La última lección de Roland Barthes
“Ce qu’une oeuvre dit, elle le dit en taisant quelque chose.”
Maurice Blanchot, L’Entretien Infini
Durante los últimos tres inviernos de su vida, Roland Barthes fue a dar un curso todos los sábados en la Rive Gauche de París, en el cinquième arrondissement, en el prestigioso Collège de France. Barthes no era cualquier profesor. Desde su ingreso al colegio, en 1977, se convirtió en el recipiente (creo que le hubiera gustado esta palabra hueca) vitalicio de la cátedra de semiótica que heredó del grandísimo poeta y pensador de la lengua, Paul Valéry, su maestro. En ese momento, también, Barthes era ya una figura mediática en el medio intelectual francés. Sus Fragments d’un Discours Amoureux (1977) lo habían convertido también, en un peculiar pero no incomprensible giro del destino, en un autor de best seller.
Así pues, en 1978, Barthes, la luminaria de la sapientia francesa, el gran crítico, el recipiente de una cátedra, el nuevo creador de best sellers, se preparaba para dar un curso. Las salas de ese pequeño recinto, en el Collège de France se abarrotaron. No cabía un alma: se tuvieron que abrir clases adjuntas en las que curiosos y estudiosos se esforzaban por escuchar hablar al maestro.
El curso que empezó Barthes ese invierno de 1978 fue el tercero que dio en el College de France después de su sonado ingreso en 1977. El primero se llamó “Vivre-Ensemble”, el siguiente se enfocó en Lo Neutro y el tercero tendría por título “La Préparation du Roman” es decir, la preparación de la novela. Este último tenía algo personal, algo único que lo distinguía de los dos anteriores. Todos los cursos de Barthes, al menos en la etapa del Collège de France, estaban atravesados por un deseo. Finalmente, él mismo planteó que todos ellos debían ser guiados por un fantasma propio en el sentido psicoanalítico, por un objeto del deseo. Pero esta lección tenía algo especial.
Algo en “La Préparation du Roman” suena profético, huele a despedida, está atravesado por el duelo, ideas de perennidad, de trascendencia, de inmortalidad y, claro, de muerte. En este curso, Barthes se encaminaba hasta el final de su vida, sin saber, tal vez, que estaba tan cerca.
La última clase que Barthes dio fue el 23 de febrero de 1980. Dos días después, cruzando la Rue des Écoles, muy cerca del querido Collège de France, una camioneta de una tintorería lo atropelló causándole heridas severas en el cráneo y en el tórax. Acaba de desayunar con François Mitterrand, quien un año más tarde sería electo como presidente de la república marcando el regreso de los socialistas al poder. Eso, Barthes nunca lo vería.
“La Préparation du Roman” fue, pues, la última lección de Barthes. Una lección incompleta, que se iba a extender por muchos años más y que fue cortada, abruptamente, a media ruta. El camino trazado es, como muchos de los caminos trazados por Barthes, un sendero rico que seduce al caminante para perderse en disgresiones. Y, sin embargo, hay algo muy concreto en este curso, muy propio de Barthes: un vacío que llama a completarse, un vacío esquivo, un lugar en fuga que también es algo pleno, un deseo; para decirlo de otra forma, Barthes nos dio, con su última lección, envuelto en deseo, un regalo puramente literario.
Barthes, un único plural
Barthes fue muchas cosas. Hijo de un militar que murió en combate naval; devoto de una madre con la que vivió, prácticamente sin interrupciones, durante 60 años; el homosexual de las polémicas de Sollers; el bibliotecario de Bucarest; el hombre que descubrió la lingüística con Greimas en Alejandría; el maestro de pequeños colegios en Francia y de grandes universidades en Estados Unidos; el amigo de Compagon, de Foucault, de Susan Sontag; el director de estudios en L’École Pratique des Hautes Études; el fundador de un grupo adolescente de teatro griego y de Tel Quel; el heredero de Bataille en la Revista Critique; el helenista de formación y de pasión; semiólogo, estructuralista, postestructuralista; autor, asesino de autores; mitólogo; anarquista, militante; destructor de prejuicios, enemigo de la pequeña burguesía, defensor de intelectuales; devoto de Sade, de Fourier, de Loyola, de Michelet, de Sartre, de Marx, de Nietzsche y de Kierkegaard; enorme lector y amante de ese panteón moderno compuesto por Flaubert, Proust y Mallarmé; hombre de deliciosa plática, lector sutil, escritor de enorme talento; un fino telar de sentidos.
En 1978, Barthes era todo esto y tal vez mucho más. También, fue tantas otras cosas en la imaginación de quienes iban a escucharlo. Algunos solo lo conocían por la vieja fama de sus primeros ensayos (los muy distintos y geniales Le Degré Zéro de L’Écriture de 1953 y Mythologies de 1957); otros, por su periodo más académico y formal como uno de los pilares del estructuralismo francés (que tendría un legado definitivo en la forma en que se enseña la literatura en ese país); otros, por su fama más reciente, por ensayos más libres, más lúdicos (Le Plaisir du Texte de 1973, Roland Barthes para Roland Barthes de 1975 o los Fragments de 1977). Tal vez, algunos de los que entraban a estos cursos gratuitos solo querían resguardarse del frío y mantener la esperanza viva de una taza de café gratuita.
En todo caso, el público heterogéneo que entraba a la última lección de Barthes podía proyectar una idea heterogénea de lo que era Barthes. Y él, de alguna manera, asumía su mito y lo superaba. Desde su ingreso en la cátedra de semiología del Collège, Barthes siempre negó cualquier presunción científica, cualquier metalenguaje (“no puedo estar al mismo tiempo fuera del lenguaje, tratándolo como un blanco, y dentro del lenguaje, tratándolo como un arma”), cualquier objetividad en la cátedra no sería más que una afirmación de poder. Por eso, su proyecto se liberaba de una estructura, jugaba en el placer y en la literatura, en las formas anárquicas de la lengua o, dicho de forma más cercana a su pensamiento, buscaba enfrentarse al poder siempre insidioso del lenguaje:
“Cada vez me convenzo más, tanto al escribir cuanto al enseñar, de que la operación fundamental de ese método de desprendimiento consiste en la fragmentación si se escribe y en la digresión si se expone o, para decirlo con una palabra preciosamente ambigua, en la excursión. Desearía pues que la palabra y la escucha que aquí se trazarán fueran semejantes a los vaivenes de un niño que juega en torno de su madre, que se aleja y luego retorna hacia ella para entregarle un guijarro, una hebra de lana, dibujando de tal suerte en torno de un centro apacible toda un área de juego, dentro de la cual el guijarro, la lana, importan finalmente menos que el don lleno de celo que ofrenda. Cuando el niño actúa así no hace más que desenvolver los vaivenes de un deseo que él presenta y representa sin fin. Creo sinceramente que en el origen de una enseñanza como ésta es preciso aceptar desde siempre colocar un fantasma que puede variar año tras año.”
Cada curso se cernía sobre un objeto de deseo externo, admitido, buscado. Cada curso tenía una perspectiva íntima liberada de la necesidad de estructuras didácticas y entregada, completamente, a la subjetividad de un profesor caprichoso como un niño ofrendando con celo guijarros y trozos de lana a sus alumnos. Para Barthes, siempre hubo una censura del sujeto en Francia (censura que se prolongó, en literatura, hasta mucho después del Nouveau Roman); que en su caso pasó por el positivismo de la Sorbona y el materialismo de su juventud. Es por eso que Barthes iniciaba el curso con una advertencia libre:
“Más valen los señuelos de la subjetividad que las imposturas de la objetividad. Más vale imaginar al Sujeto que imaginar su censura.”
¿Pero cuál era el fantasma de Barthes en este curso? ¿Cuál fue el deseo que guió su última lección? ¿Cuál era esta subjetividad viva, este imaginario del Sujeto que se representaba aquí?
Vita Nuova
“Nel mezzo del cammin di nostra vita. mi ritrovai per una selva oscura.”1 El verso con el que inicia el primer canto de La Divina Comedia de Dante es el principio, también, de la última lección de Barthes. Según él, Dante no está hablando de una cuestión matemática cuando menciona “la mitad del camino de la vida”. Se trata, más bien, de un momento decisivo, una mutación significativa, una toma de consciencia total que cambia y sacude la historia de una vida; el significado de una vida. Para algunos, la mitad de la vida llega minutos antes de morir en una realización particular; para otros llega cuando son niños y viven un evento traumático; para unos más, como Dante, puede ocurrir con la pérdida de la amada en la vida adulta.
Para Barthes, esta “consciencia total” llegó por tres realizaciones abruptas que, como introducción a este último curso (que nadie sabía entonces que sería último) comenta con una enorme candidez a sus alumnos. La primera fue la realización de que la muerte es real, que existe tangentemente, palpablemente, y no sólo como un objeto de pensamiento o un delirio literario, filosófico, teórico.
De pronto, Barthes se siente con los días contados (él agrega, sin ningún drama). Es una realización de ya no sentirse inmortal (un rasgo de juventud) y de sentir que un cierto propósito debería configurar el resto de los días que le quedan. Se crea, como dice, “una imperiosa necesidad de saber cómo usar el tiempo que queda antes de morir”.
Por otra parte, Barthes se da cuenta de que todo lo que está haciendo es una repetición de lo mismo. No nada más el acto académico e intelectual de su profesión (dar cursos, escribir artículos, hacer un libro, repetir), sino la exigencia misma sobre su pensamiento: ya no se le pide producir nada nuevo, escribir nada nuevo, sino glosar lo que ya fue escrito. Esta impresión tal vez se refuerza después del coloquio dedicado a su obra, en Cerisy-la-Salle entre el 22 y el 29 de junio de 1977: hay algo en ese tipo de homenajes que parece una culminación póstuma en vida.
En todo caso, Barthes se imagina, al inverso de Camus, que Sísifo no está contento. Su trabajo se ha convertido en una glosa de su propio pensamiento: “Llega una muy poderosa sensación de forclusión, de fatalidad, de forclusión fatal de la Novedad”. El pensador siente, al fin, que la aventura de pensar se está agotando; que la aventura, en general, es un recuerdo transitado.
Finalmente, Barthes se enfrentó a un evento traumático, marcado por el destino. Un evento que cambió radicalmente su vida y que le quitó, de tajo, a su máxima y única compañera: la muerte desgarradora de su madre (y sí, de esta muerte nació la última lección de su vida).
El 25 de octubre de 1977 murió Henriette Binger, una fuerza única en la vida de Barthes, un pilar indiscutible, un amor incuestionable. El amor de Barthes a su madre es algo palpable no nada más en los Journal de Deuil (2009) que mantuvo durante su largo -y terminal- luto, sino también en uno de los ensayos más libres, bellos y penetrantes en su obra: las reflexiones sobre la fotografía en La Chambre Claire (1980). Todo ese ensayo es una reflexión sobre fotografías íntimas de su familia y cómo lo interpelan. Ver una fotografía es, para Barthes, recibir la carnalidad de la luz que alguna vez tocó a los seres queridos ausentes. Es contacto.
La reflexión personal que desata el terrible duelo por la muerte de su madre se convierte en la conciencia total que marca la mitad de una vida. Fue la consciencia que también marcó a Proust, en 1905, cuando perdió a su madre y empezó a concebir Á la Recherche du Temps Perdu. Es una consciencia personal que aquí se comparte en un curso y que ya se señalaba en La Chambre Claire: “Soy el punto de referencia de toda fotografía, y es por ello por lo que ésta me induce al asombro dirigiéndome la pregunta fundamental: ¿por qué razón vivo yo aquí y ahora?”.
La razón de vida nueva para Barthes nace entonces en medio de la confusión y el desamparo del duelo. Ésta es la reflexión de una separación, de un cambio radical y de una profunda depresión. Él lo llama estado de “Asedia”, utilizando una palabra arcaica para hablar de la pereza intelectual, de vagabundeo del alma, hartazgo, tristeza, aburrimiento; de ser, finalmente, “el sujeto del abandono” y de encontrarse ante la imposibilidad de amar (“Ser tan desdichado que te es imposible amar, dar amor a otros”).
Barthes se da cuenta, entonces, que algo tiene que cambiar. Y si algo tiene que cambiar en un ser de escritura, tiene que ser un cambio de escritura, dentro de la escritura, para la escritura. ¿Pero cómo pasar de esta glosa repetitiva de sí mismo, de los cursos y los coloquios y los artículos a otra cosa? ¿Existe algo más allá de la misma escritura que ha caracterizado toda su vida? ¿Puede llegar a la mitad de su vida de escritor y darle un giro radical?
La necesidad está ahí: necesitaba una vida nueva (una Vita Nuova o Vita Nova); la pregunta es equiva: ¿Qué cambiar? Barthes se plantea cambiar ideas, es decir, cambiar de contenido, de creencia, de método, de filosofía, de teoría. Pero eso le parece banal. Dice Barthes que una bella necrología sería escribir en la tumba de alguien: “nunca cambió de ideas”.
¿Entonces? ¿Qué cambiar?
La epifanía irrealizable
Un buen día, después de una caminata por Marruecos, en el camino hacia Rabat desde Casablanca, Barthes se tiró a una cama a reflexionar y tuvo una epifanía; una realización súbita y poderosa de un deseo; del cambio que se abría ante él, de la posibilidad de una Vita Nuova. La anécdota parece referirse a todas las grandes anécdotas de conversión, desde San Pablo, hasta Paul Claudel en la Catedral de Notre-Dame, y no dudo que haya algo de juego en estas referencias no asumidas. Porque, en este marco místico y revelador, Barthes habla de una conversión religiosa de un ser previamente convertido. Ésta fue la conversión de Roland Barthes a la literatura.
¿Cómo puede convertirse un convertido? Ahí está el cambio, ahí está el cisma del medio de la vida y el anuncio de una vida nueva: Barthes, el estudioso incansable de la literatura, el lector voraz, el gran intelectual que domina la escena literaria francesa, de pronto, piensa en escribir como jamás lo había hecho, de dejar de escribir en torno a la literatura (aunque nunca sobre la literatura), para escribir literatura. Barthes, de un momento a otro, plantea la posibilidad de escribir una novela.
En ese instante, considera inmediatamente salirse del Collège de France, dejar atrás todas las cátedras y los artículos y las glosas y dedicarse exclusivamente a este nuevo proyecto de escritura. Esta idea súbita, por primera vez en tantos meses, lo saca de la depresión y le produce una enorme perspectiva de felicidad. Barthes entrevé, entonces, en el deseo que guiará su última lección, la posibilidad de volver a ser feliz.
Ahora bien, no quería escribir poesía o teatro, su deseo era más específico, a pesar de lo poco específicas que son las categorías genéricas en literatura. Barthes quería escribir una de las grandes novelas necesarias que tanto amaba, una novela como Guerra y Paz de Tolstoi o En Busca del Tiempo Perdido de Proust. Y, sin embargo, nunca lo hizo. Los dos años que separan la epifanía del 15 de abril de 1978 en Marruecos a su muerte los pasó dando este curso llamado “La preparación de la novela” porque es la preparación de Barthes para enfrentarse a la escritura de su primera novela.
En el proyecto de nueva vida que vislumbró como felicidad, Barthes no pudo escaparse de sus propios mecanismos de pensamiento: al desear una novela, al desear vehementemente la escritura de una novela, cayó en la trampa de sí mismo y se puso a reflexionar su deseo. El resultado es un curso inaudito en el pensamiento literario, sobre un tema absolutamente abandonado y apartado de la teoría literaria: el del deseo de escribir. ¿Cómo se puede trabajar el deseo de escribir si, cuando existe, no existe la escritura y cuando existe la escritura es porque este deseo ya se esfumó?
Barthes se enfrenta, entonces, a la única forma de comprender ese fugaz deseo de escribir: a través del imaginario del sujeto atravesado por el deseo, a saber, el imaginario de sí mismo como un sujeto atravesado por el deseo. El curso, en el tiempo que pudo darse, es así una reflexión constante sobre las capacidades mismas de Barthes para perseguir este fantasma. Constantemente hablando de su memoria fallida, de anotar el presente (a través de un hermoso y personal curso sobre el Haiku), de lo fragmentario y de lo compuesto, del pasaje del placer de leer al deseo de escribir, del miedo a escribir, de los que no escriben y de la posibilidad de no escribir, Barthes explora cómo liberarse y alcanzar una felicidad vislumbrada.
La tragedia estaba, sin embargo, escrita. Tal vez este curso fue su manera de nunca llegar a la literatura, una trampa que él mismo se puso para convertir en hipótesis su deseo. Tal vez, si esa desafortunada camioneta con ropa sucia no lo hubiera atropellado una fría mañana de febrero, Barthes hubiera escrito esa gran novela. Nunca lo sabremos. Pero en este vacío que deja la posibilidad de una gran novela de Barthes hay un hermoso e inesperado suceso literario. Cuando Proust decidió escribir su gran novela, el libro ya estaba escrito. Cuando Barthes decidió escribir su gran novela, el libro se escapó para siempre.
Ahora, como lectores de Barthes, a cuarenta años de su muerte, podemos preguntarnos sobre ese gran proyecto y desear algo que no está ahí, la ausencia de una gran novela. La última lección de Roland Barthes planteó, inesperadamente, el deseo de un libro que no existe a través de la preparación de un libro deseado. Pura introduccionística, como le gustaría a Stanislaw Lem, pura literatura a contrapelo de lo que pensaba el narrador en Bartleby de Herman Melville. Para el justo narrador de la enigmática novela corta de Melville, es una gran pérdida para la literatura que no existan más informaciones biográficas sobre Bartleby, el personaje central. Y, sin embargo, son estos huecos, estas ausencias, las que han permitido que Bartleby sea un objeto constante de pensamiento literario.
Tal vez, entonces, la última lección de Barthes es que el Deseo de Escribir no se justifica con el resultado. El hecho de que Barthes nunca haya escrito su gran novela no es una pérdida para la literatura. Todo su pensamiento lo llevó a ese momento, a esa última lección de febrero y, como el Tao, el camino y el fin del recorrido se confunden. “Lo importante es el camino y nunca el destino”, decía Barthes y añadía esta palabra coqueta de Guillermo I:
“No es necesario tener esperanzas para emprender, ni lograrlo para perseverar.”
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La última lección de Barthes está publicada como Barthes, Roland. 2015. La Préparation du Roman, Cours au Collège de France 1978-1979 et 1979-1980. Paris: Seuil.
Bibliografía adicional:
BARTHES, Roland. 1989. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona: Paidós Comunicación.