Tierra Adentro
Kathy Acker, 1996 en München. Fotografía recuperada de Wikimedia Commons (CC BY-SA 4.0).
Kathy Acker, 1996 en München. Fotografía recuperada de Wikimedia Commons (CC BY-SA 4.0).

Confrontar el cáncer fue una manera de confrontarse con su yo, su pasado, su cuerpo, su historia.

Cristina Rivera Garza

Poco después de ser diagnosticada con cáncer de mama, Kathy Acker escribió “El don de la enfermedad”. Creía que se había librado de una serie de padecimientos que apenas iniciaban. Veía en su supervivencia, y sobre todo en el proceso para llegar a ella, un don: el don del aprendizaje. En esa suerte de bitácora íntima de la enfermedad habla de su inquietud frente a lo desconocido, de la relatividad de la buena salud y la mala salud. Acompaña su prosa el entusiasmo de los noventa, el espíritu New Age que se apoderó de la contracultura, particularmente de Acker, quien mostraba su negación a la quimioterapia y su preferencia por terapias alternativas, como las aguas termales de Tijuana.

El cáncer era un extraño que cohabitaba, junto con ella, su propio cuerpo: “Voy a contar esta historia como me la sé. Incluso ahora, me es extraña”. Acker sentía y miraba que su cuerpo no era más su cuerpo, sino el nido oscuro de la incertidumbre, el porqué de la enfermedad que se plantea como verdadera duda existencial en el texto.

En Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista, Anne Boyer pone de manifiesto esa extrañeza, ese doble incómodo en que se convierte el cuerpo de las mujeres diagnosticadas con cáncer de mama. Es un cuerpo que deja de pertenecerles para reducirse —o fragmentarse— en estadísticas sobre la supervivencia, datos duros, exhaustas investigaciones y demás acciones que terminan por desplazar a la paciente a un rincón, mientras el terror y la incertidumbre la consumen más rápido que la misma enfermedad. En ese mismo sitio estrecho y penoso, la misma Acker recibió, y siguió recibiendo más tarde, diversas acusaciones que la tachaban de “dejarse morir”, como apunta Boyer, por haberse negado a pasar por la quimioterapia.

Entre las pacientes de cáncer (un sustantivo que se acompaña de una espera a contrarreloj, del dolor y la desesperación contra el segundero), sobre todo quienes rechazan la sanación tradicional, deben luchar también contra la revictimización, como lo hizo Acker. Según Boyer, Acker “rechazó la quimioterapia por una serie de razones complejas que incluían el miedo a la quimioterapia, el coste del tratamiento y el hecho de que su médico afirmara que la quimioterapia no haría sino incrementar la probabilidad de recidiva en un 20%”.

No por nada los primeros párrafos de “El don de la enfermedad”, Acker insiste en las intervenciones médicas en su cuerpo como resultado del impulso capitalista por tratar el cáncer dentro de la narrativa competitiva y bélica de la cultura de su país de origen:

Según las estadísticas, en el área de la Bahía de California, donde vivía en aquel entonces, una de cada siete mujeres estaba siendo diagnosticada con cáncer de mama. Una destacada nutrióloga, amiga mía, me dijo que los expertos, extraoficialmente pronostican que estas cifras crecerán de una a tres, y que The Center For Disease Control, en Atlanta, Georgia, ha sido convocado para investigar al respecto. Nada de esto ha salido aún en los medios […] El cáncer de mama es un gran negocio para la medicina occidental. Las armas y la medicina son las principales industrias de los Estados Unidos, la investigación y el tratamiento de cáncer son los pilares de esta última.

Fiel a su espíritu anarquista, aunque agobiada por los síntomas en los 18 meses que luchó contra la enfermedad, Kathy Acker visitó a un acupunturista para escuchar otras opiniones, opiniones en las que ella confiaba, o al menos quería confiar. Sin embargo, la acupuntura no le sirvió de nada. Contra todo pronóstico, terminó yendo a uno de los hospitales de San Francisco más prestigiosos a nivel nacional. Allí, entre el personal médico que la movía de un lado a otro y la anestesia y agujas que entraban en su cuerpo, Kathy sintió una vez más esa extrañeza con la que inició todo: “Estaba siendo reducida a algo que no podía reconocer”.

Esa misma sensación de despojo persiste en el relato, infundida en descripciones que son en sí mismas expresiones exactas de un horror inefable: “Quiero describir, tan exacto como me sea posible, lo que es experimentar los métodos de la medicina convencional para el cáncer. Sin embargo, estoy omitiendo los detalles más horrorosos. Me abrocharon unas correas gruesas alrededor de mis brazos y piernas, luego las apretaron. Me recuerdo preguntando: ‘¿Por qué hacen esto?’. ‘Porque no queremos que se haga daño a sí misma’”.

¿Cómo puede hacerse más daño una paciente de una enfermedad mortal como el cáncer de mama? ¿Qué otro dolor puede recibir una mujer asediada por una enfermedad mortal e inexplicable, a la que no le permiten quedarse una noche más en el hospital por no contar con seguro médico? La misma Acker se lo pregunta. La respuesta es, también, la misma que reciben quienes confían, porque no les queda de otra, en el tratamiento de la medicina convencional: la asimilación, que en Acker suena a una resignación tan cruda como el cuerpo reducido a carne como la ven los médicos.

Es cierto que los hombres no estamos exentos de padecer cáncer de mama. No es, por más que insista la masificación de esa asimilación cultural, un asunto de mujeres. Sin embargo, resulta obvio que el tratamiento de la enfermedad no es el mismo en ellas que en nosotros. Desafortunadamente, se ha vuelto un tema que afecta las esperanzas de vida de más mujeres. En los hombres, de hecho, sigue siendo lamentablemente un tema tabú. Reconocer esto es reconocer también la experiecia de millones de mujeres que, como Kathy Acker, se convierten en pacientes del cáncer, y ser un paciente no es más que esperar a que la enfermedad ataque y termine con todos los esfuerzos puestos alrededor de la esperanza. La cultura del cáncer de mama, si es que existe algo así, no es más que la construcción de un discurso que despoja a las pacientes de su propio cuerpo.

“Cuando salí del consultorio del cirujano, pensé que estaba a punto de morir, de morir sin tener ninguna idea del porqué. Mi muerte, y por ende mi vida, serían un sinsentido”, escribe Kathy Acker en “El don de la enfermedad”. Para ella, el cáncer duplicó su cuerpo: el cuerpo antes y el cuerpo después del cáncer. El cuerpo suyo y el cuerpo del cáncer. El cuerpo que morirá sin sentido y el cuerpo que morirá con sentido. El cuerpo intervenido por discursos médicos impulsados por el negocio de la enfermedad y el cuerpo que lucha contra dicha intervención por medio de búsquedas y tratamientos alternativos. Un cuerpo que depende absolutamente de las decisiones de otros y un cuerpo en el que el cáncer hizo manifiesta la oportunidad de hacerse cargo de él. Un cuerpo, el de Kathy Acker, el de todas las mujeres con cáncer de mama y las que no, que no les pertenece.

“Un doble atemoriza al mundo, el doble de la abstracción. El destino de estados y ejércitos, empresas y comunidades depende de él. Todas las clases contendientes, sea las dominantes, sea las que son dominadas, lo veneran… pese a temerlo. El nuestro es un mundo que se aventura a ciegas en lo nuevo con los dedos cruzados”, escribe McKenzie Wark en Un manifiesto hacker. Wark y Acker se conocieron en Australia en 1995. A partir de entonces sostuvieron una relación afectiva vía correo electrónico. Faltaban dos años para que la autora de Aborto en la escuela muriera en Tijuana, el 30 de noviembre de 1997.

Para Anne Boyer, “todos estamos empezando a entender que la experiencia de género está altamente individualizada y que se mueve a lo largo de tu vida. En tu cumpleaños te ponen un vestido rosa, pero después luchas y luchas y te conviertes en una persona que es algo más que esa determinación basada en tus genitales, sobre lo que piensas que vas a ser. Pero de repente, tienes algo como el cáncer de mama y estás de vuelta en el vestido rosa. Ya la pelea por ser tú, en toda tu especificidad, contra el mundo de esta enfermedad de género: esto es parte del pantano social de la enfermedad”.

El cut-up como una técnica contranarrativa. Combinar experiencias, intercalar palabras de terror, expresiones de desesperanza, gemidos de dolor, superponer cuerpos textuales y cuerpos orgánicos. Combinar para enfatizar el desencanto frente al uso capitalista de la enfermedad. Un texto hecho de otros textos: un cuerpo cargando a cuestas más cuerpos. El texto reescrito y combinado como un cuerpo que en su enfermedad, encuentra las maneras para contarla. El cut-up como técnica que reconstruya los tejidos de un texto: social, narrativo, cultural. Propio. El cut-up como técnica narrativa para una sociedad enferma. Reconstruir el tejido por medio de experiencias superpuestas en una contranarrativa. Un texto conformado de fragmentos que compongan una biografía no individual, sino subjetiva: la creación de un sujeto construido por la experiencia a partir de la enfermedad, una enfermedad producida por un sistema, como quiere Boyer, igualmente enfermo.

Fuentes consultadas

Kathy Acker. (1997). El don de la enfermedad. Encontrado en: https://editions-ismael.com/wp-content/uploads/2018/02/1997-Kathy-Acker-The-Gift-of-Disease.pdf

Anne Boyer. (2021). Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista. Sexto piso.

Cristina Rivera Garza. (2019). Kathy Acker en Tijuana. Encontrado en: https://literalmagazine.com/kathy-acker-en-tijuana/

Entrevista a Anne Boyer (2021). Encontrado en: https://efeminista.com/anne-boyer-cancer-de-mama-libro-desmorir/