La escritura de la novela
Ser un millennial y querer ser un autor publicado, ya no digamos con éxito, podría parecer, en principio, una contradicción. Sobre todo si hacemos caso a los medios cuando dicen que en esta generación ha disminuido el hábito de la lectura. En realidad, de acuerdo con algunas encuestas y estudios, los millennials no leen menos libros sino que leen en diversos soportes. Leen y consumen información que encuentran en internet (noticias, estadísticas, reportajes) y se acercan a otros tipos de medios (películas, podcasts, redes sociales). Buscan contenidos cortos y atractivos, es decir, presentados de una manera amable o interactiva, pero profundizan selectivamente en aquellos que verdaderamente captan su interés, libros incluidos.
En algunos medios se ha comparado su manera de leer con la acción de escanear y se habla de una forma de analizar el mundo mucho más ecléctica y con un mayor rango de visión acerca del horizonte cultural. Lo cual, claro, deja viva la duda: ¿su manera de aproximarse a los fenómenos culturales, sobre todo al leer ficción, implica un tipo de profundización similar o mejor que la de previas generaciones? Este es un gran sector del público lector al que se enfrenta el escritor en ciernes, su propia generación, y queda claro que no le será fácil captar su interés.
En la visión romántica del acto de escribir se piensa que el tema, el punto de fuga, el lenguaje y la estructura de una obra literaria (una novela, digamos) surgen de las inquietudes, preocupaciones, obsesiones o gustos del escritor, y que el escritor no debe atender a nadie ni a nada más que a su propia conciencia a la hora de tomar decisiones estéticas sobre los elementos antes mencionados. No se necesita ser un genio para saber que siempre coexisten en la mente del creador elementos que provienen de esa compleja multiplicidad de factores a la que llamamos identidad y de la realidad externa y que todo eso opera en un conjunto desde el cual se idean y ejecutan proyectos de manera consciente e inconsciente. La visión romántica rehúsa pensar de manera consciente en el posible público que recibirá la novela y, en general, en su recepción, considerando el acto mismo un sacrilegio que merece exilio de la república de las letras.
Ciertamente, se trata de algo peligroso porque, pensando fríamente, ¿cuál es el límite cuando el autor comienza con estas maquinaciones? Si se pone coyuntural, mexicano y light, escribirá una de las muchas novelas sobre narcotráfico que ya inundan las bodegas de devoluciones de las librerías. Si se pone global, sesudo y hip, entrará al montón de libros que no han dejado de imitar a Umberto Eco desde la publicación de El nombre de la rosa. Si se pone juvenil/infantil, hará cola con todos los imitadores de J.K. Rowling. O ¿quién sabe?, quizá le atine al clavo y devenga el próximo rey del bestseller culto. Por otro lado, encerarse en la celda monacal y creer ciegamente en la intuición que nos regaló una idea y nos hace creer que es una idea excelente, sobre todo si se trata de una intuición juvenil, puede que nos libre de malas influencias mercadológicas y nos ayude a preservar la autenticidad, siempre y cuando el resultado no sea una novela introspectiva de 900 páginas que, olvidemos al lector, ningún editor le va a publicar a un escritor que comienza.
Entonces, ¿pensar o no en el público a la hora de escribir? Comentar la idea con amigos y con personas que consumen literatura pero que no necesariamente leen exactamente lo mismo que el autor (incluso con conocidos y enemigos) puede ayudar a centrar el proyecto. Saber qué están escribiendo nuestros pares y qué hay en las mesas de novedades no está de más. Lo mismo digo de dejar que alguien lea un capítulo o dos. Y luego está eso de «querer hablarle a mi generación», o a la generación que hoy en día es joven. En cuyo caso sugiero que el autor, si no es millennial, ponga clara atención a los temas que interesan a ese grupo y a su manera de leer. Junot Díaz no es millennial, de hecho pertenece a mi generación, pero su obra y su mito han resonado muy bien con los más jóvenes (dicho sea de paso, con cualquiera que quiera alcanzar el Olimpo literario; un libro de cuentos con buena crítica y luego una primera novela que gana siete premios, incluyendo el Pulitzer y el National Book Award, por no hablar de la fama, el impacto de su novela y la beca MacArthur).
Luego están todas esas fuentes a las que el escritor joven recurre sin falta: las clases de escritura creativa, el taller, los libros sobre escritura, los decálogos, las clases universitarias, los diarios, los anecdotarios. Hasta hace pocos años sólo existía la Escuela de Escritores de SOGEM (Sociedad General de Escritores de México) que, a juzgar por su página web, se encuentra en proceso de restauración tras una serie de tropiezos, pero han surgido otras opciones: la Escuela Mexicana de Escritores, el Programa de Escritura Creativa de la Universidad del Claustro de Sor Juana y, la más reciente, Skribalia (escuela global de escritores en línea). La ventaja de las últimas dos es que ofrecen cursos en línea y, por tanto, los escritores de otros estados de la república se pueden beneficiar de sus clases. Los grandes aportes de estos centros de aprendizaje son la posibilidad de encontrarse con otros escritores, ya sean maestros o alumnos, que con su retroalimentación ayudan a centrar nuestro proceso creativo y el proyecto que traemos entre manos; el establecimiento de un ritmo de trabajo y de una disciplina constantes, con miras a terminar una obra, y el networking que puede desembocar en contactos cercanos a la industria editorial. Sin embargo, desde mi punto de vista, hay que tomarse con tiento estas intentonas pedagógicas. El alumno hará bien si al inscribirse tiene claro que nadie le puede «enseñar» a escribir. Por más cursos que se tomen, si el escritor no está dentro de nosotros, jamás lo estará. De igual manera, hay que entrar con la firme idea de alejarse de los dogmas de los maestros, quienes consciente o inconscientemente forjan a sus alumnos «a su estilo y semejanza». Al final, las mejores escuelas del escritor siguen siendo la lectura y la escritura. En mi caso, para poner un ejemplo, la mejor escuela que he tenido han sido mis largas horas como traductor literario, buscando la palabra justa en nuestro idioma, tratando de hacer sonar bien a Oscar Wilde o a Thomas Hardy en la lengua de Cervantes.
Me parece que dar en el recorrido todos los pasos que he mencionado puede ser bueno, porque ¿cómo escribir y para quién? no son preguntas sencillas, y las preguntas complejas requieren de muchas cavilaciones y de muchas caminatas. Pero ahora voy a tirar por la borda todo lo que he dicho. En realidad el recorrido se debe hacer siempre y cuando esté uno preparado para, al final, olvidarse de todo y sentarse de nuevo frente a la página en blanco. Porque en última instancia no hay recetas ni nadie nos enseña a escribir, si acaso a leer, a leer no solo en los libros sino a leer el todo, y eso no se logra sentado en el escritorio. El recorrido es importante porque así le hacemos trampa al cerebro, lo que se quiere olvidar se transforma en nuestra mente y contamina el espacio creativo de donde saldrá la novela. Esa sintonía de la mente creativa es la que finalmente alcanza el tono perfecto para escribir, una conciencia clara del momento presente. Y de ahí sí, me parece, hay muchas más posibilidades de que surja una novela auténtica que se enganche con el espíritu de los tiempos.