Tierra Adentro
John Wick, recuperada de Flickr: Craig Duffy, (CC BY-NC 2.0)
John Wick, recuperada de Flickr: Craig Duffy, (CC BY-NC 2.0)

“That fucking nobody… is John Wick.”

 

En el panorama de las producciones culturales contemporáneas, la figura de Keanu Reeves ha logrado consagrarse como uno de nuestros íconos inamovibles. En el cine, recientemente nos dio un knock out de nostalgia en su regreso como Neo en la controversial secuela The Matrix Resurrections; los fanáticos de los videojuegos tuvieron su dosis de Keanu Reeves en la entrega de Cyberpunk 2077, donde encarnaba a Johnny Silverhand, especie de guía a lo largo de la trama; y hasta los memes aprovecharon la sólida presencia del canadiense para convertirlo, acaso sólo por unas semanas, en el “novio de internet”. Muchas son las cualidades que conforman la leyenda —el término es una exageración intencionada— del actor; sin embargo, en este momento quiero concentrarme en el más reciente éxito, que volvió a colocarlo en los reflectores luego de más de una década. Me refiero, por supuesto, a su interpretación como el asesino John Wick.

John Wick apareció en el año 2014 de la mano del director Chad Stahelski, un nombre que probablemente no sonará mucho a quienes, como yo, son más cineros que cinéfilos. Y tiene su razón de ser: Stahelski no ha tenido una carrera larga como director; su talento ha sido mucho más fructífero como doble o coordinador de escenas de acción, donde reúne una larguísima lista de cintas que van desde la legendaria The Crow —fue doble de Brandon Lee luego de su fallecimiento—, hasta franquicias como The Expendables, la propia Matrix, entre muchos otros éxitos de taquilla. John Wick fue su primera película dirigida. Y la fórmula estaba garantizada: si algo resalta de esta saga, son las escenas de acción; es notable la versatilidad, el dinamismo, y el espectáculo que da Keanu Reeves blandiendo todo tipo de armas contra las hordas de sicarios lo mismo italianos que chinos que rusos que japoneses. Todo esto sin despeinarse. Y, sin embargo, no son estas cualidades las que, a mi parecer, han convertido la fórmula John Wick en el éxito que es en la actualidad. Antes bien, creo encontrar en la construcción del personaje en sí mismo, del diseño de su viaje emocional, un par de claves estructurales que, desde la concepción misma del guion, han servido para que el asesino más temible, Baba Yaga —tal es el apodo que recibe John Wick, derivado de la leyenda de la temible bruja de las fábulas rusas—, sea también uno de nuestros consentidos. En las siguientes líneas, intentaré desmenuzarlas para mostrar acaso un atisbo de su funcionamiento.

 

Matar a un perro

Pocos son capaces de enfrentarse a un cachorro de prácticamente cualquier especie —los mamíferos, por supuesto, tienen predilección en la jerarquía animal— sin conmoverse. Si la conexión emocional no es suficiente, hay algo en la indefensión de aquella vida nueva que mueve las fibras de la compasión de manera —casi— inevitable. Derek Kolstad, el guionista de John Wick, lo entendió a la perfección. En la primera escena de esta saga, nos encontramos a un hombre herido, que se arrastra alejándose de lo que parece un enfrentamiento encarnizado y se recuesta en una barda. Saca su celular y observa la fotografía de una mujer, su esposa, de quien pronto aprenderemos que murió recientemente por una enfermedad terminal.

Ver esto, un hombre malherido, viudo, no es suficiente para provocar empatía. Demasiado acostumbrados nos tiene el mundo a las pérdidas humanas. La solución del guionista es, en su sencillez, magnífica: añade a la tragedia de John Wick un pequeño cachorro. Vemos entonces una escena donde, antes de morir, la esposa de John le ha comprado un perro. “John, lamento no poder estar ahí para apoyarte. Pero aún necesitas algo, a alguien, para amar. Así que empieza con esto, porque el coche no cuenta”, le dice en la pequeña nota que viene junto con un Beagle llamado Andy. A partir de este momento, la breve vida de Andy —será asesinado brutalmente por Iosef Tarasov en los primeros minutos de la primera cinta— será el detonante para el viaje emocional de John, en un espiral de muerte que, a ocho años de su lanzamiento, promete no terminar pronto.

La presencia de aquel cachorro no es casualidad. No se trata, tampoco, de un truco barato para llamar la atención de quienes tienen perrhijos o gathijos. (Al menos no completamente.) La presencia de los perros de John Wick obedece a dos cosas: primero, a definir los valores morales del héroe pues, como bien anotó Campbell, el héroe después de todo es un recipiente para las cualidades morales que se enaltecen en una comunidad determinada; y segundo, refiere a una de las estrategias más importantes en el guion, que ha sido discutida y enseñada a un ejército de guionistas en todo el mundo: la estrategia de “salvar al gato”. Fue el guionista Blake Snyder quien acuñó este término en su libro sobre la estructura de guion. Snyder, quien es considerado uno de los clásicos contemporáneos en el tema de estructura del guion, nos comparte la fórmula de la siguiente manera: “El protagonista tiene que hacer algo en el momento en que lo conocemos para granjearse nuestra simpatía y que queramos que gane”. En otras palabras: tiene que caer bien desde un inicio.

Ganarse la simpatía —o el interés— del público, por cierto, es una de las estrategias que la mayoría de los maestros de guion —desde John Truby hasta Robert McKee, y más atrás— han establecido como una de las claves del éxito de cualquier historia. (Lo mismo, por cierto, se aplica a la literatura desde hace siglos.) La dificultad en la escena “salva el gato” radica en su puntualización: el acto que nos acerca al protagonista debe ser muy pequeño, pero imperdible. Un detalle que simbolice el conflicto moral de un protagonista que lucha por salir de la situación desafortunada en la cual se encuentra al principio de la historia. ¿Qué mejor manera de humanizar a un asesino a sueldo que demostrando su capacidad de amar y defender a los más vulnerables? Con un solo acto, el de vengar a su perro, Baba Yaga se transforma en John, el héroe redimido, que compró su salida de la espiral de muerte para apostar por una modesta vida familiar.

El propio John Wick reconoce la importancia del perro en su vida hacia el minuto 70: “Cuando Helen murió, lo perdí todo, hasta que ese perro llegó a mi porche. Un último regalo de mi esposa. En ese momento, recibí un atisbo de esperanza. Una oportunidad para vivir el duelo acompañado. Y tu hijo, me quitó eso. Tu hijo me robó eso. ¡Tu hijo me mató eso!”, reclama a Viggo Tarasov, principal antagonista, quien acaba de confesarle que no entiende por qué ha hecho tanto “sólo por un perro”. Este momento es, a mi parecer, la clave del viaje emocional de John Wick, pero también el punto que termina de conectarlo con la audiencia. En una época donde los animales de compañía se convierten, cada vez más, en el centro de la discusión en los debates de humanidades, la relación del cachorro asesinado con la salvación resuena con total claridad y, como resultado, John Wick termina por avasallar uno de los conflictos morales de la cinta: “todo esto sólo podría ser por un perro”. Un perro nunca es tan sólo un perro.

La visión del amor canino se repite en John Wick: Chapter 3 – Parabellum, en la secuencia que nos presenta el personaje de Sofia, interpretado por Halle Berry. Sofia es una asesina despiadada que, por alguna circunstancia que se sugiere pero no se explica, queda relegada nada menos que en Casablanca, donde vive en una paz feble, autoimpuesta. Sofia tiene dos grandes pastores belga Malinois, que son, además de su compañía, dos armas vivas. Controversial como esto pueda resultar, lo cierto es que ver a los dos perros en acción es un espectáculo sin par; pero no es esto lo que resulta relevante para acentuar la importancia que tienen en el viaje emocional de John Wick. El simbolismo de los perros, en el caso de Sofia, dejará clara su relación con John hacia el minuto 56 de la cinta, cuando el villano Berrada —encarnado por Jerome Flynn— le da un balazo a uno de los pastores. La escena, bastante grotesca, no tarda en despertar la ira de la mujer, quien voltea a ver a John como si le dijera: “entiendes perfectamente lo que voy a hacer ahora”; y John lo entiende. Luego del disparo de Berrada, tanto John como Sofia lucharán a muerte con los guardias del lugar, en un despliegue sangriento que se posterga durante casi siete minutos.

La estrategia de “salvar el gato” no se limita a las películas de acción. También en la literatura, este tipo de escenas sirven para generar empatía con el protagonista o, en algunos casos, para detonar un desenlace que fortalezca el dilema moral de la historia. En Pájaros en la boca, —la gran— Samanta Schweblin presenta el cuento “Matar a un perro”, una historia iniciática acerca de un hombre que decide convertirse en sicario de un grupo criminal de cuyo nombre no vale la pena acordarse. El protagonista, cuarentón, es demasiado viejo para el negocio, en opinión del contratista, un hombre de lentes llamado, simplemente, el Topo; tampoco parece la clase de persona adecuada para ese giro. A pesar de esto, tiene derecho a intentar la prueba de entrada: debe matar, a sangre fría, a un perro. “Matar a un perro a palazos en el puerto de Buenos Aires es la prueba para saber si uno es capaz de hacer algo peor”.

Durante todo el relato, asistimos al recuento de eventos que conducirán a nuestro protagonista a su encuentro con el destino. Desde su primer acercamiento con el Topo, hasta la consumación del acto violento. Y durante todo el relato, la imagen del animal sacrificial se tensa en nuestra conciencia como una cuerda impía. El clímax estalla en una dureza deslumbrante:

Cuando lo toco, cuando junto las patas para bajarlo del auto, abre los ojos y me mira. Lo suelto y cae contra el piso del baúl. Con la pata delantera raspa la alfombra manchada de sangre, trata de levantarse y la parte trasera del cuerpo le tiembla. Todavía respira y respira agitado. El Topo debe estar contando el tiempo. Vuelvo a levantarlo y algo le debe doler porque aúlla aunque ya no se mueve. Lo apoyo en el piso y lo arrastro para alejarlo del auto. Cuando vuelvo al baúl a buscar la pala el Topo se baja. Ahora está junto al perro, mirándolo. Me acerco con la pala, veo la espalda del Topo y detrás, en el piso, el perro. Si nadie se entera de que maté a un perro nadie se entera de nada. El Topo no gira para decirme ahora. Levanto la pala. Ahora, pienso. Pero no la bajo. Ahora, dice el topo. No la bajo ni sobre la espalda del Topo ni sobre el perro. Ahora, dice, y entonces la pala baja cortando el aire y golpea en la cabeza del perro que, en el suelo, aúlla, tiembla un momento, y después todo queda en silencio.

Cuando todo termina, el protagonista preguntará al Topo qué sigue. “Nada, usted dudó”, responde el enigmático hombre, dejándolo solo en una plaza llena de perros hambrientos de venganza.

La indefensión del perro de John Wick es idéntica a la del perro asesinado en el cuento de Schweblin. Lo que cambia, en todo caso, es la actitud del protagonista: mientras que John redime toda su vida al vengar a su cachorro, el personaje de Schweblin ejerce una violencia descarnada contra el animal indefenso y, con ello, se condena. La estrategia de la empatía, pero también la definición moral del personaje, queda claramente delineada en esta decisión.

 

Tres cadáveres y un lápiz

Hay un segundo aspecto en la creación de John Wick que, por su sencillez, me parece relevante. Me refiero al épico relato de la hazaña del lápiz en el bar. Luego de que Iosef Tarasov —un villano bastante plano, hay que decirlo— mata al perro de John y roba su coche, su padre, Viggo, lo llama para darle una lección sobre lo que su desliz provocará en el equilibrio del crimen en New York. Sobre todo, será éste el primer momento en el que el personaje de John se nos revele como lo que es: un asesino legendario.

La expresión no es exagerada: realmente, John Wick se nos presenta como un personaje de leyenda. De hecho, la referencia inmediata —y ya mencionada— es la Baba Yaga, una vieja bruja que vive en las profundidades del bosque, en una casa que tiene patas de pollo y se mueve de un lugar a otro de manera que nadie, nunca, pueda encontrarla si ella no lo quiere así. La Baba Yaga que aterra a los niños es epítome del espanto. Y John Wick es incluso más que eso, asegura Viggo: “John no es el Coco. John es a quien mandas a asesinar al chingado Coco”.

La estrategia es tan efectiva, que los guionistas de Rick & Morty encontraron oportunidad para parodiarla en el episodio “Pickle Rick”. En éste, los guardias de la agencia rusa donde Rick se infiltra transformado en un pepinillo, le llaman “соленья [palabra que, estrictamente, designa a los productos en escabeche, pero que se usa indistintamente como ‘pepinillo’]”, en alusión a una supuesta leyenda de un pepinillo que castiga a los niños que se portan mal. “Se arrastra desde el interior de una sopa fría, para robarse los sueños de los niños desperdiciados”, recita el villano del episodio mientras observamos a Pickle Rick haciendo gala de sus habilidades para asesinar a los guardias que lo persiguen. La respuesta de Rick es avasalladora: “Este pepinillo no está interesado en sus niños. Y no voy a llevarme sus sueños: me llevaré a sus padres”. El episodio de la tercera temporada es, probablemente, uno de los más populares de la serie, y no me tomaré el tiempo de sintetizarlo pues la experiencia de verlo es superior. La referencia a John Wick, por cierto, se encuentra tanto en el mito de соленья, como en Jaguar, el cruel asesino que tienen atrapado en una de las celdas de la Embajada.

Cuando Iosef llega con su padre para ser disciplinado, escuchamos por primera vez la anécdota de los lápices. La cuenta el propio Viggo: “Ese cabrón ‘don nadie’ es John Wick. (…) John es un hombre de enfoque, compromiso y voluntad pura. Algo de lo que tú —Iosef— sabes muy poco. Una vez lo vi matar a tres hombres en un bar. Con un lápiz. Con un pinche lápiz”, dice Viggo, mientras vemos a John Wick martillando el piso de concreto de su sótano, metáfora insoslayable del pasado que sepultó y que ahora viene a reclamar lo suyo. Y el hechizo está completo.

La historia del lápiz de John Wick funciona, porque se inserta en uno de los aspectos técnicos más fascinantes —es mi opinión— de la narrativa escrita. Un aspecto que el hermeneuta Roman Ingarden describiera en su tratado La obra de arte literaria como los “espacios de indeterminación”. Para Ingarden, estos espacios se emplean en la literatura para producir vacíos de información deliberados, con el objetivo de que el lector los rellene con información que posee previamente: sus conjeturas, inferencias, pero también recuerdos, experiencias y, lo más importante, su imaginación. Estos espacios de indeterminación son fundamentales para que el lector participe activamente de la obra que está leyendo y, en el caso de la película que nos convoca, el hecho de que se narrara una escena en lugar de mostrarla, despierta este proceso creativo en el espectador. ¿Cómo puede alguien matar a tres hombres, presumiblemente entrenados, con un “pinche lápiz”? No lo sabemos y no es importante; lo importante es que, a partir de este momento, nos queda claro que el potencial de nuestro héroe es inusitado.

La fórmula se repite en la escena inicial de la segunda parte de la saga. En este caso, es el hermano del ya finado Viggo quien le cuenta a uno de sus subordinados el evento; mientras el mafioso habla, vemos a John Wick acercándose poco a poco a recuperar su auto —el original, el robado en la primera cinta—, desplegando sus habilidades asesinas y de entrenamiento en jiu jitsu y sambo. “Una vez mató a tres hombres en un bar…” dice el mafioso ruso, quien es interrumpido por el subordinado: “Con un lápiz. Lo sé, conozco la historia”. El subordinado habla todavía con un dejo de incredulidad, pero la respuesta del mafioso es tajante: “¡Con un pinche lápiz! ¿Quién chingados hace eso?”. A estas alturas, todos los millones de fans sabemos la respuesta.

El misterio de los tres cadáveres y un lápiz se rompe, acaso parcialmente, en la segunda cinta. Ocurre hacia el minuto 76, cuando John Wick inicia la búsqueda de Santino —el adversario de esta entrega— para ejecutar su venganza. En este caso, John se enfrenta con dos hombres, asesinos como él, en una estación de trenes. El enfrentamiento con los dos sujetos es breve, pero suficientemente espectacular para provocar un estallido dentro de todos los fans: por fin se nos revela, cómo un hombre puede matar haciendo uso de la herramienta más inofensiva —al menos en apariencia—. La lucha, por cierto, remite a otra gran escena del cine: la presentación del Joker de Heath Ledger en la película Batman: The Dark Knight.

Ustedes recordarán este momento —y, si no lo han visto, los invito a hacerlo cuanto antes—. Joker llega de sorpresa a una reunión clandestina de los principales capos de la mafia de Gotham a quienes, por cierto, acaba de robar una fortuna. Cuando aparece, uno de los mafiosos ordena a su sicario que vaya a asesinarlo; la respuesta del Joker es terrible e hilarante: saca un lápiz de madera y lo clava en la mesa y les dice: “¿Qué tal un truco de magia? Voy a hacer que este lápiz desaparezca”. Apenas el sicario llega a su lado, el Joker estrella su cabeza en el lápiz, que se incrusta en su cráneo como una daga improvisada. “Tadá, ¡ el lápiz se fue!” dice, provocando la risa de los presentes. Los cuestionamientos que surgen al ver al Joker haciendo su truco de magia es muy similar a lo que nos produce John Wick: ¿de qué más será capaz un hombre que convierte el lápiz en una fatalidad? La respuesta, en ninguno de los casos, decepciona.

 

¿John Wick? Nadie.

Faltaría mencionar, como un modesto corolario, que la influencia de John Wick ya se ha visto en otras franquicias que intentan aprovecharse de una fórmula en apariencia infalible. Un ejemplo muy reciente sería Nobody, película de 2021 protagonizada por Bob Odenkirk —recientemente revalorizado por su papel como Saul Goodman en Breaking Bad y Better Call Saul—. Esta cinta, cuya poética parece encontrarse en la frase que he colocado de epígrafe (“That fucking nobody… is John Wick.”), repite hasta casi calcar la estructura que envuelve a nuestro personaje: un asesino retirado, aliados tan hábiles como él, una red de información a su servicio y, por supuesto, el cachorro que se gana el corazón de la audiencia: en este caso, un pequeño minino.

Los matices que distancian ambas películas son lo suficientemente interesantes como para requerir un espacio mucho mayor que éste para su análisis. No obstante, me sirven ahora como pretexto para mencionar un último tema que considero de vital importancia para entender lo que significa la franquicia de John Wick para el cine de acción: la decadencia del one-man army. Todos conocemos, al menos superficialmente, este concepto: un individuo muscular, apuesto (y caucásico), que se enfrenta a ejércitos enteros por su cuenta sin sentirse —ni estar nunca— en desventaja. Esta imagen fue explotada hasta el cansancio por películas como Rambo, Commando, Cobra, y, en general, por prácticamente cualquier película protagonizada por Stallone, Schwarzenegger, Chuck Norris, o Van Damme, entre otras figuras aquíleas. La fórmula sigue funcionando, con la diferencia de que poco a poco ha resultado menos interesante la figura del héroe incorruptible e indestructible, y el cine de acción se ha ido abocando hacia un nuevo tipo de héroe: aparentemente normal, venido a menos. Vulnerable. Tal es la palabra que Addy, la camarera de The Continental —el hotel donde se reúnen todos los asesinos—, utiliza para referirse a John Wick luego de encontrárselo de nuevo después de cinco años: “Nunca te había visto así antes”, le dice Addy a un John cansado, “¿Así cómo?”, pregunta él. “Vulnerable”.

La decisión de colocar al nuevo héroe de la película de acción en esta circunstancia humanizada —lo cual me parece un acierto—, encierra un giro importante en el concepto del héroe o, en todo caso, en la referencia inmediata de nuestro héroe: la que conduce de Aquiles —el héroe invulnerable— a Ulises —el héroe discreto—. Para explicar este punto, me parece necesario recuperar una anécdota del canto ix de la Odisea. En este canto, Ulises y una partida de reconocimiento llegan a la isla de los cíclopes y se introducen en una gran cueva. En su interior, pronto se ven atrapados por el implacable Polifemo, quien procede a devorarlos. Para salvar el pellejo, Ulises se acerca al cíclope y le da de beber un gran barril de un vino muy fuerte, al tiempo que se presenta con él como Οὔτις [outis, “ningún hombre”, “nadie”]. Cuando Polifemo duerme de borracho, Ulises y sus hombres aprovechan para tomar una lanza y clavarla en su único ojo. Salen huyendo de ahí mientras Polifemo, herido y furioso, grita pidiendo ayuda a los otros cíclopes diciéndoles que “Nadie” le ha hecho daño. Como resultado, sus congéneres consideran que ha perdido la razón por el alcohol.

Por si esta anécdota no fuera suficiente para notar la relevancia en el caso de John Wick, habría que pensar también en la escena del banquete que concluye el viaje de Ulises. Éste llega a su casa en Ítaca, y se encuentra con que Penélope ha preparado una prueba para determinar quién de todos los pretendientes será merecedor de desposarla y heredar el reino: deben tensar el arco de Ulises. El arco es un símbolo de fuerza y gallardía, y sólo alguien con la fuerza de Ulises será capaz de tensarlo y arrojar una flecha a través de los ojos de 12 hachas alineadas para este fin. Uno a uno los pretendientes intentan y fallan esta prueba; pero Ulises, quien ha llegado al sitio disfrazado de mendigo, toma el arco, lo tensa y arroja la flecha certeramente a través de las hachas. Ante la sorpresa de todos, se desenmascara como el rey Ulises, quien procederá a llevar a cabo una matanza impía de todos los hombres que se reunieron en el lugar.

Como podemos observar, es este Ulises —el héroe oculto, pero implacable— el que ha venido a insertarse en las nuevas películas de acción, diría yo, con cierto éxito. No sólo tenemos John Wick o Nobody, habría que pensar también en películas como A history of violence —protagonizada por el gran Viggo Mortensen—, Polar —con Mads Mikkelsen—, o incluso las últimas entregas de Rambo, en donde vemos a un John Rambo que habita un retiro pacífico y es arrojado de nuevo al mundo violento contra su voluntad. Éste es, me parece, uno de los temas más relevantes que tenemos que analizar de John Wick; y una pauta que habrá que tomar en cuenta en el análisis de la nueva ola de películas de acción.

Sobre el desenlace que tendrá la saga de John Wick sólo cabe especular —los foros de internet ofrecen suficiente información sobre lo que ocurrirá, en el caso de que alguien quiera visitarlos—; no obstante, es claro que la cinta promete tener una recepción asombrosa por sus fanáticos, como ocurriera con los episodios anteriores. Cabe preguntarse, ¿cuál será el papel de los cánidos en esta cinta? ¿Dónde encontrará John el fin de su catarsis emocional? ¿Cuál será la última parada del viaje de nuestro héroe? Falta —por fortuna— menos de un año para averiguarlo.

 


Autores
(Zapotlán el Grande, México, 1988) es narrador, artista y profesor de literatura. Actualmente estudia el Doctorado en Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara e Ingeniero Ambiental por el Instituto Tecnológico de Ciudad Guzmán, además de maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en la categoría Jóvenes Creadores en 2006 y 2019 y becario del FONCA en la categoría Jóvenes Creadores en 2021. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela, en 2016, del Premio Nacional de Cuento Joven Comala, en 2018, del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay y el Premio Nacional de Cuento José Alvarado, en 2020, y del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 2021. Ha publicado los libros de cuentos El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres sin hijos (2021) y el libro de crónicas Los niños del agua (2021).