La voz de los muertos
Nada en la vida nos fascina tanto como la muerte. ¿Cómo es posible? Fácil: es la única experiencia por la que absolutamente todos vamos a pasar. Y el miedo de que suceda no es menos grande que el temor de que no haya nada tras ella. De ese temor vienen todas las historias que nos contamos sobre el alma, todas las mitologías y las religiones. Pero no se trata sólo de la esperanza (o el miedo) de que haya algo después de la muerte: también tiene que ver con la posibilidad de que exista un puente entre uno y otro plano.
La literatura está llena de historias sobre el tema. Van desde las más reconfortantes (con ángeles de la guarda, visitas al paraíso o amantes que vuelven de la tumba para reconfortar a los que se quedaron atrás) hasta las más escabrosas e inquietantes, que también nos reconfortan: mientras más nos aterrorizan mayor es el alivio al saber que eso que estamos leyendo le ocurre a alguien más y no a nosotros, y que no saldrá de las páginas del libro.
Así, nos entregamos con placer masoquista a historias de fantasmas, demonios, zombis y vampiros, fantaseando sobre lo que haríamos en su lugar al mismo tiempo que confiamos en no tenerlo que descubrir nunca.
Creo que uno de los libros con este tema que más me han aterrorizado, y que ha marcado mi vida como lectora, es Los veinticinco mejores relatos negros y fantásticos de Jean Ray, publicados en español por editorial Aguilar (aunque es cada vez más difícil de conseguir, el volumen aún aparece de vez en cuando en las librerías de viejo). Sus mejores historias, las más aterradoras, son aquellas narradas como leyendas: Ray inventa sus propios monstruos, sus propias reglas para el regreso de los muertos, pero nos las platica como si fueran tradicionales, ya de todos conocidas. En “El ciempiés”, un par de hombres tienen que pasar la noche en la casa donde está el cadáver de otro más. Al principio no les parece nada terrible, pero cuando el alma del difunto recorre toda la casa, encarnada en un ciempiés, el terror de apodera de ellos. Y del lector.
En otro de sus cuentos, “El guarda del cementerio”, Ray le da un giro a la historia clásica de vampiros. Y, en uno más, “Dios, tú y yo”, el protagonista se enamora de una muerta y se une a ella en unas bodas negras que se consuman en el ataúd de ella. Los muertos, en la imaginación de Jean Ray, no necesitan esperar a una fecha precisa para poder espantar, devorar o amar a los vivos.
No pasa igual en Descanse en paz (Espasa, 2010), novela de John Ajvide Lindqvist. Este autor sueco, tan interesado en la vida después de la muerte (su otra novela traducida al español, Déjame entrar, es la base de la película homónima de vampiros), nos plantea que un fenómeno meteorológico es la llave que permite el regreso de los muertos. Miles de cadáveres vuelven a la vida, en diversos grados de descomposición tanto física como de conciencia e identidad. La historia se centra en cómo enfrentan esta situación los familiares, amigos y vecinos de los retornados, dejándonos la inquietud de si el reecuentro es de verdad un alivio, o más bien una maldición.
Sin embargo, el libro que más pesadillas me ha dado y que incumplió con su parte del trato de que una vez cerrado el miedo se terminaba fue Fantasmas, de Peter Straub. En esta novela un grupo de ancianos se reúne año con año a platicar las cosas más terribles que les han pasado en un intento de ocultar de sus propias conciencias. En ese afán de esconderse de sus remordimientos, platican anécdotas de fantasmas y aparecidos. Una de ellas, la de un niño que se ahorca y se aparece constantemente ante quien fuera su maestro, se me quedó grabada para siempre. El final de la novela es insatisfactorio, para ser honesta, pero ese pasaje es una de las mejores historias de almas en pena que he leído.
Ya para terminar con los autores angloparlantes me gustaría recomendar a Joe Hill. Sus novelas Cuernos (Suma de letras, 2010) y El traje del muerto (Suma de letras, 2007), así como su colección de cuentos Fantasmas (Suma de letras, 2008), hablan, más que de un encuentro, de una colisión del mundo de los vivos con el de los muertos (en la que los vivos siempre salen perdiendo).
Por supuesto, en México hay muchos ejemplos de cuentos y novelas que hablan del tema, seguro por la fascinación de nuestra cultura hacia la muerte. Prueba de ellos es la antología Ciudad fantasma, de Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte (Almadía, 2013), que en dos volúmenes nos obsequia relatos de espantos y apariciones con la ciudad de México como escenario.
Así como la muerte no distingue entre jóvenes y viejos, su presencia literaria tampoco lo hace: hay historias sobre el tema dirigidas primordialmente a niños y adolescentes, pero que inquietarán también a los adultos. Un ejemplo de ellos es Tristania, de Andrés Acosta (El Naranjo, 2014). En él, un par de hermanos adolescentes descubren que nuestro universo está en contacto con otros en los que son reales las cosas que ocurren en las películas… incluyendo zombis. Y, como todo entusiasta del género sabe, para desatar el caos sólo hace falta un zombi que esté dispuesto a morder.
Hasta ahora he hablado sólo de narrativa. Sin embargo, también hay poesía sobre el contacto de los muertos con los vivos. Tenemos referentes como La danza general de la; La novia de Corinto, de Goethe; o El cuervo, de Edgar Allan Poe. Entre los autores mexicanos contemporáneos quiero mencionar a Erika Mergruen y su poemario El sueño de las larvas (Leer y Escribir, 2006; otro difícil de conseguir, pero la propia autora lo comparte para descarga gratuita aquí). En él, la voz principal es la de los gusanos que devoran los cadáveres. Pero también hablan los muertos y la Muerte.
No hay la menor duda de que nunca sabremos, como especie, si hay o no algo cuando acaba la existencia; pero es eso mismo lo que mantiene vivo nuestro interés en el tema. Al menos nuestra curiosidad sí será inmortal.