La literatura del temblor
Los acontecimientos históricos tienden a retratarse en el arte, en la medida en que éste es un modo de representación de la realidad. Con esta idea, Rocío Castro va detrás de las huellas que el terremoto de 1985 ha dejado en las letras mexicanas.
Suelo es la tierra que sostiene,
el piso que ampara, la fundación
de la existencia humana. Sin él
no se implantan ciudades ni puede alzarse el poder.
“Los pies en la tierra”
decimos para alabar la cordura,
el sentido de la realidad.
Y de repente
el suelo se echa a andar,
no hay amparo:
todo lo que era firme se viene abajo.
José Emilio Pacheco
El 19 de septiembre de 1985 a las 07:19 horas se produjo un sismo en las costas de Michoacán y Guerrero. Fue el resultado de la convergencia de la Placa Norteamericana y la Placa de Cocos. Uno de los peores terremotos que ha sufrido la ciudad de México. La magnitud del temblor fue de entre 7.8 y 8.1 puntos en la escala de Richter. Se calcula que la energía del choque de las placas tectónicas equivale a la explosión de mil ciento catorce bombas atómicas de veinte kilotones cada una, el tipo de bombas que se arrojaron en Hiroshima en el verano de 1945. La duración fue de dos minutos, tiempo suficiente para acabar con la vida de diez, veinte o treinta mil personas, nunca se supo con exactitud. Dos minutos fueron tiempo suficiente para convertir al Distrito Federal en una zona de desastre.
De ese septiembre de 1985 a la fecha han pasado veintinueve años. La generación nacida entonces está a punto de llegar a su tercera década. De los recién nacidos ese día conocemos una historia: el milagro del Hospital Juárez, que llamó la atención de periodistas tanto nacionales como internacionales que reprodujeron esta historia. El día del temblor se cayó la torre de hospitalización. El hospital quedó convertido en un cascarón de polvo y materiales de construcción. El olor a muerte reinaba en el ambiente; aun así, los rescatistas seguían levantando escombros sin pausas, haciendo túneles donde solamente cabía su cuerpo; buscaban entre la oscuridad alguna señal de vida o algún cadáver que rescatar.
Tres días después del temblor, el 22 de septiembre, las tareas de rescate del Hospital Juárez continuaban; alrededor de la construcción se escuchaban las plegarias que por momentos albergaban más esperanzas que las propias labores de los rescatistas. Uno de ellos se percató de que entre grandes pedazos de concreto había un trozo de tela que se movía; con esfuerzos alcanzo aquello y, para asombro de todos, descubrió que era Víctor Hugo Hernández, a quien desde ese día lo conocen como “el sobreviviente”. Así como Víctor logró escapar de la muerte el día del temblor, hubo otros: Juana Jazmín Arias Aguilera, Araceli Santamaría y Jesús Alberto Martínez, todos conocidos como “los bebés del sismo”.
De las muchas entrevistas que les han hecho se rescata lo difícil que fue para ellos estar marcados por esa tragedia y cómo se enfrentaron al mundo al quedar huérfanos. A lo largo de los años, algunos medios de comunicación se encargaron de plasmar las etapas de sus vidas. Como cualquier muestra de la población, estos niños revelan la situación del país; de ellos, sólo la mitad logró concluir sus estudios y tener un trabajo más o menos estable.
Del año del temblor hay mucho que decir; sin embargo, resulta interesante que de una de las más grandes tragedias contemporáneas no haya una huella considerable en la literatura. Es extraño, la Revolución y la Guerra Cristera, por ejemplo, dejaron muchos registros literarios, pero es poco lo que se ha escrito sobre el terremoto de 1985.
Puede ser que la falta de literatura sobre el temblor se deba a su origen. Los fenómenos sociales son razonados, conscientes, es por ello que producen un impacto en la composición e identidad de la sociedad, se reflexiona en torno a ellos; en cambio, las catástrofes naturales son hijas de la inmediatez, no hay tiempo para cuestionarse, son más emocionales. En este sentido, podría ser injusto comparar al temblor de 1985 con la Revolución mexicana desde una perspectiva de historiografía literaria. Puede ser que la combinación de factores que caracterizaron al temblor no sean lo suficientemente poderosos como para llevar a una reflexión y que exista un impacto que estimule la escritura sobre ello. Una pregunta pertinente es: ¿se va a dar acaso una escritura sobre el temblor del 85? Si es así, ¿a que generación le tocará registrar ese suceso?
No se puede negar que el terremoto marcó la historia del Distrito Federal. No obstante, no aparece gran cantidad de literatura al respecto, ese es el punto. La gente que vivió plenamente ese temblor debe estar entre los cincuenta, setenta años, o quizá más. Los niños nacidos ese año o en años posteriores, tienen una conciencia distinta; el impacto en sus vidas no es de una magnitud tan significativa porque su conocimiento, como ocurre a menudo con los recuerdos de la infancia, es de segunda mano. Esto podría explicar la escasa obra que encontramos al respecto en la literatura mexicana.
De los pocos textos que se pueden localizar sobre el temblor que cimbró la ciudad está No sin nosotros: los días del terremoto 1985-2005, donde Carlos Monsiváis registra la tragedia y la emergencia cívica al calor de los acontecimientos de 1985. Monsiváis escribió también Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza (publicado en 1987), que toca también otras problemáticas de la década. Sobre el tema, Juan Villoro tiene dos libros: Materia dispuesta, una novela publicada en 1996 que toca el sismo de 1985, aunque no es el elemento principal, y 8.8: El miedo en el espejo, sobre el temblor de Chile en 2010. En él hace una relación de los temblores de México y el país sudamericano.
Cristina Pacheco escribió dos libros sobre el tema, ambos un compendio de testimonios de las víctimas del terremoto: Imágenes y Zona de desastre. Marco Antonio Campos público en 1987 la novela Hemos perdido el reino (basada en sucesos reales), un amplio panorama de lo que ocurrió en el Distrito Federal los días 19 y 20 de septiembre de 1985, relatado a través de tres historias distintas.
Por su parte, José Emilio Pacheco publicó Miro la tierra en 1986. Al poetizar el terremoto y a la gente que estuvo ahí, Pacheco nos otorga una lectura en la que se trasluce la fragilidad en la que se asientan los pies en la tierra, así como el dolor de la tragedia, y trasciende la negatividad del recuerdo. En 1988 Elena Poniatowska escribió Nada, nadie: las voces del temblor, una recopilación de testimonios de quienes presenciaron el acontecimiento y padecieron sus secuelas. En 2012 la UNAM publicó una antología de cuentos titulada Un nuevo modo; en ella encontramos un cuento sobre el sismo de 1985 escrito por Alain-Paul Mallard, quien nació en 1970. Además, Arte y olvido del terremoto, el libro que Ignacio Padilla publicó en 2010, examina el porqué de la ausencia de la representación artística sobre este evento.
Haciendo una búsqueda detallada, se puede encontrar un poco más. Justamente en el año del temblor algunos periódicos y revistas dedicaron textos al tema; en ellos hay un rastro literario pequeño pero muy valioso. En el número de octubre de 1985 de la Revista de Revistas se encuentra un texto en el que Alfredo Cardona Pena, poeta costarricense que radicó por muchos años en el Distrito Federal, plasma a la ciudad y a la gente que sucumbió en ella. El poema se titula “19 de septiembre de 1985”, y dice: “Con millones de sortijas / Diamantes dormidos / Se derrumbó de pronto / Golpeada por dos vértigos / Rota quedó, goteando / Sacrificios humanos”.
En las primeras páginas del número de Proceso del 23 septiembre de 1985 se encuentra una crónica de Monsiváis en la que toca con gran sensibilidad el caos en el que estaba sumergida la ciudad; se llama “La solidaridad de la población en realidad fue tema de poder”. En la edición de septiembre de 1986 de Proceso hay dos textos literarios que rescatar. El primero es de Miguel Ángel Flores: “Cuadros para una danza de la muerte”: “El sismo construye el monumento / Al dolor de quienes jamás / Se imaginaron víctimas / Fueron rostros acicalados por el polvo”; el segundo es un poema de David Huerta titulado “Elegía del Ajusco”. En sus letras nos sumerge en una conversación íntima y profunda con el cerro del Ajusco, desde donde el narrador reflexiona sobre el temblor de 1985:
Una elegía, sí, ahora, en septiembre, por los muertos de hace un año. Viste, montaña altiva, cómo se quebró la tierra bajo los pies, bajo las camas; y cómo todo quedó al borde mismo de una sombría eternidad: la eternidad de la muerte.
Resulta interesante descubrir un libro que se publicó en 1987: El pueblo como protagonista en el sismo y la reconstrucción. Fue producto de una convocatoria literaria que lanzó el Partido Revolucionario Institucional y tenía entre el jurado al poeta nayarita Alí Chumacero. El certamen se dividía en cuatro categorías y se publicaron los siguientes textos: en poesía, “La ira de Coatlicue”; en testimonio, “Voces encontradas”; en ensayo, “El terremoto de las costureras”; en cuento “Sacudida del alma”.
Respecto al teatro, la dramaturga Estela Leñero puso en escena la obra Las máquinas de coser (1990), en la que exponía la situación de las costureras que perdieron la vida durante el terremoto y las pésimas condiciones laborales en las que se encontraban.
Cuando se cumplieron veinte años de la tragedia (en septiembre de 2005) algunos periódicos se dieron a la tarea de hacer un compendio sobre el sismo de 1985, entre ellos Milenio y El Universal, en sus suplementos culturales Laberinto y Confabulario, respectivamente. Cabe destacar, entre lo que se publicó entonces, un relato de Guillermo Fadanelli, “La visión de Magdalena” (que posteriormente se incluyó en una colección de cuentos del autor). Se trata de una narración lineal que inicia horas antes del temblor y culmina unas horas después; el narrador pasa la noche con Magdalena y, a través de esa experiencia, da a conocer su vivencia del terremoto.
Es un hecho que hay muy poca literatura del 85, y la que hay conforma una historia diseminada, como las ruinas de una ciudad derrumbada. Sus huellas están en casi todas las formas de la narrativa, pero hay que buscar, hay que rascar entre las letras mexicanas para poder encontrarlas; al igual que en el caso del 68, no existe una novela total sobre el hecho.
En “El día del derrumbe”, un cuento de Juan Rulfo, se describe un temblor de una manera que resultó premonitoria:
—Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año, sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón?
—No, fue el pasado.
—Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón, ¿no fue el 21 de septiembre el mero día del temblor?
—Fue poco antes. Tengo entendido que fue por el dieciocho.
Pero ¿qué dejó el 19 de septiembre de 1985 para las nuevas generaciones? Otra gente. Emerge la sociedad civil en otra dimensión. Y también deja simulacros a la muerte: los simulacros de sismos. ¿Y la marca de aquel temblor? El cuestionamiento sobre esta falta de literatura parte de la idea de que los hechos determinantes en cualquier cultura siempre dejan un rastro en el arte. De los textos mencionados, la mayor parte está inmersa en lo mediático; es decir, en informar y denunciar lo ocurrido. Cuando una historia es tan personal y colectiva a la vez no hay una forma definitiva de abordarla, pero tampoco se puede evadir: hay una cantidad inagotable de historias.
Monsiváis, desde el lente de la crónica, nos da otra luz sobre el fenómeno:
Así sean muy semejantes, los relatos de los voluntarios transparentan la benéfica diversidad inesperada de grupos sociales y tipos humanos unidos por el aprecio a la vida. Antes del 19 de septiembre, la frase anterior se habría calificado de “retórica”; en las semanas del terremoto, su solidez deriva hazañas, resistencia cívica, movilizaciones, la angustia del rescate convertida en parábola humanista. El dolor personal y social, la tristeza ante los muertos y las tragedias, la indignación ante la corrupción de siglos y el saqueo cotidiano, se despliegan en medio de un paisaje insólito, el de la ayuda desinteresada.
Las palabras de Monsiváis lanzan un reto para la literatura y el periodismo: la recreación de la vida humana bajo formas literarias que, además de mostrar la belleza de los procesos humanos, dé cuenta de los procesos históricos, más aún cuando se soslayan en el poder. José Saramago arguye que la historia cabe en la literatura. A propósito del sismo, Monsiváis expuso la emergencia ciudadana que fue un bastión para las transformaciones culturales y políticas que se dieron en la ciudad de México: desde los escombros la vieja retórica en torno a declaraciones o lecturas como el “aprecio a la vida”, “resistencia civil”, “hermandad” adquieren contenido de carne y hueso y conciencia.
La razón de que lo escrito sobre el temblor en los años inmediatamente posteriores a él tiendan más a un sentido periodístico responde a una necesidad de plasmar el hecho, por ello resultaría lógico que la generación que nació en 1985 y las posteriores le dieran un tratamiento distinto al tema, ya que las repercusiones en ellos se dio de forma indirecta.
¿De qué se escribe? ¿Es necesario que lo vivido tome forma? Cada suceso histórico, social, necesita de tiempo para que se interiorice, para que el acto propio marque una reflexión. En este sentido, el tiempo ha sido poco; es posible que apenas se inicie una brecha de escritura sobre él.
La escritura de estas nuevas generaciones se podría manifestar en una contemplación diferente, debido a que no lo vivieron, a que son ajenos a una condición de testigo o víctima del terremoto. Es otra la perspectiva, no hay inmediatez debido al paso del tiempo y es así como puede ser comunicable en una temporalidad nueva.
Dada la trascendencia del terremoto de 1985, sus trazos desconocidos y ocultos, la condición sísmica del Distrito Federal, los miedos, los temores, la zozobra que anida en buena parte de la población aun cuando se simula ecuanimidad, significan lecturas que pueden dar pie a una literatura de significado, pero también donde la palabra sugiera una reflexión. ¿Acaso la literatura no es promotora de conciencia?
Una cita de “Ricarda”, el cuento de Alain-Paul Mallard, hace posible el análisis del giro hipotético en la perspectiva en la escritura de las generaciones jóvenes:
Entretanto lo que quedaba de Lecumberri 87-B interior 4 altos, con sus tapetes rojo oscuro, su polilla, y sus pesados cortinajes porfirianos se terminaba de caer.
Me interesa la semana de espera en la que poco o nada puede ocurrir. Esa semana en que para Ana Laura el vacío va haciendo cada vez más terribles sus contornos. Que sólo a mí no se me permitiera subir a verla me pareció injusto, pero me lo guardé. No me quejé con nadie.
La estructura de este cuento parte de una narración de lo que vivió la abuela de un personaje, pero escrito por un segundo personaje, es decir, de lo que un personaje le cuenta al otro; ambos son ajenos al hecho: esto es, no figuran como víctimas directas.
De la generación de 1985 hay algunos jóvenes inmersos en las letras. El temblor con el que se les dio la bienvenida a la Tierra puede marcar, o no, su dedicación a la escritura, todo depende de las circunstancias por las que atravesaron y de los accidentes que los colocaron en el lugar en el que ahora están.
Es posible que esta generación, que se encuentra alrededor de los treinta años de edad, se sienta motivada a dejar huella con sus letras. Esto puede ser el inicio del tratamiento literario del tema, de la apropiación del terremoto como un leitmotiv, como un suceso constitutivo de su identidad. Después de casi tres décadas hay un lapso razonable para inmiscuirse.
Al analizar la poesía de José Emilio Pacheco que surgió a partir del sismo se observa que, aunque fue escrita en un momento muy próximo al temblor, hay una intención artística, literaria, y no informativa. Pacheco nos sugiere una lectura de la catástrofe en un panorama donde lo trágico propone otras perspectivas a la reflexión. La adversidad tiene, desde la literatura, otras lecturas para poner los pies sobre la tierra y descubrir la belleza en el apocalipsis. Pacheco convoca. En la literatura todo cabe.