos actuales tal definición es insuficiente. Además de la narrativa, la poesía, y el teatro, muchos consideran que se debe incluir al ensayo y a la crónica, lo que nos obliga a hablar de ficción y no ficción. Si entendemos la ficción como una obra de la imaginación, la no ficción se entiende como un producto basado en datos duros, verificables. Así, el realismo, al igual que lo fantástico, son hijos de la ficción, artificios —como diría Jorge Luis Borges—, herramientas culturales para dar solidez a un discurso que pretende narrar la realidad.
“Porque no existe una verdad una y concreta, que nos comprenda; se hace preciso imponer su ficción para salvar a la Humanidad de desejercer en un sentido demasiado disperso: de ahí el Estado”, explica Leopoldo María Panero[1]. Y la función primordial del Estado es la de regular la vida de una nación, de ahí que en la búsqueda de una “identidad nacional” se vea obligado a imponer su versión de la realidad. Mario González Suárez, en su prólogo a los cuentos completos de Francisco Tario señala que “El realismo es —más que una forma— la doctrina que mejor casa con los objetivos e intereses políticos del Estado[2]”. Para Pascale Casanova, citada en el texto de Mario González Suárez, la literatura es el arte más conservador, el más sometido a las convenciones de la representación, y el más ligado a la nación política por el vínculo de la lengua[3].
La búsqueda de identidad a través de un discurso literario que refleje la realidad nacional, y el rechazo a las formas que la contradigan, es natural en los países jóvenes, pero también en aquellos donde la cercanía de los intelectuales con el Estado es más presente. En ambos casos la literatura costumbrista se institucionaliza, y quienes se atreven a distorsionar la realidad del Estado son señalados como indeseables o excéntricos, e incluso corren el riesgo de ser perseguidos.
En 1988, el escritor hindú nacionalizado inglés, Salman Rushdie, publicó la novela Los Versos satánicos. El libro fue prohibido y quemado en varios países musulmanes por su contenido “blasfemo”. Se registraron actos violentos y disturbios callejeros en EUA e Inglaterra. La cumbre fue cuando el ayatola Jomeini lanzó un llamado a las naciones musulmanas, condenando a muerte a Salman Rushdie y a los editores que publicasen el libro conociendo su contenido. La condena ya cosechó víctimas, y no sólo continúa vigente, el monto ha aumentado. A propósito, a Salman Rushdie no le son extraños los relatos fantásticos. Los ha escrito con gusto y soltura. Tan es así que al escribir su obra más personal no duda en echar mano de esos recursos y utilizarlos a conveniencia. Hijos de la media noche, y Los versos satánicos, sus novelas mejor reconocidas, son ejemplos de ello. Vale la pena reparar en que la obra de Rushdie ha sido clasificada como “realismo mágico”, etiqueta ambigua y que al igual que la frase “real maravilloso”, remite a una situación de carácter más político que literario.
Para Alejo Carpentier, lo real maravilloso es “patrimonio de la América entera”. Para él, la historia de América es “una crónica de lo real maravilloso”. Así, cuando uno de los personajes de su novela se transforma en lobo o mosquito, lo hace para actuar como símbolo de la historia social y política de un continente. Cuando Gregorio Samsa, después de un sueño intranquilo, se encuentra convertido en un monstruoso insecto, actúa también como símbolo, pero de la condición existencial del autor. Esto ilustra la tesis que expone Pascale Casanova en su República mundial de las letras, cuando menciona que los autores latinoamericanos ganaron reconocimiento internacional gracias al valor que ellos mismos otorgaron a su propio espacio geográfico, un valor que no se correspondía con los de la literatura mundial[4]. Pascale Casanova no demerita el trabajo de los escritores latinoamericanos, pero señala el contexto político que los rodea. En terminos literarios ambas transformaciones, la de Mackendal y la de Samsa, pertenecen al mismo espacio y poseen más cosas en común de las que un nacionalista quisiera admitir.
Donde el Estado impone su visión de sociedad, la razón y el método científico imponen su visión del funcionamiento del mundo. Así, resulta posible cuestionar uno u otro sistema político, pero no las leyes de la naturaleza. Toda experiencia incapaz de ser replicada y verificada escapa por definición al dominio de la lógica y se instala en los terrenos de lo desconocido, de un más allá sobrenatural restringido a lo religioso. De ahí que muchos defensores de la literatura fantástica señalen como antecedentes a la Biblia, el Corán, o el Libro de los muertos. Allí se encuentran, dicen, los primeros atisbos a otros mundos; hay hechos extraordinarios, aparatos que asemejan tecnologías aún desconocidas; hay demonios, ángeles y criaturas increíbles de todo tipo. Estas afirmaciones no carecen de sentido, pero en su empeño por encontrar antepasados ilustres que otorguen legitimidad al género de sus amores, confunden el relato cosmogónico y el literario. La religión enaltece lo desconocido, pero también le asigna estatuto de sagrado o blasfemo, y con ello delimita su parcela de realidad.
Pero aún si podemos escapar de las limitaciones impuestas por el Estado, la ciencia y la religión, si de algo somos prisioneros sin esperanza es del lenguaje. William Burroughs afirmaba que el lenguaje es un virus, una cualidad con más de patógeno adquirido que de capacidad innata, que nos permite asimilar los fenómenos externos a partir de un complejo sistema de símbolos. Accedemos a la realidad no de manera directa, sino a través de palabras, y donde no hay palabras está el abismo de lo indecible, lo incomunicable. Pero la realidad no es las palabras, la realidad no es el lenguaje. Podemos nombrar a la cosa, pero el nombre no es la cosa.
A falta de esa verdad única y concreta que señala Panero, y ante las limitaciones que imponen el Estado, la ciencia, la religión, y el lenguaje, para interpretar la realidad en todos sus matices, es que nos servimos del arte. Pero donde la música y la plástica consiguen liberarse, la literatura se encuentra atada al lenguaje. Para Tzevatan Todorov, “su vocación dialéctica (la de la literatura) consiste en decir más de lo que dice el lenguaje, en superar las divisiones verbales. Es, dentro del lenguaje, lo que destruye la metafísica inherente a todo lenguaje. Lo propio del discurso literario es ir más allá (si no, no tendría razón de ser); la literatura es como un arma mortífera mediante la cual el lenguaje lleva a cabo su suicidio[5]”. Y la literatura fantástica, en su constante juego con la realidad, está más cerca de ese objetivo que cualquier otra.
El relato de terror es una exploración en lo desconocido como manifestación maligna, sobrenatural. En el relato de ciencia ficción el tema es la maravilla y el miedo ante las posibilidades de la ciencia. Ambos parten de un terreno común: la realidad consensuada, e inmediatamente después introducen en ella un factor de caos. Son enfrentamientos contra lo desconocido. De ahí su inclusión tradicional, y en ocasiones controversial, en el terreno de lo fantástico. Lo fantástico, al igual que el realismo, no es una temática, sino una manera de enfrentarse a la realidad, esa gran ficción consensuada. Lo fantástico y lo realista, más que excluirse, se potencian, y quien esté interesado seriamente en la literatura debe saberlo, es el corazón de una poética. Un escritor que excluye de su obra el realismo, o lo fantástico, se condena a la normalidad y la sumisión.
Hic svnt dracones
Los cartógrafos de la antigüedad tenían una curiosa costumbre para indicar en sus mapas aquellas zonas inexploradas o de acceso prohibido: dibujaban monstruos. De hecho, la frase en latín que se utilizaba para acompañar los dibujos en los mapas era: Hic svnt dracones. “Aquí hay dragones”. Hay quienes han querido tomar esta declaración en forma literal, argumentando la mención de estas criaturas en leyendas antiguas y documentos fundacionales de culturas lejanas entre sí. Ahí está el Tiamat babilónico, el Quetzalcoatl de los aztecas, los benévolos dragones chinos y los malignos dragones de la mitología germana, incluso la Biblia hace mención a ellos. Los arqueólogos remiten el origen de esta creencia a los hallazgos de restos de reptiles mayores, cocodrilos gigantes e incluso dinosaurios. Lo cierto es que en todos los casos el dragón actua como símbolo, y que su presencia en un mapa no es otra cosa que una alusión a lo desconocido.
En su ensayo de 1974, Why americans are afraid of dragons[6]?, Ursula K. LeGuin hace una interesante comparación entre los dragones y la literatura fantástica. Vale la pena señalar que el título no sólo es una alusión a los dragones como símbolo de lo desconocido, sino también un guiño que remite a su propia obra (en su Trilogía de Terramar[7] los dragones juegan un papel simbólico muy importante). Aún más interesantes resultan las razones que ofrece LeGuin para explicar el rechazo de los americanos a las obras de imaginación, y en particular hacia la literatura fantástica. Este rechazo, dice, no es una característica exclusiva de los americanos y podemos encontrarla en lugares como Francia, cuna del naturalismo. De hecho, si no fuera por Alemania e Inglaterra, que poseen una rica tradición fantástica, se podría creer que se trata de algo propio de países con un alto desarrollo tecnológico, mientras que la cercanía con la literatura fantástica es consecuencia de una visión tercermundista, basada en el pensamiento mágico. Pero si algo refleja este rechazo, explica LeGuin, es una mentalidad puritana y machista en la que todo lo que se realiza por placer y no reporta intereses inmediatos es más que inútil: infantil o pecaminoso.
Cuando lee, si lo hace, el puritano acude a la literatura “seria”, o se limita a los libros exitosos, los best sellers, sin importar lo “fantásticos” que estos puedan ser (en el mundo del puritano el éxito es algo a lo que hay que rendir culto, y al leer un best seller, en un acto de auténtico pensamiento mágico, el puritano cree participar de dicho éxito). Cuando escribe, si lo hace, el puritano olvida estar construyendo una obra de imaginación y cree que su visión del mundo y de la condición humana es la única interpretación posible de la realidad. El puritano se considera un “realista”, y si para el puritano imaginar es malo, fantasear es peor, algo exclusivo de mujeres y niños. El puritano, como hombre contemporáneo, trabajador, responsable, dedicado a cosas de verdad importantes, y abrumado por la realidad, hace todo lo posible para no enfrentarse a la región desconocida, incontrolable, y poblada por dragones que es su propia fantasía.
Mercado y subgéneros
En 2009, Ursula K. LeGuin acudió como invitada al Festival de Escritores de Otawa, para dar una conferencia. Durante el evento, un asistente preguntó a la escritora si creía que en estos tiempos en los que una novela como Harry Potter goza de gran popularidad los americanos seguían teniendo miedo de los dragones. La pregunta es pertinente. El mundo ha cambiado muchísimo desde que Ursula escribió su ensayo. En los años posteriores a esa primera mitad de la década de los setentas, la cultura popular experimentó un boom sin igual. Los americanos sobre quienes Ursula escribió se volvieron consumidores insaciables de fantasías épicas, romances sobrenaturales y aventuras intergalácticas. Con todo, la respuesta de Ursula fue contundente. Los americanos siguen teniendo miedo de los dragones. No importa el que un tipo de fantasía haya ganado aceptación popular y conquistado el mercado, ni que los géneros narrativos se diluyan y que algunos autores fantásticos consigan de cuando en cuando el favor de la crítica “culta” —de lo cual ella misma es ejemplo—, porque ese reconocimiento se dirige al autor, a su ingenio, a su manejo del lenguaje, mas no a la literatura fantástica en sí, la cual nunca antes se ha visto tan banalizada.
Es verdad. Hoy en día, cuando se habla de narrativa fantástica la mayoría de la gente piensa en los engendros del cine, la televisión, el comic y los videojuegos; y aunque debemos aceptar que la calidad de estos productos es diversa, no podemos ignorar que en su mayoría reina la fórmula. Son subgéneros. El consumidor de subgéneros no busca la sorpresa ni el desasosiego que provoca la literatura fantástica, lo que busca es la seguridad del gesto que se repite, la promesa que se cumple, la tradición que se respeta. El subgénero es un caramelo colorido, empacado y listo para el consumo. Pero sería una necedad creer que los subgéneros derivan de lo fantástico. Hay subgéneros realistas, y en mayor abundancia. Westerns, policiacos, jurídicos, cómicos, familiares, románticos, eróticos, historias de hospital, de presidio, motivacionales, deportivos. La lista se vuelve interminable.
Las etiquetas sirven para ordenar inventarios y segmentar mercados. Aceptar la etiqueta es limitarse como escritor o, en el mejor de los casos, buscar la provocación. Pero también puede ser una aspiración genuina e incluso propositiva, ¿por qué no? Lo grave está en la generalización y el conformismo, y me refiero no sólo a críticos, sino sobretodo a escritores y lectores.
Notas
[1]Visión de la literatura de terror Anglo-Americana (Ediciones Felmar, 1977)
[2]Francisco Tario, Cuentos completos (Editorial Lectorum, 2003)
[3]La República mundial de las letras (Anagrama,2001)
[4]La República mundial de las letras (Anagrama,2001)
[5]Introducción a la literatura fantástica (Premia Editora, 1981)
[6]The Language of the night (Berkeley, 1979)
[7]La Trilogía de Terramar está formada por las novelas Un mago de Terramar (1968); Las tumbas de Atuan (1971); y La costa más lejana (1972). Posteriormente Ursula K. LeGuin publicaría algunos libros más cuyo escenario sería el mismo universo de estas novelas.