Tierra Adentro
Fotografía: Freeimagenes.

Este ensayo es un andamiaje de palabras que entrelaza la obra de Thomas Bernhard con la vida de Ludwig Wittgenstein y los recuerdos personales de su autor, Erik Alonso, en torno a la arquitectura, y pertenece al libro Los procesos, ganador del Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2014.

 

A lo largo de su vida, mi abuelo construyó una casa de tres pisos enclavada en el cerro. En vez de que la casa creciera hacia arriba, mi abuelo la fue edificando hacia abajo. En los cerros, algunas casas se construyen de manera opuesta a como se hacen en las superficies planas: crecen hacia abajo. En esa casa vivió con su esposa y sus siete hijos. Mi madre entre ellos. No he recorrido todavía un espacio con la eterna mirada de asombro con que descubrí cada cuarto, cada escalón y cada grieta de aquella casa sin terminar enclavada en el cerro. En ese entonces no existía el hartazgo. Aún no aparecía la mirada de omisión con que vería los lugares que después habitaría. Esa mirada que da por sentado, que olvida y borra.

Cuando mi abuelo murió, en la casa del cerro todavía quedaban cuartos por terminar, registros de varillas en los techos que indicaban una continuación, paredes sin pintar. Las cosas siempre podrían continuar. Hace falta darse de baja para generar la idea momentánea de un final.

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Thomas Bernhard odiaba a los arquitectos. Su diatriba más clara y enconada contra ellos se encuentra en su novela Corrección. La ficción surge a partir de la lectura que el narrador hace de los cuadernos y planos de Roithamer para construir un cono en medio del bosque como regalo para su hermana. La novela es una especie de biografía poética de Ludwig Wittgenstein, acaso la figura intelectual que más intrigó a Bernhard a lo largo de su vida y de su obra. En la construcción del cono, Roithamer gasta toda la herencia familiar y asume unas condiciones de vida precarias: renuncia a su trabajo como profesor en Cambridge, su salud va mermando a medida que la construcción lo consume. El cono en medio del bosque es al mismo tiempo un rechazo y una aceptación. Por un lado, es la forma en que Roithamer le da la espalda al mundo y, por otro lado, ese cono es la expresión del amor que siente por su hermana.

El cono en el bosque es todo lo que le interesa, lo único a lo que puede aspirar.

En 1913, Ludwig Wittgenstein construyó una pequeña casa, un cuarto apenas, en un desnivel de los bosques noruegos que quedaba frente a un lago. En esa ínfima construcción, en ese acto de desprendimiento, Wittgenstein hizo visible la imposibilidad de aislarse del mundo. Ahí lo encontró la Primera Guerra Mundial, que lo llevaría a enlistarse voluntariamente a las filas del ejército austriaco. Al finalizar la guerra, luego de pasar por un campo de concentración, Wittgenstein renunció a la herencia familiar y, de regreso en la cabaña noruega, terminó el primer borrador de su Tractatus logico-philosophicus. En esa cabaña recóndita, Wittgenstein trató de huir del mundo sin poder salir de él. En ese lugar, al que regresó posteriormente en varias ocasiones de su vida, como escribe Enrique Vila-Matas, profundizó en su pesimismo, intensificó sus sufrimientos mentales y morales, estimuló su intelecto, reflexionó sobre la necesidad de amor y también acerca de la rudeza radical con la que rechazaba esa necesidad, el hecho de que nunca estamos donde quisiéramos: esa extraña forma en que deseamos el amor aunque huimos de él.

A mi abuelo lo veía con una ligera sensación de miedo, como se ve a los adultos que no son nuestros padres. Me acuerdo de la sonrisa silenciosa que nos brindaba siempre a mi hermano y a mí. Cuando murió, yo tenía siete años. Conservo una imagen inestable de él, una especie de semblante hueco que se va llenando con las historias que he oído y con las imágenes aleatorias que conservo de él. Algo que he perdido para siempre es el registro de su voz. Ese frágil registro que no se guardó en grabación o video alguno. Que conservan mi madre y mis tías, y mi abuela, pero que no se puede compartir. Quizá todos tenemos ciertos registros privados, un gesto específico, una porción íntima de los demás que no se puede compartir; que, cuando ellos se van, desaparece para siempre.

Los premios literarios, decía Thomas Bernhard, son una oportunidad para que alguien menos capaz defeque sobre uno. Pero son también, y sobre todo si se trata de dinero, una posibilidad de llevar la propia vida a otra parte. Con el premio que ganó por su novela Helada, Bernhard compró, en el poblado de Ohlsdorf, una casa gigantesca alejada de las zonas conurbadas de Austria. El premio apenas alcanzó para realizar el primer pago. Bernhard se dio cuenta de que no sabía cómo hacer los pagos siguientes. La editorial Suhrkamp le haría un préstamo, a razón de los derechos de sus posteriores trabajos, para saldar esa deuda. La decisión intempestiva de comprar una casa lo llevó a seguir escribiendo para pagarla. Con esa casa, Bernhard se volcó de lleno en la escritura.

En sus últimos años, Bernhard se obligó a no recibir ningún tipo de reconocimiento. Pero seguía firme en la idea de que la única forma de contrarrestar el efecto esclavizante del dinero era utilizándolo para llevar la vida a otra parte. Para empeñarnos en las ideas más desproporcionadas.

Wittgenstein también diseñó, junto a Paul Engelmann, una casa diametralmente opuesta a la casa de los bosques noruegos para su hermana. La casa fue emplazada a unos metros del río Danubio, en Viena. La casa del Danubio todavía sigue en pie. La casa de los bosques noruegos, en cambio, es ahora una reconstrucciónde aquella casa primigenia, de aquel hueco en medio del mundo.

Todavía vuelvo seguido a la casa del cerro. Ahí siguen viviendo mi abuela, algunas de mis tías y los nietos que mi abuelo no conoció. La casa ha seguido en permanente construcción. Se han añadido nuevos cuartos, las paredes se han vuelto a pintar varias veces. No sé si mi abuelo la reconocería.

En la casa de Ohlsdorf, Thomas Bernhard tiró varios muros, cambió el piso y levantó nuevas paredes. Hay una foto donde se le ve descalzo y muy sonriente en el marco de la entrada principal. Esa casa fue una especie de lucha contra él mismo, contra su dependencia de la vida urbana. Iba y venía de la ciudad al campo. De Salzburgo a Ohlsdorf, de Ohlsdorf a Viena, de Ohlsdorf a Fráncfort. De su solitaria vida doméstica a su vida pública, peleando en contra suya por necesitar la burda y sobrevalorada vida urbana, por no poder aislarse completamente del mundo.

Bernhard, quien era de alguna forma todos sus protagonistas, afirma en voz de Roithamer que desprecia a la gente que es especialista en cualquier cosa: a los médicos y a los profesores universitarios, a cualquiera que use esa mínima diferencia como forma de poder. Entre ellos están los arquitectos, que construyen casas y edificios no con la idea de habitar y construir, sino con la idea de la imposición. Los arquitectos basan su prestigio en una supuesta visualización precisa de la construcción. Una supuesta anticipación del futuro. Pero esa proyección se hace desde la distancia. Desde la comodidad de la representación. Por eso el cono en medio del bosque tiene que ser construido por Roithamer, porque el cono es una representación del vínculo entre él y su hermana. Porque el diseño del cono va cambiando conforme Roithamer descubre las cualidades físicas de los materiales, del terreno en el bosque donde lo construye. Y, sobre todo, a diferencia de la forma genérica y mayoritaria de las construcciones arquitectónicas, el cono en el bosque sólo podría ser habitado por su hermana, porque se construía específicamente para ella.

Una casa, un lugar sólo para quien se construye.

Contra la idea arquitectónica que valúa más el costo que el desarrollo, Bernhard opone el proceso de construcción como fin último. Por eso, en Corrección, Bernhard trata de desarrollar la idea de que la construcción, no la arquitectura ni la ingeniería, está por encima de todas la artes.

La construcción como un proceso para volver al mundo.

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Mi abuelo no fue un especialista.

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Se habla, en filosofía, del primer y del segundo Wittgenstein. En medio de los dos hay una casa.

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Ni la escritura ni la pintura ni la música, la construcción está, escribe Bernhard, por encima de todas las artes.

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Mi abuelo gastaba su salario de ayudante de cocinero en materiales para la construcción.

La arquitectura, escribió Wittgenstein, es un gesto.

Bernhard diría que la construcción es un gesto.

Roithamer ama a su hermana “más que nada en el mundo”. Y Wittgenstein también. Y Bernhard decía eso mismo de su abuelo. Y mi abuelo de su familia. Como si el amor fuera una representación específica de la construcción, algo que no termina nunca de edificarse, que se erige y se derrumba. Pienso que si la vida sirve para algo, sería para eso: para edificar conos en el bosque, casas en los cerros, para empeñar la vida en las ideas más desmesuradas, para construir con las manos un lugar donde descubrir el mundo.