Famosas últimas palabras o de cómo escribir en la lluvia
Con él muere una cara que no se repetirá.
Plinio el Joven
Cuando a Kazuo Ishiguro le preguntaron si ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) había sido una influencia para escribir su novela Nunca me abandones (2005), respondió que no. “Sé que Philip K. Dick es un gran autor, pero nunca lo he leído”, dijo con británica condescendencia, provocando las risas de los presentes.
Mi intención era contar una historia acerca de cómo el amor y la amistad juegan un papel importante en la vida de la gente, particularmente cuando saben que el tiempo se está acabando, que la muerte es un hecho. Es una metáfora de la condición humana, de lo limitado de nuestra existencia. Lo que se puede llamar la parte “Sci-Fi”, “especulativa” de la historia, fue la última pieza del rompecabezas, casi como un dispositivo que simplemente hizo funcionar el mecanismo.
Al escritor parece irritarle un poco que su novela levantara tantas preguntas en torno al futuro atisbado en sus páginas: ¿qué dilemas morales plantea la clonación? ¿Debemos mirar cómo amenaza la biotecnología o la donación órganos? Ishiguro se ajusta los lentecitos y cortésmente indica que hablar de todas esas cuestiones está bien, pero que el corazón de la historia es otro: el amor, la muerte…[1]
Todos sabemos que el corazón de historias como ésa siempre es otro: el amor, la muerte, las cosas que importan, la condición humana. Sin embargo, ¿por qué necesitó el aparato especulativo, distópico, para que funcionara el mecanismo de la novela? ¿Por qué lo eligió? Cuando Ishiguro cuenta a los entrevistadores de qué va Nunca me abandones, pareciera disculparse un poco: “Hay una comunidad de clones que existen sólo para donar sus órganos… ya sé, suena un poco terrorífico y cienciaficcionoso”,[2] me da la impresión de que teme que no le crean, quizá de que se burlen de él, autor de Lo que queda del día (1989), ganador del Premio Booker, Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres, elogiado por la revista Granta, etcétera…
Me hace gracia su pudor porque, por lo general, a quienes escriben ciencia ficción ese pudor les estorba. No tienen vergüenza.
Eso que Kazuo Ishiguro ve como un mero “dispositivo” es precisamente lo que hace posible explorar, hasta sus últimas consecuencias, el drama humano. La ciencia ficción plantea situaciones límite, consecuencias extremas, escenarios hiperbolizados que permiten observarnos desde una distancia reveladora. ¿Cómo resaltar la angustia de un padre que debe enseñar a su hijo a hacer lo correcto, a pesar de la hostilidad del mundo? Situándolos en un escenario post-apocalíptico, lleno de caníbales (La Carretera de Cormac McCarthy, 2006). ¿Cómo dimensionar la violencia inherente a toda colonización? Imaginando la belleza de Marte destruida por seres mediocres: los terrícolas (Crónicas Marcianas de Ray Bradbury, 1950). Hay que tener valor para hablar, sin que gane la risa, de marcianos verdes, el fin del mundo y robots con sentimientos. Hay que ser un sinvergüenza como Philip K. Dick para urdir las evidentes “farsas” de la invención especulativa con tal de alcanzar esa verdad que brotará de ellas, incontenible como un géiser. “Es curioso”, escribió Emmanuel Carrère en la biografía de Dick, “que nazcan de la pluma de un autor de ciencia ficción, un autor de un estilo mediocre para colmo, esos pasajes memorables que no sólo son sobrecogedores, sino que nos dan la certeza de aferrar algo esencial, fundamental. Nos hacen vislumbrar un abismo que formaba parte de nosotros y que nadie todavía había sondeado”.[3]
Con ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la historia de animales indefensos y humanos no tan humanos, Philip K. Dick plantó la semilla de una maravillosa sinergia, una necesidad expresada por quienes participaron en la filmación de Blade Runner: el deseo urgente de compartir el asombro que provoca saberse vivo, de enunciar ese misterio con los recursos más íntimos y, a la vez, más estrambóticos de la propia imaginación, tal y como hizo Rutger Hauer al reescribir apenas horas antes del rodaje de esa escena las famosas últimas palabras del replicante Roy Batty, su personaje.
Movie dying
No sé qué dirían Vielle y Joanna, las protagonistas de Tránsito (Connie Willis, 2001), al ver Blade Runner durante la “noche del picoteo”, su reunión semanal para criticar películas rentadas, atascarse de comida chatarra y escapar de la rutina que supone trabajar en el Mercy General Hospital. Tal vez juzgarían al monólogo del replicante como una típica muerte de cine (Movie dying), o sea, “Totalmente irreal. Como aparcar en las películas. El héroe siempre encuentra aparcamiento justo delante de la tienda o de la comisaría.”
La muerte de cine, según estas expertas, difiere mucho de la muerte experimentada por los pacientes con los que conviven a diario. “La gente no tiene en mente las verdades eternas cuando se está muriendo. Está mucho más preocupada por lo que se trae entre manos”, dice Vielle, que lleva seis años de enfermera en urgencias y sólo ha escuchado obscenidades: “Mierda” (la más popular), absurdos (“58”) o quejas (“No me siento bien”, “tengo frío”), como expresión última en la boca de mujeres u hombres, viejas o jóvenes, de cualquier lugar o condición.
Joanna, que se ha documentado sobre el tema, tiene algunas sugerencias que comparte con sus amigos de la noche del picoteo: “Tal vez el mejor plan sería decidir por adelantado cuáles quieres que sean tu últimas palabras y memorizarlas, para estar preparado”, como pareciera ser el caso de la elegante, misteriosa frase pronunciada por Henry James “¡Así que al final ha llegado, esa cosa distinguida!”.[4]
Quizá por eso Joanna superaría la incredulidad que provoca en los espectadores la muerte de cine y admiraría a Roy Batty por articular un discurso tan perfecto en la hora final. Después de todo, esta psicóloga colecciona en sus ratos libres las últimas palabras de celebridades, o de personas comunes que pasaron a la historia por la forma en que murieron. Quiere descubrir en ellas alguna pista de lo que sus pacientes afirman percibir en las Experiencias Cercanas a la Muerte que ella y el doctor Richard Wright (otro asistente a la “noche del picoteo”) estudian en el hospital, inyectando ditetamina a los voluntarios para simular el proceso químico que ocurre en el cerebro durante la muerte. Porque, por escépticos que sean, Vielle, Richard y Joanna están dentro de una novela de ciencia ficción; lo que quiere decir que están atrapados en un modo de narrar obsesionado con la muerte, en específico, con la definición de humanidad implícita en ella. Sobre todo cuando quienes la sufren no son precisamente humanos.
Roy Batty nunca ha estado solo ni en la rebeldía ni en el asombro. Animales, monstruos, máquinas, alienígenas, robots, e incluso personas que ya no son como nosotros, que habitan realidades incomprensibles, se han formado en una larguísima fila para obtener su certificado de humanidad frente al micrófono. Están ahí para decir qué es lo que ellos, criaturas de segundo orden, han honrado a diferencia de nosotros. Cada discurso es la oportunidad de reescribir esos “¡Mierda!”, “Tengo sed” que pronunciamos los insignificantes mortales para convertirlos en verdadero legado, en testamento. Nos dignifican y mueren frente a un número infinito de butacas vacías. ¿Sueñan los personajes con ovaciones a sus últimas palabras?
“Quiero más vida, padre”
El tiempo nunca es suficiente para nadie, pero para los androides que no tuvieron la suerte de pertenecer a la estirpe de los robots inmortales, el tiempo es una injusticia aún más apremiante: si las leyes naturales no les afectan de la misma manera, debe existir una posibilidad de vencerlo. Cuando el memento mori es un susurro permanente en el oído, la vida resulta más preciosa. Roy Batty acude con Tyrell para pedirle más tiempo y sólo obtiene una adulación condescendiente: “La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo. Y tú has brillado con muchísima intensidad, Roy”.
En la ya mencionada Nunca me abandones, los clones donadores saben que irán perdiendo poco a poco las partes de su cuerpo que le sean necesarias a algún humano verdadero hasta “completar”, es decir, hasta que de ellos quede poco que pueda desperdiciarse. Pero corre el rumor de que si dos donadores se enamoran profundamente pueden conseguir un aplazamiento. Pueden obtener más tiempo para amarse. Los lectores de la novela llegan a creer, como Kathy H. y Tommy, que es posible, y acuden junto con ellos a la entrevista, con todo y los dibujos hechos por ellos, pequeñas obras de arte que demostrarán la pureza de su corazón, la grandiosidad de su alma. Pero desde luego, el aplazamiento es un mito. De Madame, el ser superior que podría cambiar su destino, sólo obtienen compasión: “Pobres criaturas. Me gustaría tanto poder ayudarlos. Pero ahora están solos… Pobres criaturas”.[5] Tommy sufre, pero se abstiene de matar a Madame para equilibrar la balanza, a diferencia de Batty, que acaba con el cerebro creador de Tyrell ante el horror y la desesperación: el tiempo se acaba, y no hay nada que hacer al respecto.
Lo que separa a los donantes de los replicantes de Dick es la aceptación. Kathy H. ni siquiera se plantea la posibilidad de huir, de luchar contra su destino prediseñado. Kazuo Ishiguro ha dicho que le interesaba contar la reacción más común de la gente ante la posibilidad de trastocar la propia vida: quedarse donde están, encogerse de hombros, suspirar un poco y seguir adelante. Nada de Espartacos, ni de Roy Battys.
La versión fílmica de Nunca me abandones añade estas últimas palabras a Kathy H.:
“De lo que no estoy segura es de si nuestras vidas habrán sido tan diferentes de las vidas de las personas que salvamos. Quizá ninguno de nosotros entiende realmente lo que vivió, ni siente que tuvo tiempo suficiente”.[6]
Humanos, clones y replicantes, carne andante con fecha de caducidad. ¿Cuál es la diferencia?
Para la materia orgánica rebelde, el reclamo es inevitable. “¡Maldito creador! ¿Por qué me hiciste vivir? ¿Por qué no perdí en aquel momento la llama de la existencia que tan imprudentemente encendiste?”, [7] dijo la criatura imaginada por Mary Shelley a Víctor Frankenstein. Sin embargo, el reproche nunca viene solo. Ni los monstruos, ni los skin-jobs, ni los alienígenas carecen de gratitud.
En Hacedor de Estrellas de Olaf Stapledon (1937), un humano del que nunca sabremos el nombre, viaja por el universo en una suerte de expedición antropológica astral. Su mente, su conciencia, es lo único que puede desplazarse libremente de planeta en planeta e intimar con quienes habitan esos mundos lejanos. Primero se encuentra con civilizaciones humanoides similares a la nuestra, pero conforme se adentra en la negrura que separa a las estrellas descubre modos de vida inimaginables: seres-barco que navegan con velas cartilaginosas mares incomprensibles, seres musicales, hechos de sonido y luz… cada una de estas conciencias, naturalmente, tiene ideas propias acerca de la vida y su hacedor. Por ejemplo, para los habitantes de la Otra Tierra (seres similares a los humanos, pero que socializan y configuran su mundo a partir del sentido del gusto) Dios es “el sabor de la creación que invade todas las cosas”. Junto a la conciencia de Bvalltu, uno de sus habitantes, el humano anónimo conoce las facetas luminosas y oscuras de la cultura, que finalmente los conduce —como a los terrícolas— a la autodestrucción. Durante el apocalipsis de la guerra, en los violentos estertores finales de este mundo, el humano concluye dolorosamente que el Hacedor debe ser el odio. Bvalltu no está de acuerdo, prefiere elevar una suerte de plegaria en estas últimas palabras:
Oh, Hacedor de Estrellas, debo alabarte aunque me destruyas (…) si la gran compañía de las galaxias hubiese nacido por sí misma, o aun si este pequeño mundo sórdido fuese el único habitáculo del espíritu entre las estrellas, y muriera para siempre, aún así, yo debo alabar. ¿Pero si no hay Hacedor de Estrellas, qué puede ser eso que alabo? No lo sé. Lo llamaría el gusto, el sabor de la existencia.[8]
Tanto para el alienígena como para el monstruo, la existencia es sagrada: “Aunque sea sólo un cúmulo de infelicidad, la vida me es querida y la defenderé”, dice también la criatura de Frankenstein, a quien quizá deberíamos nombrar como James Whale lo hizo en su versión fílmica de 1931: “?”.
Porque “?” podría ser cualquiera. Podría ser Roy Batty salvando a Deckard de caer hacia la muerte desde lo alto del edificio Bradbury. (Aquí es obligado hacer un paréntesis para señalar que el Bradbury, una de las construcciones más emblemáticas de Los Ángeles, está inevitablemente ligada a la ciencia ficción no sólo porque comparte nombre con uno de los mejores autores del subgénero,[9] sino porque se especula que su diseño fue inspirado por una ingenua utopía decimonónica, Looking Backwards de Edward Bellamy, en la que el año 2000 es una época feliz, el futuro que deseábamos. No es posible ignorar la bella ironía que se desprende del uso de esta locación como el lugar en el que Batty habla de esa manera antes de morir, en el año 2019.[10] Volvamos a ese momento en que Roy le tiende la mano a Deckard después de dejarlo sentir miedo, lo que se siente “vivir como un esclavo”. Los sinvergüenzas de la ciencia ficción recurren sin reservas al heroísmo más cercano al mito para definir la grandiosidad humana a través del sacrificio, la piedad, y en este caso, la empatía.
Imaginemos otra vez a Vielle, Joanna y Richard viendo Blade Runner en la “noche del picoteo”:
–Siempre he pensado que, si pudiera elegir, es así como me gustaría morir (…) me gustaría morir salvando la vida de otra persona–.
–Yo quiero morir mientras duermo–dijo Vielle. –Aneurisma masivo. En casa. ¿Y tú, Richard?–.
–La verdad es que yo no quiero morirme– dijo Richard, y todos se rieron.[11]
Más adelante, uno de estos personajes pronunciará sus últimas palabras, que serán, precisamente, la salvación de alguien más. Connie Willis, otra sinvergüenza, nos obsequia en Tránsito —y en varias de sus novelas— heroínas que manifiestan ese mismo deseo. Algunas lo cumplen, otras se duelen ante la pérdida de quienes lo realizan, y es una de las razones por las que sus historias son tan caras para sus lectores. Este heroísmo resulta aún más significativo cuando redime a algún personaje que básicamente fue un idiota, un bárbaro (como Roy) o un egoísta durante toda la narración. Bradbury lo hizo en “Caleidoscopio”, un cuento en el que el culpable del desastre que perjudicará a todos los tripulantes de una misión espacial piensa en lo bueno que sería poder reparar el daño de alguna manera:
Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría. “Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro. Me pregunto si alguien me verá”, dijo en voz alta. Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
–¡Mira, mamá! ¡Mira! –gritó–. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
–Pide un deseo –dijo la madre del niño–. Pide un deseo.[12]
Quizá ésta sea una de las razones por las que algunos consideran que la ciencia ficción es para adolescentes de espíritu romántico que todavía se creen capaces de procurar el bien al otro. Consideran ingenuo pensar que al ser humano lo defina una cualidad caduca, indeseable para sobrevivir en la tierra salvaje del capitalismo. No es gratuito el temeroso pudor de Kazuo Ishiguro, ni esa la cara de que pareciera pensar, mientras pronuncia la palabra clones, “no me creerán”.
“Ustedes no lo creerían”
La inocencia es imprescindible para la empatía, y también para el asombro. Pese a todo, Roy es un inocente: durante el breve chispazo de su existencia ha sabido hallar la belleza del mundo, maravillado. Por eso dice a Deckard que nosotros, humanos ensimismados y zafios, no creeríamos lo que ha visto: naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión, rayos C brillando en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser… «Si sólo pudieras ver lo que he visto con “tus ojos”», dice Roy a Chew, el ingeniero que diseñó sus pupilas azules, ésas que —a mí me gusta pensar— son las que también miran al inicio del filme el paisaje desolador de una ciudad que alguna vez tuvo pájaros volando entre sus nubes.
Esta mirada que pone una distancia entre Roy Batty y los “humanos” también separa al protagonista de Subterranean Homesick Alien, la canción de Radiohead sobre un muchacho (álter ego de Tom Yorke) que se concibe a sí mismo como un extraterrestre al que quizá abandonaron en la Tierra. Quisiera ser abducido alguna noche, mientras va por la carretera, para poder viajar por el universo. “Le diría a todos mis amigos, pero jamás me creerían/pensarían que finalmente/me perdieron completamente//Les enseñaría las estrellas/y el significado de la vida/Me harían callar/pero estaré bien, muy bien”.[13]
Clifford D. Simak también señala esa limitada capacidad para apreciar la belleza en “Deserción”, una historia protagonizada dentro de Ciudad, su obra maestra. Fowler, comandante de las misiones de reconocimiento joviano, ya ha mandado a cinco de sus hombres a explorar la hostil superficie del planeta Júpiter, pero ninguno ha vuelto. Decide ir él mismo a buscarlos, pero ante la idea de que quizá tampoco él regrese, se lleva a su viejo perro Towser. Los dos adoptan un cuerpo joviano (“con los vientres pegados al suelo”) para sobrevivir a la atmósfera del planeta, y descubren que si los demás no han vuelto es porque este cuerpo y este lugar son mucho más amables y hermosos que los terrícolas. Pueden comunicarse entre ellos ya no como perro y amo, sino como dos seres unidos por la maravilla. Los embarga un inagotable sentimiento de esperanza:
Sí, descubriremos cosas. Civilizaciones, quizá. Civilizaciones que harían que la civilización humana pareciese ridícula. Belleza, y lo que era más importante, conocimiento de esa belleza. Y una camaradería que nadie había experimentado antes, ni los hombres, ni los perros.
–No puedo volver– dijo Towser.
–Ni yo– dijo Fowler.
–Harían de mí otra vez un perro– dijo Towser.
–Y de mí un hombre– dijo Fowler.[14]
Las cascadas de color y música de Júpiter, los Rayos C brillando en la oscuridad. La belleza de lo imposible nos recuerda que tenemos que convertirnos en otra cosa para percibir la totalidad del mundo, para empezar a sospechar siquiera algo acerca de su verdadero misterio.
Escribir en la lluvia. (OH WOW. OH WOW. OH WOW.)
Dicen que el primer recuerdo es algo que se escoge, ¿por qué no puede ser así con nuestras últimas palabras? Después de todo, necesitan forzosamente un testigo para trascender. Si nadie las escucha, es como si no se hubieran dicho. Con las palabras escritas, la cosa cambia. Podemos observarlas en el papel, y hacer que ellas nos observen de vuelta. Con suerte, se acercarán más a lo que realmente quisiéramos decir, es una paradoja: la verdad a través de la selección, del artificio, sin importar cuán sencillos sean nuestros recursos para llevarlo a cabo.
Entiendo que una de las principales motivaciones de la escritura es, y ha sido siempre, la necesidad de no desaparecer. El deseo de permanencia es característico de la especie humana. Es un impulso que atraviesa las horas felices:
Amica, esclava de Herennius, dejó su huella mientras pusimos a secar las tejas. Deftri, esclava de Herennius Sattius, imprimió su marca con la suela de sus zapatos.
Inscripciones en el techo de un santuario samnita en Pietrabbondante, Italia, siglo i d.C.[15]
Los afectos:
Nosotros, dos hombres queridos, amigos para siempre, estuvimos aquí. Si quieres saber nuestros nombres, son Gayo y Aulo.
Grafiti en el muro de un bar de Pompeya, siglo i d.C.[16]
Y las desventuras:
Cuando nazca el niño, ¿a quién llamará “padre”? ¿Alguien puede imaginar cómo me siento? No existe una tragedia como ésta bajo el cielo. Tú sólo estás en otro lugar, no viviendo una profunda tristeza, como yo. No hay límite ni fin en el dolor que burdamente escribo aquí. Por favor, lee con cuidado esta carta y ven a mí en mis sueños…[17]
Carta de la viuda de Eung-Tae Lee hallada en la tumba de éste, Andong, Corea del Sur, 1586.
A bordo del Pacific, de Liverpool a Nueva York. Confusión a bordo. Nos rodean icebergs por todas partes. Sé que no puedo escapar. Escribo la causa de nuestra pérdida para que los amigos no vivan en la duda. Quien encuentre esto, por favor, que lo publique. Wm. Graham.
Mensaje hallado en una botella en la costa de Uist, Islas Hébridas, Escocia, 1856.
13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas.
Nota hallada en el bolsillo de uno de los oficiales fallecidos en el submarino K-141 Kursk, agosto, 2000.
Este último mensaje, escrito en medio de la tragedia, ha sido encumbrado por no pocos escritores como el texto literario ideal por su economía y contundencia: “En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada”.[18] No sé qué pensar de eso. Me parece una comparación un tanto grosera, me resulta difícil equiparar el momento en que la mano ciega del marino ruso garabateó aquellas palabras con el instante en que alguien, frente a la pantalla, teclea cómodamente las sombras más tortuosas de una novela, por muy significativa o ardua que sea su escritura para el autor. Lo que sí creo es que ambos escenarios comparten una urgencia inaplazable: la necesidad de que eso que se atestigua (sea real o imaginario) no se pierda en la nada. Hay que decirlo, porque sabemos que si no lo decimos en voz alta, será irrecuperable.
Supongo que la mayoría de nosotros podríamos aspirar a transmitir la experiencia de haber sido humanos con algo así:
OH WOW. OH WOW. OH WOW
Últimas palabras de Steve Jobs según Mona Simpson, su hermana.[19]
No está nada mal. Pero el monólogo de Roy Batty representa la fantasía de poder hacer un sumario poético de la propia vida y enunciarlo en el momento preciso para que no desaparezca. “Poetry, they should have sent a poet” dice la astrofísica Ellie Arroway al tratar de describir con rigurosidad científica su viaje por el espacio en la versión fílmica de Contacto, de Carl Sagan.
La poesía contenida en las últimas palabras que Roy Batty pronunció bajo la lluvia, esa eternidad, comparten el espíritu de este fragmento de “Ewigkeit” (“La Eternidad”), un soneto de Borges:
No así. Lo que mi barro ha bendecido
no lo voy a negar como un cobarde.
Sé que una cosa no hay. Es el olvido;
sé que en la eternidad perdura y arde
lo mucho y lo preciso que he perdido:
esa fragua, esa luna y esa tarde.[20]
El regalo de la ciencia ficción, de Blade Runner en concreto, es la conciencia de que podemos ser androides rebeldes en un mundo que niega lo humano. Podemos aspirar a ser más humanos que lo humano.
Este obsequio cabe completo en las breves últimas palabras de Roy Batty. Promete que podemos escribir en la lluvia “Yo estuve aquí” con nada más que el aliento.
[1] Kazuo Ishiguro discusses his intention behind writing the novel, Never Let Me Go, en el canal Film Independent, publicada el 10 de septiembre de 2010. Ver video aquí.
[2] “Cienciaficcionoso”= “sci-fi-ish” en el original. Kazuo Ishiguro on his novel “Never Let Me Go” full show, en el canal Allan Gregg In Conversation, publicada el 17 de septiembre de 2010. Ver video aquí.
[3] Emmanuel Carrère. “Definir lo humano” (capítulo sobre Blade Runner) en la biografía Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928-1982. Minotauro, 2001.
[4] Connie Willis. Tránsito. Ediciones B, 2003.
[5] Kazuo Ishiguro, Nunca me abandones. Anagrama, 2005.
[6] Never let me go (Dir. Mark Romanek, 2010).
[7] Shelley, Mary, Frankenstein. Siruela, 2009.
[8] Olaf Stapledon. Hacedor de estrellas. Minotauro, 1971.
[9] Por favor, no tengamos la discusión del subgénero otra vez. Mejor, leer “Los subgéneros y la mirada fantástica” (leer en línea aquí) de Rafael Villegas, o “Lo que el realismo no puede decir”, (leer en línea aquí) de Alberto Chimal.
[10] Ferrell, David, “The Bradbury Sparkles as Jewel in City Landscape”, Los Angeles Times, 10 de octubre de 2002. Disponible aquí.
[11] Connie Willis, Op. Cit.
[12] Ray Bradbury, “Caleidoscopio”, en El hombre Ilustrado. Minotauro, 1969.
[13] “Subterranean Homesick Alien”. OK Computer, Radiohead, EMI, 1997.
[14] Clifford D. Simak, Ciudad. Minotauro, 1988.
[15] University of Delaware. “Revealing the hidden life of the slave in Pompeii”, Past Horizons, 20 de Septiembre de 2013. Disponible aquí.