¿La vida ha durado suficiente?
No recuerdo cuándo comencé a perder la vista ni por qué no me he operado. No sé si extraño lo que antes miraban mis ojos. A final de cuentas, he llegado a una edad en la que mi cuerpo no me deja hacer lo que quiero y, además, creo que ya no lo necesito. La verdad es que hago muy poco, lo mínimo; eso sí, cada que puedo, paso el tiempo con mi nieta Sara. A veces, ella me lee lo que le pido, desde un libro hasta el periódico, o me describe lo que pasa en la tele o en la casa. Otras veces, toma dictado de lo que le digo o me pasa lo que necesito; es una buena niña a la que le gusta estar conmigo. Desde hace mucho, evito salir a lugares que ya no soporto y, quizás, lo que tengo es el pretexto perfecto para ya no mirar ni convivir con la gente que siempre detesté.
Hace algunos años me dijeron que se me estaban formando cataratas en los ojos. Dicen que se quitan rápido y que la operación no dura más allá de veinte minutos, pero me tienen que hacer estudios y, según, debo estar tranquilo para que mi presión esté bien, y luego la alimentación y los cuidados y un sinfín de etcéteras, etcéteras, etcéteras.
Cuando las detectaron, no me pudieron operar porque tenía otros problemas: el corazón andaba fallando, tenía anemia y no sé qué otras tantas pendejadas. Mi hijo es el que se encarga de todo eso y, aunque me dice lo que pasa, casi nunca le pongo atención.
Últimamente la familia me dice que ya estoy bien, que estoy fuerte y que ya es hora de que vuelva a ir al médico y ver la posibilidad de operarme, según esto, para que Sara deje de estar al pendiente de mis cosas, pues dicen que está muy chiquita para que se preocupe tanto por mí. Yo me pregunto de qué cosas está al pendiente; solo es una niña conviviendo con su viejo; todos los demás apenas y me hablan.
Creo que nunca he estado en alguna operación más allá de una sacada de muela. He tenido suerte. Las pocas veces que he estado en un hospital fueron cuando mi mujer enfermó y falleció días después; también cuando a mi nieta la internaban de más pequeña por ese maldito asma que sufre. Aunque pocas cosas me dan miedo, entrar a una “pequeña” operación me pone intranquilo. Creo que las cosas, a mi edad, pueden complicarse. No quiero morir —al menos, no ahora—; me gusta pasar tiempo con mi nieta, contarle cosas, historias, escucharla; a ella le encanta platicarme su día a día. Quiero estar un par de años más con ella. A final de cuentas, mi hijo y su esposa tampoco le hacen mucho caso. Nos necesitamos.
Regresé al médico después de varios años y el doctor de antes ya no estaba. Como era de esperarse, uno nuevo me atendió. El chequeo fue el de costumbre: la sangre, el corazón, la presión, la maldita próstata, el azúcar. El médico me dijo que todo estaba bien, menos los ojos. ¡Qué gran descubrimiento! Dice que solo es cuestión de que me decida y estaré como nuevo. Siempre me han molestado las actitudes socarronas de la gente con los ancianos, son estúpidas. ¿Cómo yo podría quedar como nuevo? Me dijo que, aunque las cataratas están muy avanzadas, él tiene mucha experiencia y la cirugía tardaría pocos minutos. Dice que el problema menor está en el ojo derecho y es recomendable hacerlo primero en ese, que no hay nada que temer. Quisiera estar en casa oyendo la voz de mi nieta; creo que ya es hora de que me lea las noticias de hoy.
Me tropecé con una muñeca de Sara que estaba en el suelo, o eso dijeron. Mi hijo me recriminó que, si pudiera ver bien, esas cosas no pasarían; que, si hace años hubiera regresado a revisarme, nadie tendría que estar al pendiente de mí. Lo que el pendejo de mi hijo olvida es que mis rodillas me fallan desde hace varios años; que el bastón con el que me ayudo me es insuficiente para sortear los obstáculos que él o su esposa dejan por toda la casa y que son más peligrosos que los juguetes de mi nieta. Sara se espantó y, al verme en el suelo, empezó a llorar, desconsolada. Su mamá se la llevó, pero ella quería estar ahí conmigo, asegurarse de que no me había pasado nada. Se calmó cuando, desde lo lejos, vio cómo me levanté y me senté en el sofá. Mi rodilla derecha crujió un poco y me dolió más que de costumbre; no me quejé. Después de eso, tuve que escuchar a mi hijo un buen rato hablar sobre lo necesaria que era la operación. Me quedé dormido.
Al terminar mi cena de papilla de no sé qué chingados, Sara se acercó a preguntarme cómo seguía y la razón de mi negación a operarme. Le dije que no me había pasado nada y de lo otro, no supe que decirle. Me agarró la mano y me preguntó: “¿No quieres ver cómo es mi cara?”. No sé por qué supuse que mi hijo o su esposa habían mandado a la niña a chantajearme de ese modo. Me molestó que, de cierta forma, la niña me viera como un anciano inútil necesitado de los demás. Aunque no lo parezca, mi nuera es detestable y es capaz de hacer eso y otras cosas mucho peores. Aun así, no quiero que mi nieta me tenga lástima, todavía no. Creo que en ese momento decidí operarme los malditos ojos y terminar de una vez con tanta tontería que se decía de mí.
*
En la segunda consulta, el doctor me dijo que, si todo iba bien, en siete días podría operarme el primer ojo. Me ha dado varias recomendaciones como no salir mucho a la calle, descansar, alimentarme bien, suprimir el cigarro, el café y demás cosas de mi dieta que dejé hace años. A veces los doctores son tan pendejos. Todo el viaje de regreso, mi hijo se la pasó diciendo lo bueno que será todo después de la operación; que ya podré hacer esto, aquello y no sé qué más. Tuve que prender la radio para que se callara. A mí me gusta mi vida así, tranquila. Más allá de ir al médico —que no lo hacía hasta estos días—, no tengo a dónde ir. Algunos conocidos ya murieron y a otros, no puedo ni mencionarlos. A final de cuentas, no me gusta salir. ¡¿Por qué no lo entienden?! Todo lo de fuera es una maldita pérdida de tiempo.
Al llegar a casa, empecé a oler algo extraño. No dije nada, pues a veces mi nuera cocina cosas espantosas; en fin, nadie nunca le dice nada, así que, como siempre, todos parecían ignorar el tema. Aunque, pensándolo bien, creo que mi hijo le tiene miedo a su esposa y por eso nunca le dice nada. Si lo viera su madre.
En la comida, escuché algunos reproches y alegatos de pareja. Una tarde normal. Sin embargo, el olor que noté un par de horas atrás no fue el mismo que el de los alimentos que sirvieron. Quizás solo fue el gato hediondo —que a veces se mete el muy cabrón—. Algún día me lo voy a chingar.
Antes de dormir, el olor regresó, pero ahora con mayor fuerza. Era un olor agrio, pestilente, como a podredumbre. Me levanté y con mi bastón empecé a pegar por todos lados, esperando darle al gato, pero nada se movió, nada, hasta que apagué las luces. Algo rechinó en la pared. Prendí la luz y apenas pude ver lo que me dejaban mis ojos: pequeñas sombras que se movían por el techo. Tallé mis ojos al creer que era un reflejo, pero aun estaban ahí. Le grité a mi hijo. Volví a tallarlos y desaparecieron las sombras. Supuse que se me había bajado la presión y que por eso vi esas figuras. Mi hijo entró a la habitación preguntando qué pasaba. “Ya nada”, le dije. Suspiré y apagué la luz. Me metí de nuevo a la cama. Suficientes estupideces por el día de hoy.
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Por la mañana, mi hijo y su esposa volvieron a discutir. Dicen que Sara tuvo pesadillas, que tiene miedo de estar en su cuarto y no sé qué otras cosas, pero que también tenían que ver conmigo —según mi nuera, siempre es culpa mía—. Sara nunca me ha parecido de las niñas que se espantan. De hecho, nunca le había pasado algo así. Ella es inteligente; todo pregunta y lo que no le contestan, lo busca por sí misma. No es una inútil como la mayoría de los niños a su edad; ojalá que cuando crezca no sea como su padre o su madre.
Aunque no quería hacerlo, hablé con Sara y me platicó que vio como ardillas o ratas en el techo de su cuarto. Dijo que apestaban como cuando se pudre un huevo. Me explicó que había gente pero que no sabría cómo describirla, ya que nunca había visto personas así, ni siquiera en las películas. Le dije que no tuviera miedo; me abrazó y me dijo que me amaba mucho y que no quería que nada me pasara. Fue inevitable recordar lo que sentí, lo que también olí una noche atrás.
Sara no quiso dormir en su cuarto. Les comenté a sus padres que podía dormir conmigo y Sara quiso de inmediato. Su mamá de mala gana le armó una cama improvisada y todos nos fuimos a descansar. Unas horas después, el insomnio de costumbre no me dejó dormir y sentí cómo alguien me susurró en el oído algo que no entendí. Fue como una breve caricia. Me levanté y no había nada a mi lado. Noté que mi nieta seguía dormida con la cobija cubriéndole la cabeza, hasta que empecé a escuchar voces, gritos y rechinidos por todos lados. Espantado y desencajado, prendí la luz. Sara no despertó. Volteé a todos lados y nada había, aunque, en realidad, no podía distinguir gran cosa. Respiré hondo, bebí unos sorbos de agua y me volví a recostar esperando que los sonidos volvieran. No dormí ni un instante; si algo andaba por ahí, tenía que encargarme de ello.
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Sara me leyó el periódico después de llegar de la escuela. Me contó su mañana y me dijo que en mi recamara pudo dormir como cuando era bebé. Comencé a hacerle preguntas de lo que escuché anoche. Dice que no oyó nada y que soñó que mis ojos ya no eran grises sino negros, negros como los de no sé quién que vio en la tele. Me dio risa. Quizá también soñé lo de anoche.
Ese día no me aparté de la sala. Tengo miedo de entrar en mi alcoba. He convencido a mi nieta de regresar a dormir en su cuarto. Mi hijo a regañadientes cambió la cama provisional y, aunque Sara está temerosa de entrar, yo le he prometido que nada sucederá y que estaré ahí con ella. No nos pasará nada; al menos, no a ella, nunca lo permitiría.
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El doctor me ha dicho que mañana será el gran día. Que no me preocupe, pues todo saldrá bien. Me espera a las siete. No podré dormir otra vez. No sé si tenga fuerzas para salir de esta, no he descansado últimamente. ¿Por qué dije que sí a la operación?
Al regresar a casa, estuve muy distraído y de mal humor todo el día. He dejado mi bastón por todos lados y no lo pude encontrar por mí mismo. Creo que hoy sí fastidié a Sarita con mis cosas. Estuve a punto de caer un par de veces, pero pude sostenerme a tiempo. Espero que nadie haya visto; no me gusta ser una carga, un inútil torpe y olvidadizo.
El olor no se ha ido, ¿por qué nadie lo nota? Ojalá mis ojos sirvieran para agarrar y matar a ese pinche gato rancio. Cómo lo odio, maldito apestadero.
Antes de dormir una vez más en la habitación de mi nieta, ella se me acercó sigilosa y me dijo algo que no esperaba: “Yo también los he escuchado, abuelo, no sé qué quieran”. Su voz tembló y mis manos, más. No supe qué decirle ni cómo hacerla sentir segura. Como pude, me levanté a cobijarla, le besé la frente y le dije lo de siempre, que no se preocupara, que no había nada y que yo estaba ahí para lo que ella necesitara. Ella me interrumpió y me dijo: “No te preocupes, abuelo, pronto terminará todo”.
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Otra vez no dormí. Las sombras que aparecían sobre el techo ahora estaban por doquier, pero sin tocarnos. Mi nieta dormía y su respiración era muy fuerte, parecía que estaban sobre ella y que le faltaba oxígeno. Pensé que se ahogaría sin que yo pudiera ayudarla. No podía moverme. Sudaba tratando de comprender los susurros que escuchaba y que no entendía. Los rechinidos de las paredes no me dejaban. Ya no quiero operarme; no extraño mis ojos, no los necesito; quiero vivir más, solo un poco más. ¿Me voy a morir mañana? De pronto, las voces cesaron y solo una voz ronca, apenas entendible, me dijo lentamente: “Esperamos por ti”.
*
Una caja enorme está sobre mi cabeza. Algo sale de esta y se posa en mi ojo derecho. Hay como una aguja que lo pica constantemente y, aunque me pusieron gotas de anestesia, siento muy caliente mi ojo y un dolor constante en él, ¿lo estaré imaginando? Lágrimas salen y recorren mis mejillas sin que nadie las limpie. La voz del doctor me ordena ver a la luz. Solo escucho “vea la luz” o “ve a la luz”, no le entiendo. Tengo miedo, mi respiración se acelera y siento que me quedo sin aire. La enfermera por fin seca mi cara y me soba el pecho y el hombro. “No pasa nada, don Humberto”. Pienso en mi nieta, en Sara, que llorará si me voy; no quiero que sufra por eso, aun es muy pequeña.
El olor pestilente ha vuelto; no lo soporto, quiero vomitar; huele a quemado, a viejo, como a vinagre de días. Un grito desgarrador me retumba en el oído izquierdo. Me vuelven a picar el ojo. Más lágrimas. Una luz me deslumbra. Siento mis manos pesadas. No puedo respirar. ¿Me estoy muriendo? “Vea la luz, don Humberto, ve a la luz”.
Despierto aturdido en un cuarto muy blanco sin ventanas. No sé en dónde estoy, solo puedo percibir con un ojo. Escucho la voz de mi hijo diciendo las tonterías de siempre y luego a un hombre que se dirige a mí mientras me examina. “Le puse un parche, don Humberto, recibió un par de suturas que son normales en estas cirugías. No queremos que se le infecte. Mañana lo veré para quitárselo, por fin podrá ver con su ojo derecho; es muy afortunado, ¿lo sabe, no? Ya veremos cómo evoluciona para programar la siguiente operación”. Aun no lo creo; todo está bien; no morí.
Sara está feliz de verme. Su mamá dice que no quiso ir a la escuela, pues quería estar ahí, esperando por mí. Aunque me siento débil, le doy un abrazo. Me dice que me quiere y yo le digo lo mismo. Ansiosa, me indica: “Quítate el parche, abuelo”. “Eso será hasta mañana”, le respondo. “Pero ellos quieren que los veas hoy”. ¿Ellos quiénes? El olor regresa y me es insoportable; me mareo y me tambaleo de nuevo; vomito lo que apenas traía en las entrañas. Mi bastón está en el suelo. Sara se espanta y llora. “Mamá, mamá, ¿qué le pasa al abuelo?”. Logro llegar al sillón. Me siento con cuidado. “Solo necesito dormir un poco”, les digo, “descansar, reponerme de todo”.
La noche pasó rápida. Hace mucho que no dormía así. Creo que ayudó la anestesia o lo que sea que me hayan puesto para el dolor. Antes de salir al médico una vez más, mi nieta insistió en acompañarnos. Su mamá, como siempre, se opuso. “Ya faltaste un día a clases Sara, no se puede dos”, le dijo; pero, esta vez, mi hijo pareció interceder. En el coche, Sara me dijo que quería ser la primera persona que yo viera. Después de eso, se sintió mal y vomitó de camino al médico; dijo que algo olía horrible. Al parecer no era el único que lo notaba, era el olor de los últimos días. Mi hijo dijo que el olor venía de afuera, pero no era cierto. Estaba dentro del auto.
En el consultorio, el doctor me pregunta si tuve esto, si tuve aquello; le hace preguntas a Sara; mi hijo sonríe. A mí, la verdad, me duele el ojo operado y me cuesta trabajo abrir el otro. Mientras la enfermera me examina y limpia un líquido que sale, los susurros de noches pasadas regresan y mi nieta parece notarlos también. Ella toma con fuerza mi brazo. Intento abrir el ojo nublado y, al hacerlo, las siluetas están ahí, flotantes, cuchicheando lo que vendrá. Sara no se mueve y mi hijo habla por teléfono.
“Es hora de quitarle ese parche, don Humberto, y ver que tal está su ojo; dígame qué ve”. Cierro los ojos y aun los huelo; ya no murmuran. Ahora se carcajean, gritan, sollozan, se lamentan como extasiados; todo lo que días antes escuché, se encuentra dentro de esa estúpida habitación. No quiero mirar, hace mucho que no lo hago. Me enferma el olor. El cuarto es tan blanco que me lastima y ni siquiera he abierto los ojos. Sara me aprieta la mano, no me suelta; su terror se me sube por todos lados; le sudan las manos, me sudan a mí.
Abro de a poco el ojo viejo y veo que las sombras están ahí, moviéndose de un lado a otro. Gritan, ríen. El doctor quita con cuidado el parche, me toma la ceja y el pómulo. Escucho a mi hijo exigir que abra el ojo operado. Mi nieta aprieta demasiado mi mano y siento su frente chocar con mi antebrazo; se oculta de algo. No quiero ver; no me puedo mover. Finalmente, abro el ojo operado, pero un breve rayo de luz me ciega al instante. Lo vuelvo a cerrar. ¿Acaso la vida ha durado lo suficiente? Las risas no cesan; mis ojos me duelen; Sara se aferra a mi mano; no puedo respirar, me duele demasiado el pecho. Alguien me dice que “ya es tiempo”, que “ya es hora”. ¿Y si abro lo ojos y ya no están? ¿Y si abro lo ojos y ya no estoy?