Tierra Adentro
Retrato de Rosario Castellanos (1965). D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México. (CC BY-NC-ND 4.0)
Retrato de Rosario Castellanos (1965). D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México. (CC BY-NC-ND 4.0)

No te acerques a mí, hombre que haces el mundo,

déjame, no es preciso que me mates.

Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren

de algo peor que vergüenza.

Yo muero de mirarte y no entender.

Agonía fuera del mundo (fragmento), Rosario Castellanos.

Si tuviera que decir algo acerca de Rosario Castellanos, sería, sin duda, que la reconozco como parte de mi genealogía. No porque sea experta en su obra. Tampoco porque haya dedicado mucho tiempo a estudiarla o al intento de comprender todo lo que se desarrolla en sus escritos o lo que se cuenta sobre su vida. Desconozco mucho de varios temas, y el enorme trabajo que implicó la vida de Rosario es uno de ellos. Pero siento, y la emocionalidad nos conecta de maneras sorprendentes, conexiones que trascienden el tiempo y el espacio. Por eso escribo este ensayo, para reflexionar un poco sobre una de las madres de la literatura mexicana.

Rosario Castellanos fue la hija mayor de un matrimonio radicado en la Ciudad de México que muy pronto se desplazó a Chiapas. Ahí se estableció su familia, formada por su padre, su madre, ella y un hermano menor fallecido a los siete años. Existe un antes y un después en su vida a partir de este acontecimiento. Para ella se hizo evidente una especie de discriminación porque la hija viva era una mujer. Situándonos un poco en la época (1933), podríamos suponer lo que significaba para el linaje familiar que el apellido no continuara, que a una niña no se le pudieran permitir los mismos accesos y libertades que a un niño, que quizá lo único que se esperaba de ella era que alguna vez se convirtiera en esposa y madre. En 1948 quedó huérfana, bajo el cuidado de Refugio, su nana indígena, y con recursos económicos limitados. Desde una distancia prudente, podríamos entender que este es el evento que empuja a una Rosario de veintitrés años a tomar las riendas de su vida. Pensándolo fríamente, quizá no hubiera tenido acceso a la educación si sus padres no hubieran muerto cuando lo hicieron.

Lejos de lo que dicen de ella los expertos y las fuentes oficiales, me voy a situar cerca de ella, en mi lugar de mujer preocupada por mi propia existencia y por el lugar que deseo tener en el mundo. Rosario fue la primera mujer escritora de Chiapas y se situó a la par, e incluso un poco más arriba, que todos sus contemporáneos hombres. Basta leer algunos de sus poemas, o tratar de introducirse en los universos que supo construir con su narrativa, para notar esas diferencias esenciales que la ponen muy por encima de muchos escritores de gran renombre. Si tuviera que puntualizar los temas que exploró a lo largo de su vida, tendría que referirme a dos grandes universos: su sitio como mujer y lo otro. Y dentro de estos dos se pueden distinguir intereses más específicos, que nacen de lo que observa desde su condición.

Voy a utilizar Oficio de tinieblas, no porque crea que esta obra sobrepasa a las demás, sino porque conecté particularmente con ella a partir del personaje femenino, al cual seguimos con ayuda de un narrador en tercera persona, cuando inicia el libro. La atmósfera, el clima, el ritmo, todos los elementos que componen esta historia, nos obligan a situarnos en el sur caluroso del país, antes de la mitad del siglo pasado. Aunque no quisiéramos, es imposible no colocarnos en los zapatos de esta niña de Chamula que entra en el mercado siendo una, y sale de él siendo otra. Aquí se demuestra con claridad hasta dónde llega la sensibilidad de Rosario al representar aquello que tuvo oportunidad de ver: en una sola escena puede poner contraponer el papel de la mujer indígena con respecto al de la mujer blanca “privilegiada”, y no omitir que, por ser mujeres, ambas están supeditadas a los hombres. La mujer que “caza” a la adolescente lo hace para el consumo de un hombre; la adolescente sirve de presa para satisfacer un deseo torcido de un hombre que necesita la participación de una mujer blanca.

Aquí se abre un dilema: Rosario se asumía también como una mujer blanca y, por tanto, privilegiada. Siendo blanca en su tiempo había accedido a la educación. Siendo blanca y huérfana pudo ejercer trabajos en distintos puestos relacionados con la cultura, las artes y la educación. Gracias a estos accesos ganó premios y becas a importantes a nivel estatal y nacional. ¿No eso la colocaba en el mismo grupo privilegiado que a todos los hombres de su entorno? Rosario sabía que no, porque a pesar de este universo sincretizado y reflexivo, de este soliloquio permanente que transcurría en su narrativa, queda bien clara la condición de lo indígena como lo otro, lo ajeno a ella por no ser como ella, porque a lo otro le corresponde otra vida. Pero también queda claro que ella, como mujer, corresponde a otro mundo, uno mucho más limitado; que estará sola porque para los hombres ella también es eso otro que nunca, jamás, será su igual; que no merecerá lo mismo que ellos por más que se esfuerce; que no es ella, por ser ella ―una ella, cualquier ella, la ella que fuera― quien podrá quedar de pie junto a todos ellos, quienes determinan lo que es y lo que no en el mundo.

Liliana Pedroza escribió hace poco más de un mes una reflexión en su muro de Facebook, algo referido a la distancia que nos impone en nuestro tiempo este ejercicio de señalar a otras como madres o matriarcas, al tiempo que conferimos a las señaladas una injusta carga simbólica, social y cultural, porque las definimos como madres de un linaje que intentamos construir. En el primer ensayo incluido en el libro Un lugar seguro, Olivia Teroba hace el reconocimiento consciente de esas mujeres que tuvieron influencia en la construcción de su propio estilo, aún sin haber estado incluidas en el canon. A inicios de 2022, con la constitución del comité de Matriarcadia ―formado por Raquel Hoyos, Angélica Mancilla, Ximena Cobos, Carmen Macedo, Manuela Herazo, Ángeles San López y Ana Laura Corga y Mayra Escamilla―, que organiza y gestiona el Premio Imaginarias para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción, se lanzó el pronunciamiento a partir del cual afirman que las escritoras de este tiempo no somos huérfanas porque procedemos también de un largo linaje que el canon se ha esmerado en ocultar, y que es momento de hacerlas (hacernos) visibles.

Quizá sea injusto cargarles a las mujeres que nos precedieron la responsabilidad de nombrarlas nuestras madres simbólicas, si nosotras mismas cargamos con tantos mandatos e imposiciones, si defender nuestro nombre y nuestro derecho de ejercer la escritura es también una carga, entonces ¿no es incluso reivindicativo nombrarlas a ellas nuestras madres por habernos mostrado el camino? Rosario tuvo un solo hijo, hombre. Ella murió joven, fuera de México, en un accidente que para nada retrata la enorme importancia que tuvo su paso por el mundo ni lo que dejó después tras ella. Pero una conexión tan grande, una manera de tocarnos a través de sus letras sin estar físicamente en el mismo espacio, solo podría explicarse como todo eso que hizo para mí, sin saber que lo hacía.

Abrir camino para otras siempre ha sido un acto de amor. Seguro Rosario no imaginaba lo que su nombre representaría en este momento; que tantos espacios llevarían su nombre, que gestionarían premios en su honor. Eso en lo público, en lo que supone un acceso para todas y todos. Lo más importante, lo más reivindicativo, es que su vida se convirtió en inspiración y sus reflexiones se volvieron nuestras, de todas, porque todas escribimos desde dentro aunque elijamos no mostrarlo a nadie más; porque todas intentamos hallar un lugar en este mundo donde seguimos siendo lo otro; porque todas ganamos pequeñas batallas cada día, que luego nos conducen a una victoria mayor; porque todas hemos sentido lo que es ser mujeres en un mundo en el que, sin importar el lugar en el que nacemos, siempre estaríamos en desventaja.

El nombre de Rosario Castellanos es ahora parte de un linaje que, como punta de lanza, nos ha abierto y señalado el camino a quienes en este momento somos cola porque vamos detrás, pero justo ahora están naciendo las niñas que después nos seguirán, conectarán con nosotras y nos reconocerán como inspiración, como guías, como madres simbólicas. Y sembrar esa pequeña semilla, ese cuestionamiento, esa notable diferencia para situarnos en el mundo, es la mayor contribución que Rosario Castellanos, junto con todas las demás mujeres con ella y antes que ella, han hecho por y para nosotras.