La poética del hambre: el síndrome de Joseph Conrad
El dinero no trabajamos para conseguirlo sino para derrocharlo.
Tadeusz Brobowski en una carta a su sobrino Joseph Conrad, en julio de 1882.
(…) Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, a gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder soportar su imagen: tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. (…)
Franz Kafka, el artista del hambre.
Las penurias económicas y el arte son compañeros de larga data. Tanto así, que a veces parecen comensales de la misma mesa, parte de un fenómeno conjunto. Son pocos los artistas que pueden escapar a las exigencias de la vida material sin la ayuda de un mecenas o una herencia familiar, y menos aun los que se sostienen gracias a los frutos de su propio oficio. Llegar a fin de mes es un desafío para –entre otrxs– miles de creadores que han forjado su obra en detrimento de sí mismos: enfrentando deudas, lidiando con el hambre, soportando la presión y el juicio de una sociedad (hiper) productivista donde cada segundo parece rendirle cuentas a un irreductible dictamen de rentabilidad.
Desde Van Gogh (que en sus cartas a su hermano Teo no cesaba de quejarse y pedirle dinero) hasta Virginia Woolf (que pregonaba la necesidad de un cuarto propio y unas cuantas monedas para poder escribir siendo mujer), pasando por Emil Ciorán y César Vallejo (que terminaron sus días en la solitaria pobreza y la indigencia absoluta, respectivamente); un sinnúmero de “artistas del hambre” ha convivido largamente con la precariedad y el afán monetario.
El caso de Joseph Conrad es paradigmático porque implica un giro de tuerca en la relación arte/necesidad. ¿De qué forma? Parecía que los apuros económicos eran un requisito sine qua non de su mejor literatura. Las obras maestras del escritor y aventurero anglo-polaco fueron escritas en condiciones adversas; lo rondaban estruendosas deudas, tenía apenas los recursos para solventar las necesidades de su familia, sentía muy de cerca el colmillo de los acreedores y hacía mil malabares para sobrevivir. De otra manera su proceso de escritura se dilataba, se tornaba difícil y en ocasiones ni siquiera concluía; si bien era capaz de disfrutar de la opulencia y el lujo como cualquiera (cosa que demuestran sus pésimas decisiones financieras), rara vez le salían las palabras en esas favorables condiciones. Dicho de otro modo, a Conrad le hacía falta la presión de la carencia para crear, para sacar lo mejor de sí. Trayectorias como la suya generan preguntas sobre la necesidad de la necesidad en materia de producción y de motivación existencial –lo cual no pretende romantizar la precariedad o la pobreza, sino más bien dar cuenta de un fascinante proceso psicológico.
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“Solo me queda la literatura como medio de existencia” escribió con desespero y resignación Conrad a un buen amigo en 1895, quejándose de no encontrar más viajes mercantes que le procuraran ingresos –desde 1874 había trabajado como marino en navíos y vapores en los mares de los cinco continentes. Poco después dejaría Londres por Lannion, pues la vida era más barata ahí y su familia seguía creciendo. Que el único medio de subsistencia sea la literatura (en una sociedad como la nuestra) es una situación tan arriesgada que bien podría ser tomada como broma. Solo dedicarse a la escritura. Escribir solo por dinero. Suena casi como un agravio, una suerte de prostitución. Hombre de su época, Conrad acusó el hecho con amargura y, sin saberlo, esgrimió una idea que definiría la figura del escritor moderno. Escribir o morir de hambre, no hay otra opción. Asumir el oficio como la única posibilidad. Reñir ese absurdo mandato romántico según el cual la vocación artística no supone o requiere una paga. Afortunadamente cada vez más universidades y escuelas de escritura hacen circular una réplica pragmática y materialista: solo un idiota escribiría sin dinero de por medio.
Cuenta la leyenda que Dostoievski dictó El jugador, relato frenético y magistral, en veintiséis días y sumido en una profunda crisis financiera detonada por su adicción a jugar la ruleta. Por si fuera poco, había firmado un fáustico contrato que más parecía la sentencia de un suicidio literario que otra cosa: si no entregaba la novela terminada para el primero de agosto de 1866 su editor se quedaría con los derechos de todo lo que escribiera durante los próximos nueve años. Es cierto que hoy día semejante acuerdo sería una aberración (aunque las grandes editoriales siguen depredando sin cesar a las y los escritores). Sin embargo, tal presión resultó bastante eficaz para Dostoievski y no es un caso aislado. Alejandra Pizarnik hablaba de la necesidad casi pulsional, de un estímulo que la abocara en la creación:
Sé que soy poeta y que haré poemas verdaderos, importantes, insustituibles, me preparo, me dirijo, me consumo y me destruyo. (…) Tal vez si me encerraran y me torturaran y me obligaran mediante horribles suplicios a escribir dos poemas maravillosos por día, los haría. Estoy segura de ello. Tal vez yo no busco un maestro, busco un verdugo…
Desde luego, el caso de la poeta argentina se distancia de los demás; ella no habla propiamente del afán económico sino de la urgencia de un mecanismo de presión y opresión en su proceso escritural. De cualquier forma, vale la pena exponer esta idea a un escrutinio (la necesidad de la presión monetaria [o no] en aras de productividad). ¿Pero qué sucede con los demás oficios? ¿Podría decirse que es algo frecuente en ellos? Se sabe que los demás profesionales también trabajan mejor con el acuciante estímulo de la obligación. He escuchado en boca de astutos reclutadores que uno de los factores clave en la contratación de empleados es que no tengan otra salida más que tomar el trabajo y hacerlo bien. Tampoco ignoramos que la presión, la coacción y el miedo son excelentes motivaciones para mejorar el desempeño y poner en marcha los mecanismos de la hoy famosa auto-explotación. Pero si se piensa a la luz de la calidad y la unicidad que exige la creación estética, de inmediato el argumento revela sus fisuras: ¿acaso el panadero hace un mejor pan cuando la presión de su jefe, las cuotas de su Toyota o los adeudos en la escuela de sus hijas le respiran en la nuca? Es muy improbable. El arte y en especial la literatura responden a dinámicas singulares, distintas.
De cierta forma, la producción de la obra artística implica un agotamiento de la energía interior, un hueco espiritual que se cava poco a poco y puede (o no) traducirse en una bancarrota material. ¿Por qué? Difícil de esclarecer. A mi juicio, el escritor necesita crear para no destruirse a sí mismo y a otros, e incluso la concreción de su obra conlleva un irreductible daño, un impulso tanático que recuerda al ambivalente dios hinduista Shiva, deidad de la creación y la destrucción por igual. Y si bien no es una regla –¿cuántxs escritorxs prosperan y consiguen cierta “estabilidad”, cuántos encuentran la fórmula, se adaptan a las reglas del mercado y se vuelven productores en cadena de cierto tipo de libros, sumidos en un dulce e irremediable aburguesamiento?– tampoco es una discusión que valga la pena eludir. Es más, podría decirse que los artistas que adolecen “el síndrome de Joseph Conrad” son víctimas (o agentes) de una extraña pulsión, producen otro tipo de libros, acaso uno tocado por el duende lorquiano, ese duende de sonidos negros y angustias hondas. En ellos se esconde una especie de rabia, un cabalgar furioso que, como el del duende, es “un poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica”. No pretendo explicarlo yo ni mucho menos (mal haría en pretender abarcar un problema tan amplio en la corta extensión de este ensayo), pero sí trataré de precisar mi especulación. Describiría el fenómeno como una pulsión tanática, una cercanía de la muerte que siente todo aquél que lee a Dostoievski, a Lucía Berlin o al mismo Conrad, que viene en buena medida de la insuficiencia material y de la cual carece la mayoría de arte producido en la opulencia y la estabilidad –pienso en las meditadas, estructuradas y apolíneas obras de Flaubert, Borges o Virginia Woolf.
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No menos fascinante es la experiencia de la deuda que vivió Charles Baudelaire, susceptible de arrojar unas luces sobre este asunto. A sus veintiún años el poeta malogró la herencia paterna, estimada en más de cien mil francos, y lo hizo en poco menos de dos años. El resto de sus días los pasó entre el orgullo vano de un éxito que jamás le llegó en vida, el déficit financiero que lo hizo esconderse durante largos periodos, y el hambre. Acosado constantemente por prestamistas y acreedores, escribiendo a rajatabla cartas apresuradas a amigos, conocidos y especialmente a Madame Aupick, su madre, para que le enviara dinero, el poeta solía decir que el dandy –héroe de su cosmología poética– no aspira a la riqueza como algo esencial, pues “un crédito ilimitado le podría ser suficiente”.
Y es que para Baudelaire la creación artística implicaba un cierto gesto de prodigalidad y derroche, una “alquimia del dolor” (transformación del “sufrimiento en oro”) en la cual el artista toma lo peor del mundo y da lo mejor de sí mismo. El amor –escribió en su diario íntimo– puede derivar en un sentimiento generoso: el gusto de la prostitución; pero pronto es corrompido por el gusto de la propiedad. Y por supuesto el arte es un acto de amor, o más bien EL acto de amor por excelencia. Y nadie como los artistas tienen derecho a endeudarse, a gastar de más, a despilfarrar lo material, pues a fin de cuentas su oficio es tan elevado que la sociedad estará siempre en deuda con ellos.
Como Baudelaire, Conrad siempre gastó más de lo que tenía. Y nada lo impulsó a escribir tanto como la ruina económica. Sin ese impulso de auto-sabotaje, sin ese látigo del apremio, probablemente no podríamos asistir a las tortuosas aventuras marítimas de los protagonistas de La locura de Almayer, los juegos psicológicos de la identidad humana en Lord Jim, ni los tenebrosos meandros del espíritu colonizador con su idea de civilización y progreso en El corazón de las tinieblas, o bien serían algo completa y sustancialmente distinto.
Otra es la situación de quienes jamás vieron el éxito de su obra. Poe, César Vallejo y tantos otros. En ese caso la deuda está del lado de los lectores; nosotros les debemos a ellos esas noches de plenitud espiritual, de ascenso hacia la profundidad, de viaje por mundos interiores, íntimos e infinitos.