La poética del desarraigo, 150 aniversario del nacimiento de W. Somerset Maugham
Es una ilusión creer que la juventud sea feliz,
una ilusión fomentada por los que la han perdido.
W. Somerset Maugham
El nombre de William Somerset Maugham, hoy en día, dice poco o nada a los lectores mexicanos; sus veinticuatro obras teatrales, que a principios de siglo XX revolucionaron los teatros londinenses; las veintiún novelas, que en su momento se vendieron por millones; más de cien relatos, por los que llegó a ser considerado uno de los grandes maestros del género, así como su obra ensayística, en la actualidad se encuentran sumidos en el más penoso olvido.
El que fuera, para John Le Carré, “el estilista narrativo más refinado de su época”, “el escritor contemporáneo que más me ha influido”, según George Orwell, un narrador admirado por Hemingway, Truman Capote, Anthony Burgess, W. H Auden y por el gran crítico literario Ciryll Connolly, no tuvo la misma suerte de ser parangonado en la historia de la literatura con el mismo prestigio que Joyce, Faulkner, Woolf o Thomas Mann. ¿A qué se debe esta renuencia por parte de la crítica especializada a incorporarlo en el canon de los grandes escritores del Siglo XX?
En parte, puede que se deba a su cinismo. Él mismo dijo en las postrimerías de su vida: “Soy el mejor de los escritores de segunda”. Es posible también que su prosa, diáfana y “legible” (debe ser el autor de temáticas existenciales más popular), lo aleje de ese oscurantismo y esa aura misteriosa que todo autor prestigioso posee. O bien puede ser que su fracaso futuro se lo deba al colosal éxito que tuvo su obra en vida: la crítica lo consideró un bestseller pasajero, su prosa se abarató en inocuas versiones cinematográficas que, si bien siempre han contado con un excelente elenco y producción (Bettie Davids, Bill Murray, Jeremy Irons, Sean Penn, Edward Norton) y son bien consideradas por la crítica, diluyen la esencia vital de sus libros, convirtiéndolos en meros argumentos sentimentales.
¿Se puede caer en el olvido por una sobredosis de celebridad? El mismo Maugham lo explicaba al hablar de su maestro Rudyard Kipling, uno de los mejores cuentistas de lengua inglesa, premio Nobel, éxito en ventas, cuya obra, con el cambio de siglo, comenzó a ser considerada imperialista y dejó de estar de moda (“fashionable”). Sin embargo, la obra de Maugham, sin ningún detrimento hacia la de Kipling, nunca estuvo relacionada con la politiquería: “Pienso que los escritores que, con la idea de estar escribiendo una novela, escriben un documento social están extremadamente equivocados”; y la obsesión que lo impulsaba a escribir lo orillaba constantemente a metaforizar el viaje fracasado del ser despojado de todo bien material que busca el desarraigo para descubrir el sentido estético de la vida; un tema que une sensiblemente sus novelas con Retrato del artista adolescente, La montaña mágica o Una habitación propia.
En el 150 aniversario de su nacimiento, Somerset Maugham (París, 1874- Niza, 1965), el más desarraigado de los escritores ingleses —pues nació en Francia, estudió en Alemania, pasó la mayor parte de su vida viajando por las islas del sudeste asiático y terminó sus últimos días en el mediterráneo— parece estar más vigente que nunca. Su obra se lee en cierto grado como documento histórico, pero las pasiones y conflictos que ésta desata parecen surgir del siglo actual.
Su vida también está siendo redescubierta por algunos escritores jóvenes, que encuentran en él mucho más que a un simple escritor de bestsellers, sino a un espíritu atemporal, un observador decadente brutalmente honesto, un escritor que siempre escribió e hizo lo que le dio la gana. La casa de las puertas del escritor malasio Tan Twan Eng, considerada por numerosos medios la mejor novela del año 2023, es una libre recreación de los días más dolorosos de Maugham en el sudeste asiático donde el escritor, asfixiado por un matrimonio infeliz y forzado, habiendo escondido durante muchos años su homosexualidad, pierde todos sus ahorros y busca desesperadamente una historia para escribir un nuevo libro que lo saque de su penuria.
Porque para Maugham la escritura siempre era obcecación: “Yo no escribía por gusto; escribía para liberarme de una obsesión insoportable”. Todo lo escribía a mano, cada obra la reescribía hasta tres veces antes de encontrar resultados satisfactorios o sencillamente hasta que pensaba que quizás todo estaba mal, pero era lo mejor que podía hacer. Debido a su temprana orfandad, nunca tuvo una casa, viajó la mayor parte de su vida. Maugham fue sin duda un autor de ideas complejas, psicologías exóticas, temáticas antisistema, pero su prosa era clara y sencilla de leer. Decía que todo lo que sabía de la conducta humana lo aprendió en los cinco años que pasó como médico en el hospital St. Thomas, ya que los humanos siempre tienen una máscara y es en la enfermedad o cerca de la muerte donde revelan su verdadero ser. Sus novelas surgían a través de dudas que lo inquietaban o lo atormentaban y, tras ponerlas por escrito, dejaban de atormentarlo.
Escribió obras de teatro durante quince años sin conseguir que aceptaran ponerlas en escena, hasta que, a la edad de 34 años, por accidente (“soy esclavo de los accidentes”, decía), logró que una de sus obras fuera representada y el éxito fue inmediato, al año siguiente ya tenía cuatro obras más en cartelera; algo que no logró ni siquiera Oscar Wilde.
Su primera novela Liza de Lambeth (1897), una novela proletaria semejante al cine de Kaurismäki sobre la relación de una joven que trabaja en una fábrica y un viejo casado, tuvo un éxito inmediato, pero Maguham, si bien llevaba una vida ostentosa, nunca dejó que el éxito se le subiera a la cabeza. Cuando su amigo, el escritor estadounidense Sinclair Lewis dijo que “los escritores ingleses eran malísimos y servían los cocteles calientes”, Maugham se ofendió, “no por aquello de que los escritores ingleses fuéramos malos, sino porque yo le preparé muchos cocteles y me pareció que Lewis los había disfrutado”. Eso habla del tipo de personaje que era.
Si bien la obra de Maugham es vasta y casi toda excelente, comenzaré a continuación un breve recorrido por las que considero que son sus dos grandes novelas: Servidumbre humana (1915) y El filo de la navaja (1944), no sin antes mencionar sus convulsivos libros de cuentos El impulso creativo y otros cuentos (Atalanta, 2017), algunos de sus relatos en las islas del Pacífico que la editorial Sexto Piso conjuntó en El temblar de una hoja (2008), el libro que contiene uno de los más logrados relatos de la lengua inglesa, Lluvia y otros cuentos (el cual también incluye “El mexicano lampiño”, un intrigante relato de espías, que recuerda los tiempos en que Maguham se desempeñó como doble agente para el gobierno británico); así como las novelas breves El mago (1904), una caricatura de Aleister Crowley que le valió que el mismo Crowley lo demandara por plagio, El velo pintado (1925), genial relato pandémico en el que una pareja adúltera en Hong Kong decide extinguirse en un sanatorio donde está desatada la peor crisis del cólera, Don Fernando (1935), sobre los años que pasó en Sevilla, La luna y seis peniques (1919), una novela que reinventa la vida del pintor Paul Gauguin, cuando lo dejó todo en Francia para irse a pintar a Tahití y, por último, The Summing Up (aún no editado en español), unas geniales memorias literarias donde Maugham desentraña con honestidad todo lo que piensa y cree de la literatura.
Of Human Bondage – Servidumbre humana
Esta novela de casi 700 páginas fue un parteaguas en la carrera literaria de Somerset Maugham, Servidumbre humana terminó de escribirse en los albores de la Primera Guerra Mundial y su autor pensaba que a nadie iba a interesar una bildungsroman (novela de aprendizaje) centrada en un personaje con un pie deforme que no hace más que vagabundear por Europa en busca del sentido de la vida.
Huérfano desde el nacimiento, Philip Carey es enviado a vivir con su tío, un ministro anglicano, fanático y egocéntrico que no le permite más que comer un huevo duro al día y acudir a escuchar sus sermones religiosos en la iglesia. El niño tiene un pie deforme que le provoca una cojera y sufre en la escuela el acoso permanente de sus compañeros:
“Todos tienen un defecto físico o moral, el mundo era como un hospital sin poesía ni prosa”. (659)
Philip no tarda en descubrir que ese defecto físico es señalado por sus interlocutores cada vez que se enfadan con él, se trata de un punto débil que con el paso del tiempo se naturaliza, pero que, en cada una de sus relaciones, ya sean académicas, laborales o amorosas, prorrumpirá nuevamente para herirlo. El niño se abstrae en los libros, su hipersensibilidad no le permite desarrollar amistades duraderas, pues siempre se siente traicionado por todos:
Insensiblemente, se formó en él el más exquisito hábito humano: el hábito de la lectura. Ignoraba que con ello se creaba un refugio contra todos los dolores de la vida; mas no sabía, sin embargo, que creaba para su uso un mundo ficticio, que alguna vez chocaría con el mundo real, produciéndole una amarga desilusión. (45)
Philip decide que no quiere continuar en la escuela, se empecina en viajar a Alemania para aprender el idioma y distanciarse de los seres dañinos. Pese a la reticencia de su tío y del director de la escuela, que quieren que persiga la carrera religiosa, el niño se va a Heidelberg, donde no tarda en hacerse amigo de un estudiante estadounidense llamado Weeks y de Hayward, un poeta inglés que sólo persigue la voluptuosidad. Estos brillantes personajes, semejantes a los Naphta y Settembrini de Thomas Mann cuando se pelean por el espíritu intelectual de Hans Castorp en La montaña mágica, discuten sobre arte y religión intentando moldear el pensamiento del joven Philip
—Su nuevo amigo tiene aire de poeta —dijo Weeks con una leve y amarga sonrisa.
—Lo es.
—¿Se lo ha dicho a usted? En América le llamaríamos un campeón de la holgazanería.
—Pero aquí no estamos en América —repuso fríamente Philip.
—¿Cuántos años tiene? ¿Veinticinco? ¿Y se pasa la vida en las pensiones escribiendo versos?
—Usted no lo conoce —exclamó Philip con calor.
—¡Oh sí! Le conozco perfectamente. He encontrado ciento cuarenta y siete como él. (125)
A Maugham siempre le interesa enfrentar el pragmatismo capitalista de los estadounidenses, con el esteticismo del pensamiento decimonónico europeo, sin embargo, si bien no oculta su desprecio hacia las vidas prefabricadas y exitistas, su retrato de aquellos que buscan perseguir una vida poética suele derivar en el peor desgarro:
“—Hubiera debido imaginármelo. Naturalmente, usted lee el griego como un profesor; yo lo leo como un poeta.
—¿Y halla usted más poesía en sus lecturas cuando no comprende lo que lee?” (127)
Philip entonces descubre, gracias a la poesía, que verdaderamente no cree en la religión que le inculcó a la fuerza su tío, no cree en ese Dios al que tantas noches le rezó para que curara su pie deforme, ni siquiera lo comprende. “Si hay un Dios y quiere castigarme porque sinceramente no creo en Él, nada puedo hacer para evitarlo” (136). A su vuelta a Inglaterra, sin ningún buen panorama económico en su porvenir (su pequeña herencia no se la darán hasta que cumpla la mayoría de edad), entra a trabajar en el despacho de un notario, donde descubre el grotesco horror que le producen las vidas oficinescas. Desesperado, pide a su tía un préstamo y se va a París con la idea de convertirse en pintor.
Este impulso del que lo deja todo para convertirse en artista es un tópico frecuente en la obra de Maugham, quien estaba obsesionado con la vida de Gauguin y el modo en el que abandonó todas sus comodidades, su familia y su hogar para buscar el verdadero sentido artístico en las islas del Pacífico. Sin embargo, Philip no encontrará en la Academia de Artes de París más que el destino de su propia mediocridad:
—Me pregunto si vale la pena llegar a ser un pintor mediocre. En las demás profesiones, medicina o comercio, la mediocridad no hace mucho al caso. Se gana para vivir y se sale adelante. Pero en el arte no ocurre así.” (272)
Rodeado por artistas decadentes, Philip no termina de comprender cuál es el sentido del arte, después de encontrar el cadáver de una amiga pintora que murió de inanición, su brújula existencial lo orilla cada vez más a pensar que debe buscar un sustento, pues su escasa herencia no tardará en agotarse. Un poeta victoriano refugiado en París, acaso un símil de Oscar Wilde, le recomienda perder cualquier escrúpulo: “la primera condición para hacer el mundo soportable es reconocer el inevitable egoísmo de la sociedad” (239).
A lo largo de la obra, el ojo despiadadamente crítico del narrador repara en la doble moral e hipocresía de esos intelectuales que juegan a ser vagabundos porque romantizan la pobreza: “los que dicen que el dinero no es importante son los que lo tienen”. Philip entonces acepta su destino y vuelve a Londres a estudiar medicina, como hizo su padre. Servidumbre humana puede jugar un doble sentido en su título, tanto en las relaciones sociales de Philip, que permanentemente lo llevan a subyugarse ante gente nefasta, como en sus relaciones económicas, pues Philip no tarda en gastar rápidamente sus últimos ahorros para pagar sus estudios y termina desamparado.
“Philip continuaba creyendo anormal su situación. Las personas de su clase no se morían de hambre. El hecho de no poder creer la realidad de lo que le estaba sucediendo le impedía abandonarse a la desesperación” (540).
Después de pasar tres días sin comer, durmiendo en la calle, por fin consigue un trabajo en una tienda departamental donde, vestido con un saco barato, les indica a los clientes a dónde ir:
—Primer piso a mano derecha, segundo piso a mano izquierda.
Si bien, en las primeras páginas, la deformidad de su pie se utiliza como un recurso autocompasivo, Somerset Maugham nunca se conforma con esta superficialidad de las emociones sencillas y, conforme Philip crece, convierte este vago sentido de la vulnerabilidad en un anquilosado mecanismo de placer masoquista. En sus relaciones amorosas con Mildred, una mujer que lo maltrata constantemente, Philip irá perdiendo orgullo, dinero, cultura, dignidad, hasta terminar de destruir en él la más mínima pizca de idealismo que le quedaba para convertirse en un esclavo de una vida que jamás quiso: “Sólo el amor podía hacer soportable la pobreza y ella no lo amaba”.
En último grado, el único recurso que dispone Philip para volver al estatus que solía disfrutar, es que muera su tío y con la herencia retomar sus estudios de medicina. Philip comprende cómo la miseria lo arrastra a tener fantaseos avaros y criminales: “¡Había imaginado un delito! ¡Quién sabe si otras personas no tenían pensamientos semejantes! ¿Eran anormales o depravados?” (598) Impacientemente, este personaje violentado por su deformidad, aguarda cada mes a que su tío expire el último aliento; la prosa de Maugham evita moralejas y, con ojo clínico, desarrolla las perspectivas más cínicas, decadentes y pesimistas de su era sin esgrimir en ningún momento un mínimo rasgo de piedad.
The Razor’s Edge – El filo de la navaja
Escrita 30 años después de Servidumbre humana, El filo de la navaja desarrolla la biografía de un personaje outsider semejante a Philip Carey, pero esta vez se centra en un joven estadounidense de familia acomodada llamado Lawrence Darrell, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que, después de atestiguar el sinsentido de la guerra, pospone su matrimonio con Isabel, rechaza ser corredor de la bolsa y se va a París a buscar otra forma de vida. En Europa, se dedica a leer, aprender idiomas mientras realiza trabajos que su entorno juzga de la peor manera: trabaja en una pescadería, en las minas alemanas y en la pizca.
—¿Sabes una cosa? Tengo la idea de que me gustaría hacer en esta vida algo más interesante que vender acciones.
—Muy bien; entonces, entra en un bufete o estudia Medicina.
—No; tampoco me apetece eso.
—¿Qué quieres hacer, entonces?
—Holgazanear — respondió tranquilamente.
En esta novela de casi 400 páginas, la cual anticipó e influyó notoriamente en las generaciones posteriores, como los poetas beatniks, fue uno de los primeros testimonios del occidental desencantado que viaja al continente asiático para descubrir las religiones budistas de Oriente. Un Maugham más maduro se vale de todos sus recursos estilísticos para contar la historia de un hombre que rechaza la “prosperidad” en busca de una vida austera y tranquila.
Puede que El filo de la navaja sea la primera gran novela New Age de la literatura anglosajona, uno se imagina a Larry Darrell como a los Beatles cuando viajaron al norte de la india con el ashram de Maharishi Mahesh Yogi para aprender la meditación trascendental. Pero también prefigura a esos jóvenes de la clase media, que hoy abundan en los países europeos y latinoamericanos, los cuales viajan estacionalmente con documentos legales a los países primermundistas para dedicarse a la pizca.
En vez del narrador omnisciente de Servidumbre humana, en esta obra el mismo Somerset Maugham se suma a la diégesis para relatar a manera de narrador testigo el viaje existencial de Larry, pésimamente interpretado por Bill Murray en la versión cinematográfica de 1984. El gran problema de adaptar la obra de Maugham al cine, y en particular esta novela, es que las adaptaciones hollywoodenses siempre coquetean sentimentalmente con una cursilería que está completamente ausente en la prosa de los grandes escritores. La ironía cruda de Maugham se escarnece con gestos actorales impropios de sus personajes. Como ocurre con los títulos de la mayoría de sus libros, éste tiene también un doble significado de acuerdo al conflicto central de la novela. El filo de la navaja es a la par un verso del libro sagrado budista Unpanishad Kathara sobre la búsqueda de una vida espiritual, como una crítica al sistema capitalista, que hará todo lo posible por liquidarte si quieres vivir a contracorriente.
Después de viajar a la India, aprender idiomas y encontrar nuevos significados, Larry vuelve a París y se empareja con Sophie, una vieja amiga de Chicago que perdió a su esposo e hijo en un accidente automovilístico y desde entonces vive en París dedicándose a la prostitución y a ingerir todo el alcohol y drogas para terminar con su agonía. Larry ve en ella a una persona buena y le pide matrimonio. Pero la navaja no permite que el guion predeterminado de una vida sea modificado. Isabell, antigua prometida de Larry, la cual lo dejó por no querer seguirlo en su modo de vida austero, encuentra la forma de sabotear su relación haciendo que Sophie vuelva a las drogas. Son diametralmente opuestas las experiencias poéticas que uno encuentra en la novela cuando hallan a Sophie muerta y la melodramática escena que se ve en la pantalla grande cuando lo descubren. En el libro se limitan a decir:
—Supongo que sabrás que Larry ha pasado el invierno en Sanary. ¿Le has visto por casualidad?
—Sí. Estuvimos los dos en Tolón el otro día.
—¿Sí? ¿Qué hacíais allí?
—Enterrar a Sophie.
—Pero… ¿Se ha muerto? —exclamó Isabel.
—Si no se hubiera muerto no habríamos tenido ninguna razón para enterrarla.
Somerset Maugham es un excelente escritor costumbrista, retrata el lujo, la frivolidad, la hipocresía y ridiculez de la alta sociedad con la maestría con la que, en su época, lo hicieron Jane Austen, Charles Dickens o Henry James, pero en la obra de Maugham siempre hay un personaje añadido, un extraterrestre, un inadaptado decadente, que perturba genialmente el cuadro de época.
Si bien entre la clase media no suelen ser ajenos esos Larrys que, de pronto, fingen abandonar todas sus comodidades para irse a vivir a la costa oaxaqueña o a la sierra chiapaneca, en Larry esta búsqueda no es fingimiento, sino un sincero hartazgo. En El filo de la navaja, Larry irá poco a poco desprendiéndose de todas sus posesiones, regala todo su patrimonio, sus libros e incluso la ropa sobrante que tiene, pero su fin no es convertirse en un monje del Himalaya, sino que tiene el plan futuro de volver a Estados Unidos y trabajar como taxista:
—Eventualmente, me instalaré en Nueva York. Entre otras razones, a causa de sus bibliotecas. Puedo vivir con muy poco dinero; no me importa dormir en donde sea y tengo bastante con una comida al día. Para cuando haya visto todo lo que quiero ver en América deberé tener bastante dinero ahorrado para comprarme un taxi y trabajar con él en Nueva York.
—Te deberían encerrar, Larry. Estás como un cencerro de loco.
—Nada de eso. Soy muy sensato y práctico. Como conductor propietario de un taxi solamente necesitaría trabajar las horas indispensables para ganar el dinero de mi alojamiento y de mi comida y para amortizar el valor del taxi. El resto del día lo podría dedicar a mis estudios, y si necesitase ir aprisa a algún sitio podría hacerlo en mi taxi.
—Pero, Larry — le dije para tomarle el pelo—, un taxi es un valor económico como el papel del Estado. El convertirte en propietario de un taxi no serías más que un capitalista.
—No. Mi taxi sería únicamente mi herramienta de trabajo. Sería el equivalente del báculo y de la escudilla del mendigo
Al final, incluso el propio autor intenta echarle una mano para que, por lo menos, publique su libro en una gran editorial y la gente conozca sus pensamientos, pero Larry rechaza también la pretensión de llegar a las masas y se conforma con hacer un sencillo libro artesanal:
—Si quieres mandármelo cuando lo termines, creo que podría encontrarte editor.
—No te molestes. Tengo unos amigos americanos que tienen una pequeña imprenta en París y ya tengo arreglado con ellos que me lo impriman.
—Pero un libro editado así no se venderá, ni se ocupará de escribir acerca de él ningún periódico.
—No me importa que no escriban acerca de él y no espero que se venda. No voy a imprimir más que los ejemplares necesarios para mandar a mis amigos indios y a las pocas personas de Francia a quienes pueda interesar.
Hay mucho que aprender de Larry Darrell.
¡Y muchísimo más del gran W. Somerset Maugham!