Tierra Adentro
Obra: Alejandro Zacarías

 

Philip K. Dick creía en los universos múltiples, aquellos que ocurren simultáneamente y terminan por confundirse. De ser cierta esta idea, cada uno de esos universos cuenta con su versión de Blade Runner. Quizá en alguno de ellos, esta película se llama Gotham City (como era idea original de Scott antes de encontrarse con un mezquino Bob Kane) y se apega al guión original de Hampton Fancher.

En esta versión, el duelo final entre el sicario y el androide se resuelve así:

Tras encontrar a Deckard en su escondite, Roy le muestra el clavo que ha arrancado del marco de una ventana. Un clavo de nueve pulgadas (del largo, si le creemos a Trent Reznor, que fue usado en la crucifixión).

–Es para ti– dice el replicante. Clávalo en tu corazón. Será preferible a lo que voy a hacerte. Si tienes miedo de fallar, húndelo en tu ojo.

Los ojos, concuerdan diversas religiones, son las puertas al alma.

Sin decir palabra, el sicario dispara el láser que ha llevado oculto. La última palaba del Nexus 6 es Crap!”.

No hay monólogo, ni naves de combate. No hay Tannhäuser’s Gate.

Gracias a esta escena, que traslada a la pantalla al cobarde y traicionero Rick Deckard de la novela original, el sentido del filme es claro. Atendiendo las palabras de Dick, Gotham City es la evidencia que “lo que hace de una persona un androide es que se comporte como un androide… Cualquiera puede convertirse en uno”.

Quizá en ese universo Dick no somete a quien le llama por teléfono a un exhaustivo test para saber si se trata de un ser humano o de una maligna réplica comunista. Tal vez quien llama no debe someter, a su vez, al escritor al mismo interrogatorio, con el fin de comprobar si se trata del verdadero Dick y no de una versión proveniente de otros universos, en donde palabras e imágenes son equívocas, con significados que cunden y se expanden como virus.

Pero ese no es nuestro universo. Aquí, tras bajar al Hades en busca de su creador, Roy Batty nos dijo que los esfuerzos y memorias del esclavo se pierden como lágrimas en la lluvia.

Los Ángeles, 1982

Tras las primeras pruebas de audiencia, los memorandos —enviados por los ejecutivos de la Warner Bros— se quejaban de la falta de tetas, la deprimente música de sinagoga ejecutada por Vangelis y que, con cada pase, Blade Runner (Ridley Scott, 1982) era más deprimente e ininteligible. Los estudios tomaron cartas en el asunto, según cuenta Harrison Ford en el documental Dangerous Days: making Blade Runner (Charles Lauzirika, 2007): a mitad de la noche llamaron al intérprete de Rick Deckard y le exigieron que grabara una voz en off donde se explicaría la trama. El texto (un remedo de la voz de Philip Marlowe) fue escrito por un ghost writer a máquina de escribir en la antesala de la cabina de grabación.

Esta voz en off fue la primera de las innumerables interpretaciones de uno de los filmes más cargados de sentido en la historia del cine. Su idea era fijar una de sus lecturas: la más optimista y banal, apuntalada por el final feliz pergeñado con materiales provenientes de The Shinning (Stanley Kubrick, 1980).[1] Esta interpretación se detuvo particularmente en el duelo final entre el androide y el sicario. ¿Por qué el Nexus 6 salva al Blade Runner? ¿Qué significa eso del Portal del Tannhäuser?

El anónimo tipeador responde que en su instante final, Roy amó más a la vida. La vida de cualquiera… ¡Incluso la de su enemigo! Y buscaba la respuesta que todos buscamos: “Crap!”.

Una década después del estreno y de su fracaso crítico y comercial, los estudios “devolvieron” Blade Runner a Scott para un montaje final que consistió esencialmente en eliminar la voz en off y el final feliz. Algo innecesario: para ese entonces circulaban al menos cuatro montajes alternativos, y en fanzines, revistas y libros abundaban especulaciones e interpretaciones sobre el sentido verdadero de la cinta. La voz en off, lejos de tranquilizar a la audiencia con una predigestión de la película, convenció a las legiones de una suerte de censura. Y se dieron a la tarea de descifrar todo lo que no se dejó decir en Los Ángeles, 2019.

Blade Runner es una película que no ha dejado de editarse desde el momento en que Philip K. Dick le vendió los derechos de su novela a un entusiasta actor budista. Hoy, más cerca del año en que ocurre su acción que del día de su estreno, continúa acumulando sentidos.

Para comprender el (posible) sentido de Blade Runner hay que comprender el monólogo final de Roy Batty. Con ese fin es necesario revisitar lo que hay y lo que no hay en Blade Runner. Es decir: hay que rastrear la manera en que el monólogo se construye desde la primera toma (el texto introductorio que delimita a los replicantes) hasta lo que Hauer admite haber improvisado (…like tears in rain”), sin olvidarnos de lo que sus espectadores creemos ver en ella; hay que rever lo que estaba normado antes de la puesta en escena, más aquello que se ha sumado en esta colaboración infinita.

El caso de Blade Runner es diferente al de Star Wars (George Lucas, 1977), cuyos fans insatisfechos o impacientes se dieron a la tarea de expropiar la saga de las manos de su principal enemigo: el infantilismo de George Lucas.[2] Al punto de que no sólo han reeditado físicamente los seis episodios (eliminando, sobre todo, los retoques digitales)[3], también han refilmado secuencias enteras y creado episodios nuevos.

No: los lectores de Blade Runner operan como arqueólogos del futuro: cavan capa tras capa del filme (o de los filmes) para descubrir nuevas interpretaciones (la religiosa, la mitológica, la policiaca, la todos-son-replicantes-menos-Sebastian…) con la aspiración de que su lectura fije el sentido del filme y que al hacerlo se valide nuestra propia definición de humanidad. Al leer Blade Runner nos sometemos al test Voight-Kampff.

El modelo Dune

Asegurar que el cine es un arte colaborativo, es un lugar común hasta que se conoce la historia detrás del frustrado intento de adaptar la enorme novela de Frank Herbert, Dune (1965), a cargo del chileno Alejandro Jodorowsky.

En esos días comenzó a circular un documental[4] en donde el psicomago relata la manera en que, a lo largo de dos años (entre 1973 y 1975), fue reuniendo un equipo, no de profesionales sino de guerreros, para filmar, no una película sino una experiencia espiritual, de 14 horas de duración. Su versión de Dune iba a ser una comunión para despertar conciencias. Con ese fin, y tras encuentros de calado místico, convenció a Giger como diseñador, Pink Floyd para el soundtrack, y Mick Jagger y Salvador Dalí como los barones Harkonnen (y eso que el surrealista exigía por contrato una jirafa en llamas), entre muchos otros.

Ni el minucioso storyboard dibujado toma por toma por Moebius, ni el prestigio del elenco lograron la acogida de algún estudio y el proyecto se disolvió.

En un segmento del documental Brontis Jodorowsky (hijo del director, obligado a dos años de entrenamiento en artes marciales para interpretar a Paul Atreides, Mesías del planeta desértico) cuenta el final del filme, distinto al de la novela original: Paul muere a manos de los villanos, pero al hacerlo su espíritu se proyecta a todos en el universo. Apenas cae y en ese instante todos los seres abren sus ojos —que ahora son azules, como los del Mesías— y pronuncian “Soy Paul”. La evolución es un contagio y el Mesías una nueva especie. Jodorowsky esperaba que ese contagio espiritual revolucionase al cine y, de paso, a la vida.[5]

El cine es poesía acumulativa: las contribuciones y lecturas no sólo encuentran su sitio en el cuerpo original de un filme; al agregarse, lo convierten en algo más que la mera suma de sus partes, incluso si son contradictorias. El cine es un contagio espiritual y el monólogo de Blade Runner es uno de sus virus.

Esto, que en los ochentas era una verdad de Perogrullo, en nuestros dangerous days (tan enfermos de ©copyright y muerte del autor) ya no lo es tanto: la pertenencia de la obra hoy en día se defiende no como un legado o un fruto de la autenticidad, sino como un derecho industrial, de pertenencia sobre la comercialización de la réplica…

Se le llamaBa retiro

¿Qué es lo que hay en la película antes de la puesta en escena del monólogo de Roy? La primera imagen de Blade Runner es un texto que nos informa sobre la existencia de los “replicants”: androides “creados” (no construidos) para realizar el trabajo duro en las colonias espaciales. Se les ha prohibido descender a la Tierra bajo pena de muerte. Los cazan sicarios (blade runners), pero no se les llama ejecuciones sino “retiros”.

En Los Ángeles, 2019 palabras como “creación” y “ejecución” han perdido su peso en aras de un corporativismo quirúrgico. De la misma manera que hoy términos como “fin de ciclo”, “tendencias” o “ajuste” pueden significar el fin de poblaciones enteras.

La ciencia ficción ha visto desgastado su objetivo original (como avizora de las secuelas éticas de la gran tecnología), pues en la Tierra ha terminado por suceder el mañana del que nos alertaban las narrativas fantásticas (el Hades de Los Ángeles, 2019, no es diferente de San Juanico, 2014, y ya no es necesario desarrollar androides para trabajos extremos: las masas de desocupados están dispuestas a dejarse matar o asesinar por un sueldo miserable). En este punto, la ciencia ficción debe encargarse del siempre aquí que nos ocurre y asfixia: la discusión socioeconómica es uno de los nuevos desafíos de la narrativa fantástica.

Al analizar Blade Runner suele olvidarse que Philip Kindred Dick fue uno de los primeros cultores de esta nueva ciencia ficción. El San Francisco, 1992 de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? es el del drama humano cuando el sueño de la tecnología ha fracasado. En esta novela Dick intentó (como asegura Emmanuel Carrere)[6]una teología cibernética”, pero logró en cambio un fábula sobre la precariedad económica y laboral del futuro (nuestro siempre aquí).

Blade Runner es una película de ciencia ficción en la que sólo se ven las estrellas una vez, y su tema central es la humanidad del esclavo. En ella el ojo corporativo es el que define y valida a lo humano según las leyes del beneficio y de la productividad. 

“He visto cosas que tú, gente, ni siquiera te imaginarías…”

Para identificar a un replicante es necesario realizar el exhaustivo test que Dick aplicaba y se dejaba aplicar para convencerse de que el universo real seguía en su lugar. La prueba Voight-Kampff (mezcla del detector de mentiras de Turing y koans zen) mide, a través de una máquina parecida a un insecto, las reacciones emocionales del ojo (puerta, según diversas religiones, del alma).

Es el ojo el que condena al replicante, ya sea por la imperfección (o por la pureza) de sus emociones, y también por la manera en que el mundo corporativo lo señala. Nunca está claro el criterio que separa a humanos de replicantes, pero en Tyrell Corp no dudan: tanto el ingeniero de ojos Chew como el genetista Sebastian y Tyrell reconocen a uno de sus esclavos sintéticos apenas verlos. Aunque para el ojo del espectador son esencialmente iguales, el filme insiste en la diferencia entre hombres y más que humanos, entre amos y esclavos.[7]

Rachel (¿la primera Nexus 7?) es diferente, más avanzada porque, además del aspecto humano, se le han injertado las emociones de una privilegiada (la sobrina de Tyrell) y carece de funciones específicas (como Pris y Zhora, puta o soldado): un replicante es más perfecto en la medida que su imagen se confunde con la humana. Este engaño no busca confundir a los humanos sino “controlar mejor” a los replicantes al conformar la mirada que el replicante tiene de sí mismo: un ser incompleto a punto de ser. Quien se comporta como un humano, terminará por ser humano. Lo que hace a los replicantes falsos humanos es su esperanza vana de encontrarse a punto de ser como sus amos.

“Naves de combate ardiendo sobre el hombro de Orión…”

En Los Ángeles, 2019 las pirámides no tienen punta: la cúspide que señala el camino para ascender a las estrellas tras el faraón y que conecta a la masa con el Cosmos. Sin ella la sede de Tyrell Corp es una perfecta definición del trabajo esclavo: la tarea sin suma, desarticulada, que no nutre ni construye, sólo fatiga y aniquila.

Roy Batty y su amante Pris, junto con Zhora y Leon (y otros dos replicantes anónimos, uno de los cuales podría ser Deckard) bajan a la Tierra tras un objetivo: que su creador les dé más vida, los extraiga del tiempo limitado de los esclavos y los sume a la incertidumbre en que viven las personas normales.

Con este fin los replicantes asumen potestades heroicas que los aparten de su mera función, de su rol de esclavos (sexuales como Pris, laborales como Leon, castrenses como Zhora y Roy). Pienso, luego existo”, dice Pris cuando JF Sebastian la equipara a una máquina. Zhora se compra la serpiente que “tentó a Adán y a Eva”. Leon reúne “preciosas fotos” para dotarse de una memoria que sustituya su incapacidad intelectual. Roy se presenta como Orc, el ángel caído favorito de Satán, a quien William Blake puso al frente de la rebelión proletaria en su serie de grabados América, una profecía (1794).

Con estas identidades los replicantes se han ganado el derecho de acometer el asalto final al Cielo: han viajado desde más allá del hombro de Orión (la figura humana delineada por las estrellas) para convertirse en gente normal. Siguen la lógica del mito que va de La Odisea a Pinocho, que se repite en La última tentación de Cristo (Scorsese, 1988) y con el pequeño androide de Inteligencia Artificial (Spielberg, 2001): la imposibilidad de la normalidad. Les guía la fe de nuestros padres, esa que dice: “El Creador puede reparar lo que ha hecho”, puede devolver mágicamente al monstruo su humanidad, puede liberar al esclavo de su tiempo miserable.

Mientras escribo esto circula por los mismos canales en los que se puede bajar un torrent con el fanedit de una versión de Blade Runner con más de diez minutos de escenas descartadas[8], una foto de Raul I. Ortiz: viste un overol de mezclilla asombrosamente pulcro para quien ha atravesado el desierto de los crueles sin otro amuleto que su acta de nacimiento. Como otros 45.000 niños escuchó un mito que le hizo abandonar su natal Honduras y recorrer todo el camino hasta el Río Bravo: “Todo niño que llega se queda. Su foto no da cuenta de los avatares que debió soportar para llegar a la frontera de los Estados Unidos. La foto le muestra en segundo plano, con una sonrisa triunfal con la que observa al agente que le ha detenido y anota sus datos en una libreta mientras, apenas apoyado en su patrulla, sonríe sardónico, con su pistola a la vista, en primer plano. Raúl I. Ortiz está por abrir una botella de agua para beber otro trago, sin apurarse, pues sabe que ha hecho lo necesario para que el Portal del Tannhäuser se abra para él: tiene un acta de nacimiento, tan real como las fotos de Leon y Rachel, que lo valida como humano, ha subido hasta la cima de la pirámide sin cúspide a reclamar todo lo que cualquier niño merece.

Dijo Philip K. Dick (muerto meses antes del estreno de Blade Runner) que la idea de la novela original se le ocurrió tras leer la anotación del diario de un oficial de las ss destinado a un campo de aniquilación en Polonia:  “El llanto de los niños hambrientos nos mantiene despiertos por la noche”.

Cada vez que en Blade Runner se le mencionan a Deckard las aspiraciones de los replicantes, repite la sonrisa cínica del oficial de esta foto: sabe que la ultraespecialización del Dios de la Biomecánica ha dejado a la muerte fuera de toda jurisdicción.

“He observado rayos C brillantes…”

Que el punto culminante de Blade Runner sea un monólogo no es gratuito: la tarea que corresponde a Roy, el líder de la rebelión, es devolver al lenguaje su peso. Es un detective en la tradición del gordo sin nombre de Cosecha Roja de Dashiell Hammett: antes que el uso de su aterradora fuerza física, utiliza las palabras. La misión que se ha adjudicado es la de confrontar a los viles con sus simulacros y obtener de sus bocas la liberadora verdad. Por ello insiste en encontrarse con sus creadores y enfrentarlos con el arma de la cólera y de la ciencia: la lógica.

No es una tarea que Leon pudiese ejecutar: en su enfrentamiento con Deckard su limitado intelecto sólo le da para intentar repetir aquello que Roy predica, pero sólo le sale un “Es terrible sentir comezón y no poder rascarse”. Algo sin duda terrible si te pasa cuando llevas un traje espacial más allá del hombro de Orión. Sin saberlo, este replicante predice el monólogo de Roy (“Es tiempo de morir”, le dice a Deckard antes de su intento por hundirle los ojos, puertas del alma).

Roy no encuentra a los hombres de ciencia con los que esperaba medirse, sino a empleados corporativos cuya especialización les hace inútiles fuera de su función. Chew sólo sabe de ojos, las habilidades de Sebastian sólo sirven para crear espantosos muñecos de carne. Todo lo que colecta son las frases sueltas de su propia eulogía (“Si pudieras ver lo que he visto con tus ojos”).

Un hecho que se vuelve intolerable cuando el Nexus 6 al fin asciende a la pirámide sin cúspide y confronta a su padre: Eldon Tyrell. El empresario descarta cada una de las hipotéticas soluciones científicas de Roy para amplificar su longevidad y la de Pris. No existe posibilidad de más vida. Los rayos C que el esclavo contempló en su cautiverio sideral eran un espejismo de la liberación científica: el Creador no puede enmendar lo que ha hecho. El Dios de la Biomecánica no se interesa por los pecados de Orc, sólo se ha esmerado en que su creación cumpla con una vida útil de cuatro años: “Fuiste creado lo más perfecto posible”, “¡Disfruta de tu tiempo!”.

El beso que Roy le acomoda entonces a Tyrell (bajo la mirada del búho que ni es un búho ni es Horus, sino otra simple máquina) profana al Dios de la biomecánica en su condición divina y patriarcal (algo curioso en una cinta que ha mostrado en detalle la “plasticidad” del “retiro” de dos mujeres, y sólo permite que sobreviva la replicante que el blade runner desea.[9] Para asesinar a Tyrell (tal y como Leon estaba por hacer con Deckard) Roy le hunde los ojos, sellando su carencia de alma. Y después asesina a Sebastian, el único humano que fue solidario con su causa. Sin divinidad ni respuestas no hay posibilidad de pecado para el esclavo.

Entonces se ven, por única vez en el filme, a las estrellas. Roy las observa mientras desciende en el elevador de cristal: allá arriba no hay Orión ni Portal de Tannhäuser, sólo destellos sin sentido. Comprendemos entonces que Roy se halla más solo que ninguna criatura en el universo: cae vacío de sentido y esperanza. Debe realizar el camino de regreso al edificio Bradbury para decirle a Pris que, como está escrito, morirá el 14 de febrero del 2020.

Mientras tanto, el otro detective (el chandleriano, el de la voz en off que nos dio el primer sentido del filme) ha cosechado, y asesina a Pris (su segunda mujer retirada). Deckard triunfa como cazador de esclavos pues sigue la lógica de la línea de producción (el número de serie de las escamas de la serpiente lo lleva a Zhora, primer eslabón de la cadena) y se desinteresa de las razones de sus víctimas: dispara antes que escuchar.

Roy halla a Pris muerta, y todo lo que le queda es perseguir a Deckard con un clavo de 9 pulgadas atravesando la palma de su mano, aullando como un lobo (primero) y después preguntando si por este último crimen ha de caer en el Cielo o en el Infierno. Se solazará con la lluvia sobre su rostro mientras se mece de una ventana y luego podrá contemplar lleno de gozo el portento del sicario reducido a un guiñapo colgado de la cornisa.

—¡Qué dolorosa experiencia es vivir con miedo! Eso es lo que es ser un esclavo —le dice a Deckard.

Y después le salva la vida.

“… la oscuridad cerca del Portal de Tanhäuser”

Hasta aquí todo lo que estaba en el guión de Blade Runner (escrito por Hampton Francher y rescrito por David Webb Peoples).

Nadie admite haber introducido un Tannhäuser’s Gate en el monólogo de Roy Batty.

Es poco sabido que los mejores hallazgos de Blade Runner son fruto de la amplía libertad que Scott dio a todos los involucrados en el filme (como hiciera Jodorowsy en su malograda Dune): la interlingua de Gaff fue una invención de Edward James Olmos: sustituyó al agente chicano del guión original por un mandarín que condensaba todas las lenguas en una; el aspecto de Pris es obra absoluta de Daryll Hannah, quien se apuró a ponerse las cosas que halló en un contenedor de los estudios antes de su casting; la premura y la falta de presupuesto obligaron a usar todo lo que estaba a la mano, y así el Halcón Milenario de Han Solo acabó entre los edificios de Los Ángeles, 2019.

De esa manera, el monólogo final de Roy Batty es una creación colectiva… pero de autoría dudosa: Scott señala que el monólogo de Roy es una total improvisación de Hauer. Hauer, por su parte, dice que sólo editó el final draft de Webb Peoples, y el futuro guionista de Unforgiven asegura que no escribió nada referente a ningún portal wagneriano. Sin embargo, una de las primeras versiones de Peoples lo contiene, y seguramente Hauer leyó ese borrador, con lo que ese ¿cuerpo celeste? ¿portal temporal? ¿referencia mitológica? terminó por figurar en su último speech.

No hay ningún cuerpo celeste llamado Portal de Tanhäuser. En el mito original del poeta sajón (antecedente de Don Juan y del descenso al infierno de Dante), o en su versión escrita por Ludwig Bechstein (1801-1860) sobre fuentes del siglo xvi, este pecador redimido no se permite traspasar ningún umbral pomposo. Tannhäuser y el torneo poético del Wartburg (1842-1845), la ópera de Richard Wagner (basada a su vez en el texto de Bechstein) se limita a relatar el deambular del poeta entre el mundo subterráneo de Venus y el etéreo de la virgen María, y de ahí a una gesta poética, sin que puerta, pórtico o umbral intervengan significativamente.

Si no existe en la mitología, ni en la astronomía, ni en la literatura, ni en la ópera, ¿cómo llegó hasta nosotros?¿Fruto de la libre asociación? ¿Escritura automática? El cine es poesía acumulativa, un contagio espiritual que a veces (quizá) obra por sí mismo: ahí donde está, el Tannhäuser’s gate termina por dar sentido al monólogo de Roy Batty.

He visto cosas que tú, gente, ni siquiera te imaginarías. Naves de combate ardiendo sobre el hombro de Orión. He observado rayos C brillantes en la oscuridad cerca del Portal de Tannhäuser. Todos estos momentos van a perderse en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir: con sus partes premeditadas y aquellas que surgieron de la colaboración o de la nada, el monólogo de Roy es asombroso por la forma en que se ensambla en la película (reúne su trama y temas en unas cuantas líneas), por su dimensión elegiaca, por la manera en que explica el gesto de Roy al salvar y perdonar a Deckard, y por lo que toca y transforma en el blade runner.

El texto no es un lamento: es una exaltación y un llamado. Un contagio que moverá a Deckard a abandonar su función como sicario, su privilegio como amo y su certidumbre como humano en aras de la solidaridad. Roy no lo llama a difundir el fuego de Orc, el ángel caído, sino a oponerse a la lluvia que todo lo deslava en nombre de lo cuanto nos maravilla y soñamos, seamos amos o esclavos. Su voz cálida y triste resuena en el cine como debió resonar la de ese deportado que contó a Raúl I. Ortiz acerca del refugio para niños más allá del Río Bravo.

Lo que nos hace humanos no es la genética ni el diseño: es lo que hacemos contra la lluvia. Lo que libera al esclavo es atravesar el Portal de Tannhäuser que el mismo ha creado: esa región imaginaria que un temeroso esclavo modelo Nexus 6 contempló más allá del hombro de Orión mientras combatía en nombre de sus amos. El mismo portal que Deckard vislumbra al encontrar una réplica de papel del unicornio de sus sueños en el pasillo cuando huye con Rachel.

Y el unicornio es otro enigma: no está claro si el sueño de Deckard con esta bestia estaba o no en la edición original de 1982, antes de la voz en off y del injerto de The Shinning. Scott dice que sí, que es una escena de prueba para Legend (1985) su siguiente filme. Pero… entonces la prueba definitiva de que Deckard es un replicante viene del futuro…

No importa si Gaff sabe lo que Deckard sueña y si por ello Deckard es un replicante: importa que los sueños de Deckard se han comenzado a proyectar en otros, como un contagio, y que ese virus hace del blade runner algo más que un asesino.

Y Rachel y Deckard, como hicieron Pris y Roy, cruzan el Portal del Tannhäuser (que puede ser un umbral entre las estrellas o la puerta deslizante de este elevador), aferrados a la mínima esperanza de la fe de nuestros padres.

 


[1] Una decisión que estuvo muy lejos de ser tranquilizadora, entre otras razones por el hecho de que en ambas películas Joe Turkel encarna a deidades decadentes de pelo engominado: una en lo alto de la pirámide sin punta de la Tyrell Corp y la otra al frente del bar del Hotel Overlook.

[2] Fenómeno gozosamente retratado en el documental The People versus George Lucas (Alexandre O. Philippe, 2011).

[3] Han sido particularmente cruentos con el retoque que justifica como defensa propia el primer asesinato que comete Han Solo (también interpretado por Harrison Ford) en una cantina sideral del Episodio iv.

[4] Jodorowsky’s Dune (Frank Pavich, 2013).

[5] Un contagio que, al menos en el caso de Blade Runner, fue efectivo: Giger y buena parte de la plantilla de la frustrada Dune pasaron a formar parte de la producción de Alien (1979) el filme anterior de Scott, y es evidente la inspiración de Moebius en el universo de Los Angeles, 2019, si bien Jean Giraud se negó a trabajar en Blade Runner.

[6] En su Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos: Philip K. Dick 1928-1982, una notable biografía que asegura, entre otras cosas, que ante sí mismo Dick era un escritor realista: todo cuanto escribió le ocurrió en esta realidad… o en algún tiempo alterno.

[7] El cine es una herramienta para debatir y desanclar la sabiduría convencional que justifica desigualdades y prejuicios. Una denuncia similar a la que elabora (quizá involuntariamente) Blade Runner es la de Suture (Scott McGehee y David Siegel, 1993): un filme en blanco y negro sobre dos medios hermanos —uno blanco, otro negro— a los que todo mundo les dice que son idénticos como gotas de agua… Esta impostación de igualdad conduce a los personajes a un odio homicida.

[8] Versión Fanedit de Blade Runner aquí.

[9] En versiones primigenias del guión, tras matar a Roy, Deckard lleva a Rachel a un sitio seguro. Una vez que se sabe replicante le mete un tiro en la frente: el mismo sitio de impacto en el que William Burroughs (dueño del título Blade Runner) le atinó a Joan Vollmer cuando jugaban a Guillermo Tell en México.