Tierra Adentro
Ilustración por Isabel del Vallle

Hace algunas semanas, tuve la oportunidad de impartir un taller de cuento breve en el Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla, cuya finalidad era acercar a las internas a este género literario y que crearan sus propios textos.

El proceso para ingresar a Santa Martha es rutinario: solo podía entrar con hojas, plumas y cuadernos. Después de cambiar mi identificación por un papel que avalaba mi identidad para poder salir, pasaba por una revisión y me colocaban un sello de tinta invisible. Atravesaba las primeras rejas junto con la coordinadora y avanzábamos hasta llegar al patio de actividades, entrábamos a pasillos grises y extensos donde nos encontrábamos con mujeres vestidas completamente de color azul o café. Algunas pasaban con indiferencia, otras nos veían con curiosidad, unas más saludaban y había otras, de mirada dura, que nos inspeccionaban preguntándose qué hacíamos en su territorio. También había algunas madres con niños pequeños, lo que le daba cierto toque acogedor al sitio. Pasábamos dos o tres rejas más, en donde mostrábamos el sello para seguir avanzando, y subíamos unas escaleras.

En el transcurso sobresalían murales hechos por las internas, y en gran parte de los dormitorios había ropa y cobijas tendidas entre lazos y palos que asomaban de pequeños orificios, exhibiendo la poca intimidad sobrante.

Una vez en el área de talleres y clases, era cuestión de dar unos pasos más hasta el salón asignado. A éste, amplio y con numerosas sillas, llegaban mujeres tan diferentes en edad como en apariencia física e incluso nacionalidad. Las dos más interesadas desde el inicio fueron Aída «Spica», una mujer de la tercera edad, y una muchacha muy joven, de no más de veinticinco años. La intriga de saber por qué estaban ahí era grande, pero fue una incógnita que permaneció sin respuesta. Finalmente, nos había reunido el interés por la literatura, por aprender y escribir. Conversamos sobre las características y la estructura básica del cuento, sobre las obras que conocían, y al hablar de Sherezade, descubrí que los libros y la literatura ya eran parte de la vida de varias. Algunas veces nos interrumpía el barullo propio del sitio que entraba por las ventanas siempre abiertas.

Entre textos teóricos de escritores como Onetti o Bosch, cuentos de Rulfo, Cortázar, Arreola y Quiroga, la charla fluyó. Incluso tras leer “El guardagujas”, nos enfrascamos en un debate político. Para acercarlas a la literatura contemporánea, lleve textos de autores como Iliana Vargas, Gerardo Lima, Laura Baeza (de las favoritas) y Gabriel Rodríguez Liceaga. Todas participaron leyendo fragmentos y comentando, en especial Spica y su joven compañera, quien nos mostró la biblioteca en una ocasión, pues trabaja ahí.

El último día del taller debían llevar textos escritos por ellas. Spica fue la última en leer, y su texto resultó realmente maravilloso. En el clímax, se le quebró la voz y soltó algunas lágrimas, me miró y yo le sonreí, queriendo abrazarla. Ella continuó leyendo. Escribió sobre la espera y la incertidumbre, sobre un asesinato enmascarado de suicidio, sobre la solidaridad que se crea entre mujeres, pero también sobre el encono que surge en el aislamiento. Al terminar, se sentó de nuevo entre una oleada de aplausos y frases de apoyo.

En «La escalera azul», Spica nos toma fuerte de la mano para llevarnos hasta la intimidad de su celda y de sus sentimientos, nos muestra las incomodidades que la rodean y los deseos que tiene de recuperar la libertad. Nos mira de frente, a los ojos, y nos muestra la entereza que aún late dentro de ella a pesar de llevar más de una década tras las rejas. Las palabras de esta mujer nos muestran con fidelidad cómo es la vida en reclusión, cómo se vive el encierro. Y es precisamente ahí, en Santa Martha Acatitla, donde comenzó a pintar y escribir: ella afirma que «La libertad es un arte». Y no está equivocada.

Valoro inmensamente esta experiencia, la oportunidad de intercambiar puntos de vista, pensamientos y reflexiones, más allá de la literatura, que involucraron cada aspecto de nuestras vidas. También estoy muy agradecida con las instituciones que hicieron posible este taller que, definitivamente, es una labor cultural necesaria.

La reiterada gratitud de las participantes fue, además, un gran aliciente. Cualquier acercamiento al arte es liberador. En este caso, una breve aproximación a la literatura generó lazos empáticos, un intercambio y una reciprocidad de aprendizaje en un sitio donde el aislamiento es la norma.

Yo solo espero que, ahí dentro, las palabras y las letras sigan generando lazos, hermandad, cariño, puertas y ventanas por donde asomarse más allá de las paredes y los barrotes. Y que éstas les permitan, a su vez, conocerse y comprenderse, a sí mismas y a las demás, a fondo.

 

Lola Ancira


 

 

Soy Antígona, hija de Spica, la estrella más grande de la constelación de Virgo, nací en el siglo XX, un miércoles. Hoy es viernes, 17:00 horas.

En el comedor de la crujía E, Martacatitla me lee el tarot. Del maso de cartas me dice que barajee, que parta tres veces en forma de cruz con la mano izquierda y que saque una carta. Mira la carta. Dice: “La muerte te protege”. Exaltada, repito: “¿Muerte?”. La miro asustada.

—No es tu muerte… Es la otra. Llévale un cigarro o una manzana y con fe pídele que te conceda tu libertad.

—Sí, eso haré —contesto convencida.

Martacatitla mira las cartas, se las acerca a la boca, les da un soplido, desdobla un paño rojo, las envuelve y las guarda en el bolsillo de su chamarra azul.

Terminamos la sesión. Se despide. Al levantarse del asiento frío de lámina agrega:

—Luego me platicas qué tal te fue.

Su aspecto es desaliñado: poco más del metro y medio de estatura, cabello grisáceo entreverado por finos rizos cortos despeinados, su tez blanca manchada de paño, y los dientes que le faltan, marcan sus quizá cincuenta años. Padece de gastritis crónica que la pone de mal humor frecuentemente; huele a hierbas y al caminar se contonea, pues cojea un poco de la pierna izquierda.

La sesión de tarot fue muy corta. Me sorprendió que, sin preguntar nada, había mencionado mi libertad, y que “La muerte” estaba presente.

Mi mente se llenaba de preguntas: ¿libertad? Igual a búsqueda. ¿Muerte? Igual a efecto infalible. Raro, ¿no?

Creí que quizás no era muy acertado confiar en unas cartas, así que dudé un poco de la lectura de Martacatitla. Pensativa, me dirijo a la celda.

17:30 horas. Al fondo del pasillo del dormitorio está pintada en la pared la imagen de una muerte. Grande, de semblante cadavérico, de sus orificios destella una luz fosforescente impactante, con una mueca espantosa. Lleva una hoz sostenida como un báculo, soportando su osamenta cubierta con una capucha negra. Toda vestida de negro, no de azul como Martacatitla.

No sé cuánto tiempo lleva ahí pintada, pero más de once años, sí. Está deteriorada, pero al mismo tiempo su mirada y enormidad hacen que se te ponga la piel de gallina. Me inquieta lo que la adivina Hécate (así le decíamos las Antígonas a Martacatitla) me había dicho. Lo que más anhelaba en este mundo era conseguir mi libertad, así que me apuré a llevarle a “La muerte” el cigarro, pero al sacarlo de la cajetilla pienso: “¿Cómo llevarle un cigarro? Es malo para la salud. Si fumas, te mueres. ¡Ay, tonta! Pero si ya está muerta. ¿La manzana? Ella se la dio a Adán, y semejante embrollo en el que nos han metido. Llevando más de dos mil años cargando con la emancipación, y lo que falta. Martacatitla me mintió, es una charlatana”.

Dentro de la celda azul siento la humedad. A finales de octubre, las noches comienzan a ponerse frías.

Vestidas de negro, igual que “La muerte”, llegan las Creontes. Estruendos de candados y cadenas cierran las celdas. Mi corazón se ha estremecido durante once años, con sus noches y sus días, cada vez que se escucha ese estrepitoso despertar. ¡Se cierran las celdas, señoras!

Las noticias en la tele: más muerte, desaparecido, muertos sin hoz que los sostenga. Antígonas llorando por sus hijos, nietos, esposos. Feminicidios. Pan y rosas.

Apago la televisión sentada en mi camarote sobre un colchón de hule espuma que parece una galleta por lo delgado que está. La lámina fría traspasa la galleta y congela mi espalda.

Frente a la litera hay otra lámina que hace la función de mesa empotrada en la pared. Allí escribo. En un recipiente de plástico puse a germinar un chayote, parece que va creciendo bien, ése apenas tiene dos meses privado de su libertad, pero está en buenas manos: las mías, que además de pintar, tratan de escribir.

Es agradable estar cerca de la naturaleza, aunque sea de esta manera. Acrecienta mi deseo de estar afuera, en la calle, en un parque aunque sea.

Trato de dormir. Siento un vacío en el estómago. Voy a la zotehuela. Está el refrigerador imaginario de la celda. Es el estanque de agua que tiene el lavadero del lado izquierdo, que usamos para lavar la ropa, los platos y los tenis, la verdura, etcétera. Y sólo encontré manzanas rojas de remordimiento, verdes de culpa, amarillas de soledad. Lloro. ¡Pinche Martacatitla, eres una farsa!

Sábado. Estruendo de cadenas y candados. Las de negro abren. Otro día más, otro día menos. Día azul. Recuerdo mi sueño: aparece la “Justicia”, semejante a Aldonza Lorenzo, la Dulcinea del Toboso, escondiendo su tristeza, sin venda, con los ojos bien abiertos cargando la balanza de un lado llena de Creontes y del otro llena de palomas blancas emprendiendo el vuelo hacia una luz muy brillante. Hacia Dios.

Me levanto y preparo un café. Salgo estoicamente, la miro, me hace pensar en “mis muertos”. Son los que me protegen. Creo en los milagros como Coatlicue, que da y quita la vida: es la encarnación de los procesos cósmicos, representa lo contradictorio. En su figura se integran todos los símbolos importantes de la religión y filosofía de los aztecas. Al igual que la Medusa y la Gorgona, se trata de un símbolo de la fusión de los opuestos: el águila y la serpiente, el cielo y el inframundo, la vida y la muerte, el afuera y el adentro, la moralidad y la amoralidad, la belleza y el horror, la manzana y el cigarro.

Así como la virgen de Guadalupe (Tonantzin) cuando concibió a Jesús. Tienen mensajes de vivir. Coatlicue cuando una pluma de ave se posó en su abdomen, y la Tonantzin cuando se le apareció un ángel. Antígonas hermanas de la Coyolxauhqui, representando la fragmentación del cuerpo material y espiritual. Siento que estamos muertas pero vivas, muertas que hablamos desde los muros. ¡Pronto seremos libres!

En el baño coloco un cable largo con una resistencia eléctrica en forma de espiral dentro de un bote de cuatro galones lleno de agua para que se caliente y así poderme dar un baño a jicarazos, como lo hacían nuestros antiguos, que no conocían las modernas regaderas. Aquí sería un lujo que funcionaran las llaves de agua caliente y que pudieras darte una ducha.

Ahora que sea libre, bueno, que deje de estar “privada de la libertad”, pasaré una hora debajo de la regadera sintiendo el agua sobre mi espalda encorvadas; dormiré en un colchón normal, abriré un refrigerador, una ventana y una puerta como lo hacía antes. Soñar es válido, eso es ser libre.

El “pase de lista”: “Antígona”. “¡Presente!”, le contesto a la de negro (igual que la pintada en la pared). Tres veces al día mencionan mi nombre y tres veces ponen un puntito con pluma. Somos mil seiscientas Antígonas. Esto se repite a las 8:00 a. m., a las 14:00 y a las 20:00 horas. Verifican que estemos vivas… ¿o muertas?

Se escuchan gritos en el segundo nivel. Me encuentro en el tercero, el último. Escucho la voz quebrada de otra Antígona gritando: “¡Jefa, jefa!” (así les hablamos a las de negro que nos custodian). “¡Jefa! ¡Ay, jefa! ¡Por favor, venga!” Más gritos, bullicio, gritos: “¡Está muerta!”.

“¡Se colgó!” Mi corazón se paró dos sístoles, también yo me iba a morir del susto. Horror, el cielo y el inframundo, suicidio. Autodestrucción, interrupción. La escalera azul de fierro servía para sostenernos a todas las Antígonas que vivíamos en ese dormitorio, la impresión, el dolor, la incertidumbre, la tristeza y el miedo se distinguían en nuestras miradas. Sufríamos y bajábamos desesperadas, llorando, gritando. No sabíamos bien qué había pasado.

Después de un gran rato (veinte minutos que nos parecieron veinte horas), llegaron las de negro. Acordonaron el pasillo y esperamos aterradas. Esperamos. Pero para mi no es extraño esperar, he esperado muchos años. Once. Esa Antígona no quiso esperar más. Conoció el Hades. Disminuyó la importancia de que fuera sábado, jueves o x día. La luz no era azul, era gris. Así pasaron varios días. Olía a narcisos y violetas, olía a muerte, ocurrió un deceso.

La saudade duró poco.

Parece que el azul que quiere decir “del color del cielo sin nubes”, quinto color del espectro solar, regresara a su naturaleza. Existir. Todas actuamos estoicamente.

Al poco tiempo corrió un rumor entre los muros azules: “No se suicidó, la mataron.” “Fue un homicidio.” El asesino priva de la vida porque significa que es él mismo el que desea morir.

Había un manejo cauteloso de la información para que las Antígonas no nos enteráramos de lo que había sucedido. Las voces que se oían decían que su compañera de celda la había asfixiado. Decían que la habían encontrado boca abajo, con la venda que tenía atada al cuello, y que era imposible que se colgara a esa altura. Tenía golpes en el cuerpo. Chismes. Porque nadie vio nada, nadie más que los expertos en la materia: “los peritos”.

En este ambiente de perfiles vulnerables y delincuencia se puede especular fácilmente. En este caso me hubiera gustado que viniera Agatha Christie o el inspector Poirot, pues ellos hubieran descubierto el crimen.

Constaté que le tememos a la muerte. Apagarse o dejar de vivir. Lo he sentido en el encierro, el encierro te enseña muchas cosas. Pero entender la muerte es algo sobrehumano…

La vida es el estado del alma después de la muerte. Duración de las cosas. Ascesis. La muerte está pintada en la pared y se llevó a una Antígona. ¿Le habrá llevado un cigarro o una manzana? Quién sabe. Pasó el tiempo y ya no le pude contar a Martacatitla cómo me había ido. Se la llevaron de traslado. Ella siguió leyendo el tarot.

Nunca sabré cuando voy a morir. Es algo parecido al no saber cuándo voy a salir de aquí, nada más que a menor escala. La libertad es una faceta del ser. Es un arte. Es inmaterial pero visible. Visible porque adentro es azul y afuera de colores. Pronto dejaré de pasar lista…

 

 

 


Autores
(Querétaro, 1987) es autora de los libros de cuentos Tusitala de óbitos, El vals de los monstruos, Tristes sombras y Despojos.
Aída María Blanco Pedrero tiene 64 años de edad y desde hace 12 años está recluida en Santa Martha Acatitla. Sobrelleva el encierro leyendo, escribiendo y pintando: es aquí donde descubrió su vena artística, enfocada en diversas mitologías y en lo místico. Lo que más anhela de la libertad es poder reunirse de nuevo con su hijo y su nieto, a este último le escribe fábulas.
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"Alebrije", por Lunita Lu, 2008. Imagen recuperada de Flickr. CC BY-NC 2.0
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