Tierra Adentro

El alemán Rainer María Rilke es considerado por muchos como el más grande poeta del siglo XX.

Tenía veintisiete años cuando escribió la primera de las cartas que compondrían después su libro más famoso: Cartas a un joven poeta. En ella afirma que sólo es poeta quien sabe que moriría si no se le permitiera escribir.

Nueve años más tarde, mientras paseaba por la terraza de uno de los castillos que la aristocracia solía poner a su disposición, recibió una inspiración violenta. Al parecer supo que estaba oyendo el inicio de una de sus obras maestras: «¿Quién, si yo gritara, me escucharía, allá, entre la escala de los Ángeles?» La voz siguió: «La belleza no es sino la antesala de lo terrible».

Durante ese día y los siguientes Rilke escribió —comenzando con esos versos— el primero y el segundo cantos de las Elegías de Duino, y después guardó silencio. Durante casi diez años sufrió una atormentada falta de inspiración de la que se repuso para terminar el conjunto de diez poemas que componen ese libro y otro volumen de sonetos extraordinarios. No basta con morir por escribir, también hay que tener paciencia.

Quizás Dios mismo lo recompensó con la gracia de morir de forma poética. Es verdad que no todas las biografías mencionan la anécdota, pero otras, serias, la tienen por cierta.

La rosa es la flor de la poesía no sólo para los jóvenes enamorados y los bardos cursis, sino también para el riguroso Rainer María Rilke, que desde su juventud le había cantado una y otra vez, refiriéndose por ejemplo a sus pétalos con esta imagen estremecedora:

Rosa…

sueño de nadie bajo tantos párpados.

Pues bien, cierto día de octubre de 1926, mientras paseaba con una amiga egipcia por el jardín de la que entonces era su vivienda, el galante Rainer se inclinó a cortarle una rosa y se pinchó el dedo con una espina. El insignificante piquetazo se infectó y el daño invadió la sangre ya debilitada desde años atrás por la leucemia. Rilke murió poco después por esa herida.