Tierra Adentro
Fotografías: Melba Arellano

¿Ha caducado la cultura pop y, por ende, sus ecos literarios? El autor de este ensayo plantea que mientras para otras generaciones lo pop significó épica y ruptura, hoy en día sus seguidores suelen atrincherarse en el reciclaje.

Ante las aporías que encierra la pregunta «¿Qué es el tiempo?», Agustín de Hipona proponía una salida notable. En sus Confesiones señala: «Cuando no me lo preguntan lo sé, pero cuando me lo preguntan ya no lo sé». Frente a la cultura pop podría afirmarse algo similar. Mientras se trata de hablar de ésta sin necesidad de precisarla, parece claro dónde hay que buscarla y cuáles serían sus síntomas más determinantes: la música de masas, las tendencias de mercado —principalmente entre los sectores más jóvenes de la población—, los referentes de programas televisivos y películas que logran abandonar sus marcos originales y cruzar, transversalmente, hacia otros ámbitos de la vida cotidiana como la conversación… Sin embargo, al intentar definirla qua objeto, la cultura pop se torna una categoría inasible.

Es posible reciclar uno de los argumentos fundamentales de Wittgenstein y asumir que si la pregunta «¿Qué es la cultura pop?» no puede ser respondida se debe, sencillamente, a que está mal formulada. Acaso la perspectiva esencialista con la que se enuncia es fallida porque el pop no es un asunto de contenidos ni está integrado por un repertorio temático. De ahí el error de querer inscribir una obra en esta esfera. Éste es el caso de las novelas que acompañan su apuesta narrativa con un playlist, elemento tardío y ajeno a la escritura, que en la mayoría de ocasiones resulta prescindible. Existe otro ejemplo aún más equívoco: el poema genérico que intenta sostenerse sobre una supuesta pretensión «antisolemne», pulsión originaria sumamente dudosa que suele traducirse en elecciones estéticas signadas por la inmediatez. Citar la frase de alguna canción o mencionar algún videojuego, una serie televisiva o un texto publicitario no es más que retórica ornamental, similar a la que a inicios del siglo xx abundaba en los poemas de los futuristas italianos, quienes buscaban ser modernos a fuerza de que los automóviles, los aeroplanos y otras máquinas aparecieran en sus versos.

Lo que en décadas anteriores se identificaba como pop, antes que el reconocimiento de una particularidad, implicaba un deslinde frente a otros conceptos que habían quedado desbordados por las fisuras de la historia. Sin el contexto de la postguerra y la crisis europea, no se entiende del todo lo que hacia 1952, realizó el escultor Eduardo Paolozzi, fundador del Grupo Independiente en Inglaterra. Sus collages, que retoman las búsquedas formales de Marcel Duchamp y Kurt Schwitters, integraban anuncios publicitarios, tiras cómicas de los diarios, afiches, portadas de discos, recortes de magazines y demás objets trouvés provenientes de mercados, aparadores comerciales y desechos de la vida diaria en general. Estas piezas, que presagiaban el arte povera de una década más tarde, provocaron que el crítico John McHale hablara por primera vez de arte pop. Sin embargo, el término sólo se propagó años después en Estados Unidos, a propósito de las obras de Roy Lichtenstein, Andy Warhol y Jasper Johns. En todo caso, en el principio, la noción de lo pop no se limitaba a reflejar un contenido propio y cerrado; apuntaba a un cambio de estatus en cuanto a los materiales y a la integración de elementos que no tenían un espacio propio en el arte; en pocas palabras, dicha categoría funcionaba como una vía para tomar distancia frente a ciertas antiguallas —en primer lugar, el concepto de Beaux Arts— mediante el uso de elementos exógenos que habían circulado en otros canales (comerciales, políticos, etcétera).

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Otro tanto ocurrió en el ámbito literario, en el que los cambios generacionales no dejaron de acusar ajustes estilísticos. En «Para todas las cosas hay sazón», una crónica de 1969, Carlos Monsiváis aún podía observar a las distintas tribus urbanas que se daban cita en un concierto de rock y analizarlas bajo los términos de las «subculturas», un enfoque que ahora resultaría improcedente. El retrato que traza sobre la Onda da cuenta del vestuario de aquellos jóvenes y es poroso frente a los ademanes y las variaciones léxicas que constituían su habla privada. Si no se dispone de una definición consistente, al menos queda claro que sus expresiones acuñaban cierta parafernalia y se esperaba que ésta pudiera volverse significativa frente a un modelo centralizado de realidad social. No se trataba de ninguna transformación radical, pero al menos parecía guardar un sitio para la oposición simbólica, un contrapunto necesario ante una imagen supuestamente unitaria. Por lo menos, aseveraba el autor del texto, la Onda «quiere variar el destino facial de México, contribuir a la promiscuidad de las apariencias».

Esta revuelta gestual desembocó en la narrativa de José Agustín, Parménides García Saldaña o Gustavo Sainz, principalmente como una vocación estilística que reivindicaba la jerga dictatorial del aliviane, según la retrató el propio Monsiváis. Una variación frente a otros registros de la época, pero que no generó efectos perdurables.

Que ahora una descripción similar sea imposible abre otra senda. El pop no es algo frente a lo que estemos, sino un ambiente dentro del cual operamos. El hecho de que estemos inmersos en sus dinámicas hace imposible una visión de conjunto, y por este motivo es necesario hablar de sus estrategias más que de sus límites, confines, particularidades y líneas argumentales.

El caso de Andy Warhol puede aclarar este punto. Sus serigrafías sobre Marilyn Monroe no pertenecen a la tradición pop sólo porque la actriz represente el culmen del consumo cultural y los ideales de entretenimiento en un momento que abarca desde la Segunda Guerra Mundial hasta la década de los sesenta, cuando el rock comenzó a imponer nuevos modelos de consumo asociados con la emergencia de sujetos sociales que no habían encontrado un espacio propio. Lo crucial en el caso de Warhol es que dicho ícono se ofrecía bajo una lógica de reproducción que las tradicionales pinturas al óleo no permitían. Es decir, Warhol descentró un proceso que, durante siglos, encontró en la figura autoral su núcleo duro y lo transformó integrando una estrategia que el mercado había naturalizado. No ofreció una imagen nueva, sino una imagen identificable que funcionaba como un comentario de su propia genealogía y materializaba su lógica de producción. Paradójicamente, esta apropiación le brindaba a las serigrafías una dimensión aurática, echando por tierra los discursos de Walter Benjamin acerca de la autenticidad de la obra. Al interiorizar un comportamiento cultural, Warhol cumplía la divisa de Peter Sloterdijk en el sentido de que el diagnóstico de una época exige intoxicarse de sus mecanismos.

En el terreno de la literatura, la narrativa de Guillermo Cabrera Infante participa de una tendencia análoga. En rigor, sus operaciones textuales son canónicas. Se pueden encontrar ya en Shakespeare, Quevedo, Cervantes, o, más cerca de nosotros, en Charles Dickens, Laurence Sterne, Lewis Carrol y James Joyce. Dependen en gran medida de una serie de juegos mnemónicos que no sólo saquean la tradición literaria, sino que la despojan de su especificidad. Convierten sus referentes en materiales residuales que sólo tienen cabida en la propia obra a condición de ser satirizados.

El mecanismo de las asociaciones paródicas, su intertextualidad, la forma en que todo parece disolverse entre una red de paronomasias y aliteraciones hacen que Cabrera Infante conciba la revisión del linaje libresco como un acto caníbal, la reivindicación de una nueva vulgata, cuanto más difusa más precisa. Al inicio de Ella cantaba boleros hace de esta actitud una profesión de fe (que incluye una singular inversión de las palabras de Terencio):

No es que yo tenga nada contra la vulgaridad. Al contrario, nada me complace más que los sentimientos vulgares, que las expresiones vulgares, que lo vulgar. Nada vulgar puede ser divino, es cierto, pero todo lo vulgar es humano.

No pretende dotar de validez a las expresiones populares al inscribirlas en la literatura, sino cuestionar ésta mediante la superposición de distintos referentes. La primera exigencia no consiste únicamente en convocar recursos heterogéneos; es necesario lograr que sean equivalentes. Así sucede con las citas de autores grecolatinos o los poemas de Baudelaire o Mallarmé que dialogan con frases del bolero filin, lugares comunes de la hagiografía marxista, la publicidad radiofónica y el refranero de La Habana (el hablanero, como solía llamarlo) en la década de los cincuenta.

Este mestizaje formal está guiado por la idea del montaje cinematográfico, lo cual no es un dato menor. Su autor, un obseso de la tradición fílmica, aprovecha de modo recurrente los ecos de las películas para sus diálogos. Pero lo que conecta esta escritura con sus raíces pop es otro rasgo: su capacidad para asumir que el montaje no sólo es una técnica narrativa, sino una forma de reproducir fenómenos y mecanismos irreductibles a la esfera del texto. Son rasgos culturales que no pueden comprenderse más que a extramuros de la literatura. Su manera de consumir, propagar y apropiarse de diversos referentes representa una carnavalización, entendida como una forma de desmontar un orden y socavar estructuras. No en vano la parodia y la ironía son dos de las notas principales de la escritura carnavalesca, tal y como la concibió Bajtín.

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Para otras generaciones el pop constituyó un observatorio que posibilitaba el reconocimiento de zonas en apariencia inexploradas. Por este motivo, sus discursos se abrogaron una potencia transgresora. La reivindicación del lenguaje de la calle contra la anquilosis de la escritura, el uso de drogas de diseño, la apropiación de emblemas de la pantalla como tótems generacionales, los simulacros dionisiacos que el rock se esmeraba en prodigar, el asalto a un imaginario sexual que aún podía sacudir ciertas convenciones y la simbolización política de las vestimentas nutrieron esta imagen. Lo notable es que esta forma de narrar los hechos aún despierte ecos, a pesar de que todos estos rasgos estén completamente subsumidos por el mercado y las formas más convencionales de la representación.

Si para otras generaciones el pop participó de la épica de las rupturas, hoy se atrinchera en el pulso de los consumos multidireccionales. De ahí que cierto eclecticismo —sumamente relativo, hay que decirlo— parezca su norma. Hasta hace algunos años, los productos se dirigían a un target específico, tanto si eran deliberadamente mercadológicos o si asumían la panoplia del arte o la emancipación política y sexual. Es decir, los productos se movían verticalmente, apuntando a un blanco predeterminado. Ahora, por el contrario, deben desplazarse horizontalmente por circuitos que no estaban previstos en su concepción inicial, saltar de esfera en esfera y asumir una circulación discontinua. No pueden vivir más que pagando el precio de ser reciclables, no en sus estructuras y raíces, sino en sus usos, tramas e identidades.

Nada muestra lo anterior de modo más fehaciente que la música. Las creaciones discográficas que se dirigían a auditorios particulares hoy vuelven a circular entre grupos sociales indiferenciados, apelando a otros comportamientos y preferencias; se ligan con un mercado de la nostalgia dedicado a resucitar íconos, himnos, juguetes, vestuarios y objetos de otros tiempos. De ahí la persistencia de canciones anodinas que retornan sin más valor que su naturaleza consuetudinaria o las nuevas versiones de películas que apelan a los reflejos atávicos del público. A falta de alguna vitalidad con la que sacudir los cimientos de esta cultura, la única perspectiva disponible es la del revival. Simon Reynolds, uno de los conocedores más íntimos del pop, brinda un diagnóstico preciso al decir que éste vive una adicción enfermiza por su propio pasado. En suma, el pop ya sólo funciona como una tendencia a la regurgitación.

Es probable que este panorama sea un modelo degradado de los entrecruzamientos culturales experimentados décadas atrás, cuando campos aparentemente aislados estrecharon sus relaciones. Por ejemplo, la manera en que la televisión y el cómic influyeron en los encuadres y la edición cinematográficos. En el panorama musical, Lou Reed era el rostro de Velvet Underground, pero el sonido particular del grupo fue contribución mayoritaria de John Cale. Lo interesante es que él no provenía de las escenas del rock, sino del Theatre of Eternal Music y comenzó a gestar su estética al lado de compositores como La Monte Young y Tony Conrad —quien, a su vez, fue un instigador para el sonido de Faust y otras bandas kraut—. Al margen de los detalles anecdóticos, estos datos ejemplifican una comunicación entre campos que solían permanecer alejados entre sí. Las generaciones del bebop, por ejemplo, sólo suscitaron el interés tangencial de los compositores formales, como en las suites de jazz de Shostakovich. Una secuencia de Bird, la película de Clint Eastwood, es ilustrativa al respecto. Cuando Charlie Parker va a gritarle su admiración a Stravinsky, lo recibe una reja infranqueable y un silencio que revela el abismo entonces existente entre las zonas cerradas de la escritura (encarnadas por la composición) y las indeterminaciones de la oralidad (ancladas en la improvisación).

El pop no generó tales entrecruzamientos, pero supo albergarlos en su seno. Gracias a esto pudo acompañar los idearios de una cultura que, al no poder reconocerse en la imagen que había edificado de sí misma, construyó una superposición de versiones que pudieran ser consumidas proteicamente.

En este sentido, una novela como The Electric Kool-Aid Acid Test, que Tom Wolfe publicó en 1968, era ya caduca desde el instante de su aparición. No podía ser un fiel retrato de una época porque no ponía en juego los hábitos y gestos que la definían. Por el contrario, en aquellos mismos años la escritura de John Ashbery respondía a las relaciones perceptivas de la sociedad de masas y los intersticios de la cotidianidad. No asumía el lenguaje como epifanía estética, sino como una herramienta para recuperar materiales heteróclitos, desvaneciendo las huellas de su procedencia. «But the truth has passed on / to divide all», dice al inicio de «The New Spirit». Su estilo dio un salto cualitativo y se abrió a la multiplicidad vocal, emprendió un ejercicio exacerbado de acumulación residual supeditado a la hipotaxis.

Sólo de esta manera un artefacto textual puede acompañar a una época que no se distingue por ser estable ni legible. Después de todo, las formas se licúan y los referentes se dispersan. Este fenómeno corresponde a un cambio en el pulso real, el paso de un mundo estable y sólido a la dimensión líquida, como la llama Zygmunt Bauman.

En este escenario, a la cultura pop y sus sucedáneos literarios no les queda más que olvidar los tópicos y aprender a descifrar los abecedarios de la ambigüedad. Acaso una apuesta así sólo pueda conducirnos a un callejón sin salida en el que, tras olvidar todo o hacer que todo se vuelva olvidable, al pop ya sólo le restaría olvidarse a sí mismo. Lo cual no sería sorpresivo, pues el pop, entendido como un coto particular, se hundió en el agotamiento de una era borrada por su fetichización de lo instantáneo. Únicamente quedaría recordar las palabras de Heinrich Heine: «Cada época es una esfinge que se sumerge en el abismo en cuanto su enigma se ha solucionado».