“El mar y veneno”, “El hospital de la transfiguración” y “Los motivos de Caín”: la ciencia al servicio del dolor
La ciencia sin conciencia es
la perdición del alma.
François Rabelais
Porque el médico también es…
pero: ¡ahhh! No se lo digas a nadie: es el criminal.
“Palinuro de México”, Fernando del Paso
Para mi padre:
piedra que formó en el agua de la vida
esta ondulación de mi existencia.
I
Visito a mi padre en el hospital luego de que se le ha sometido a una cirugía del corazón. Su aspecto es débil y en su cuerpo hay numerosas heridas; la incisión en el pecho es, por supuesto, la más importante. Aunque no la veo por los vendajes, la intuyo con tanta fuerza que comienza a palpitar en mi propio pecho como una premonición, una cicatriz que nunca ha sido herida; árbol llegó a ser árbol sin pasar por el estadio de semilla.
Para él, este trance ha sido un golpe por demás duro; pero, para el doctor que lo atendió (jefe del área de cardiología del hospital), representó apenas un día más en la oficina, por usar una expresión común: sus manos están más que acostumbradas a explorar el cuerpo humano y hallar la solución a los problemas que se puedan presentar en este. Su amplísima experiencia, a pesar de su corta edad, me tiene aquí, en esta habitación, y no en un velatorio. Una vez terminada la intervención, el grupo de médicos, como una orquesta, recoge sus instrumentos y vuelve a su día a día.
Del otro lado de la ventana, un panorama conurbado detiene la vista en su caída hacia la nada: las calles mismas, los puentes y los callejones, son un intrincado sistema de venas y arterias de concreto que, con la misma facilidad que las que en este momento imagino dentro de mi padre, colapsan al menor descuido. A unos pasos de aquí, las vías del tren, que en este momento no consigo imaginar sino como una sutura metálica, vibran con el paso de un convoy cuyo destino ignoro. Tan mayúsculo todo, con sus dimensiones fuera de control; aquí adentro, sin embargo, junto a un cuerpo al borde de su propia caída, me parece mínimo. Hoy el cuerpo de mi padre, su dolor y su existencia, son la medida de todas las cosas.
Miro a ese hombre postrado en la cama y en él me reconozco, me adivino. Un día, quizá, también tenga que estar yo ahí; mi sangre es una calca de su sangre y ya él, antes de mí, obtuvo de su padre este delgadísimo lenguaje líquido; un antepasado nuestro (que en este momento no alcanzo ni a imaginar) sigue recitando en nuestros cuerpos “el poema universal que es el transcurrir de la sangre por las venas del hombre”, como asegura el maestro Revueltas.
Mi padre habla con una voz tan débil que, por un momento, lo desconozco; más que palabras, de mi padre identifico tonos. Narra su experiencia en el quirófano como una larga estancia entre telas de las que no era posible salir por más que lo intentara. Se sentía, dice, a merced de los doctores y, aunque deseaba salir corriendo, no le fue posible. “Secuestrado”, afirma, “me sentía secuestrado”. Ahora flota en una “pleamar de calma”; sabe que lo que hicieron los doctores fue tratar de salvarle la vida y lo lograron. Toda su angustia, su animal desesperación de allá dentro (cuando no sabía qué estaba sucediendo) y aquí (ante el conocimiento de que lo hicieron por su bien), se abre lentamente en una flor de gratitud.
Imagino entonces la escena: mi padre sobre la plancha del quirófano, inmóvil, con el pecho abierto como en ofrenda, con los doctores interviniendo esa pila bautismal donde se me dio una vida: su corazón. Saben exactamente qué hacer, a dónde ir y cómo avanzar con tiento por esa milimétrica orografía que son las venas y las arterias de mi padre. Aunque quizá no es el momento (¿cuándo, entonces, es ese momento?), imagino también todas las venas y arterias que se han abierto, explorado y devastado a lo largo de la historia para, al fin, entender ese misterioso recorrido, casi a ciegas, por las entrañas de un ser vivo. Lo que le sucedió a mi padre no es sino una exégesis de un dolor antiquísimo, inagotable. En este cuerpo que ahora observo, los doctores han aprendido algo que, muy probablemente, emplearán en su próxima cirugía. Para que mi padre viviera (ahora lo comprendo con una claridad abrumadora), muchos otros hombres, incluso animales, tuvieron que morir de las peores formas posibles. Somos el dolor de otros, siempre.
II
En un mínimo estado de consciencia (aunque no descarto la posibilidad de que solo haya sido un sueño), mi padre se sintió rodeado por los doctores, preso. Vio a un hombre acercársele, escalpelo en mano, y, aunque quiso moverse, no le fue posible.
Esa sola imagen, descontextualizada, sin un antes y un después, no ofrece muchas pistas sobre las intenciones del hombre. ¿Qué pretendía: sanar o dañar? ¿Iba a investigar el origen del dolor para aminorarlo o, por el contrario, iba a provocarlo? El área de trabajo común entre el torturador y el médico es el cuerpo; a veces, el primero se separa del segundo solo en cuanto a intenciones. Estamos, pues, frente a dos individuos “enjaulados”, como señala Foucault en El nacimiento de la clínica: se hallan en una situación común, pero no recíproca; lo que uno hace sobre el otro no podrá ser devuelto. Se forma entonces una “pareja” médico-enfermo, como señala el filósofo francés, o, en todo caso, controlador-controlado, un binomio sujeto por hilos tan finos y tan vitales como las arterias.
Partamos del supuesto de que aquel que blande el escalpelo no desea, stricto sensu, causar dolor a su compañero, a su pareja en la ya mencionada jaula; anhela, por el contrario, hallar la cura para cualquier mal que pueda aquejarlo. No obstante, los caminos que ha de recorrer para llegar a esa meta son similares a los que transita el torturador, aquel que desea infligir dolor por el dolor mismo: devastar la carne, el músculo y el hueso hasta dar con el punto exacto de su búsqueda (lo que conlleva, invariablemente, dolor). Es decir, se recorre prácticamente el mismo camino, aunque con una meta distinta en mente. Amén del paliativo que puede representar la anestesia, si es que se usa, ambas intervenciones necesitan de una carne abierta, expuesta: vulnerable.
La tortura y la cura, más allá de su cercanía fonética, coinciden en más puntos de lo que se podría desear. Después de todo, ambos, torturador y sanador, pretenden conocer a cabalidad el cuerpo humano para, así, extraer de él la mayor cantidad posible de información (que después, quizá, se use en otros cuerpos). Ambos desean, en esa jaula, estirar la cuerda de la existencia al límite máximo, para lo cual no es suficiente un mero estudio del cuerpo en estado muerto, una disección, sino que se necesita abrir el cuerpo cuando aun está lleno de vida (es decir, una vivisección).
Según afirma el neurólogo García-Albea, es probable que nuestros ancestros practicaran la vivisección (también llamada disección in vivo) con el propósito de destruir al rival y a la presa en la caza, no necesariamente con intenciones de conocimiento morfológico “benéfico”. En otras palabras, buscaban conocer a fondo el funcionamiento del cuerpo y sus componentes, pero no para curarlo, sino para destruirlo con mayor eficacia. La búsqueda es prácticamente igual, aunque el objetivo es otro. Al fin y al cabo, se busca conocimiento y este será extraído en mayor cantidad por quienes posean mayor pericia, mayor experiencia y, por lo tanto, técnica.
La técnica, nos dice Octavio Paz en El arco y la lira, es un procedimiento y, como tal, vale por su eficacia, en la medida en que es posible su aplicación repetida. En consecuencia, su valor dura hasta que surge un nuevo procedimiento. Por cada nariz acomodada con pericia, por cada órgano curado, por cada hueso devuelto a su lugar, debe haber otros miles detrás con los que se experimentó. El dolor es la moneda de cambio que se paga para, en algún momento, erradicar el dolor mismo o llevarlo a su mínima expresión.
De alguna forma, el médico busca (hasta la “perfección”) no invadir el cuerpo más allá de lo necesario; persigue la intervención suficiente apenas para sanar, no para matar. Debió aprenderlo como explorador del cuerpo, de aquella “sencilla maquinaria de las articulaciones modelada con paciencia infinita”, en palabras de Stanislaw Lem. El médico pretende, hasta cierto punto, lograr la “escalofriante frialdad mecánica” que Shusaku Endo describe.
Una frialdad similar posee quien tortura. Ambos (curador y torturador), para una “correcta” ejecución de su labor, deben practicar antes en organismos similares que sigan, de preferencia, con vida, ya que el conocimiento que brinda la disección es limitado. Se necesita apreciar el órgano aun con vida, palpitante, in vivo.
No son pocos los registros de vivisección en humanos. Herófilo de Calcedonia experimentó con los sentenciados a la pena capital, gracias a las facilidades otorgadas por el rey Ptolomeo. Erasístrato, de igual manera, tuvo a su disposición pastores y condenados a muerte para abrirlos, inspeccionarlos, entenderlos. Resulta lógico pensar, entonces, que muchos de los avances de la ciencia médica se han pagado con el dolor inenarrable de los seres humanos más vulnerables o “diferentes” (acaso sinónimo de “menos valiosos” o “culpables”, en ciertos contextos).
De hecho, J. Marion Sims, el médico estadunidense llamado “padre de la ginecología moderna”, ha sido también acusado de perpetrar experimentos por demás crueles sobre esclavas negras para acelerar el desarrollo de su área de estudio y atender, posteriormente, a mujeres blancas. ¿Es Marion Sims un héroe o un sádico? Según Harriet A. Washington, en su obra Apartheid médico, la respuesta depende de a quién se le pregunte: a las mujeres blancas o a las negras.
Hoy, la pregunta la hago yo y la respuesta es simple: ese joven doctor es un héroe porque salvó a un hombre. Ignoro si allá afuera, en algún punto, alguien piensa en este mismo doctor en otros términos y, aunque no quiero considerarlo, estoy seguro de que su conocimiento (por decirlo de alguna manera) se regó con sangre.
III
El grueso de los avances médicos se ha visto acompañado, desde hace tiempo, por una fuerte discusión ética y legal. Se experimenta en seres vivos para, más adelante, curar a otros seres vivos, ¿pero quién decide qué individuos deberán sacrificarse en aras del avance de la especie? Esta, indudablemente, es una pregunta de no sencilla respuesta. Michel Foucault señala en un apartado de El nacimiento de la clínica que, durante la guerra, se tenía acceso a innumerables objetos de estudio, ya que, al verse rebasados por la cantidad de heridos, los empíricos recibieron carta blanca y abundante material para experimentar.
En una situación tan convulsa como lo es un conflicto armado, ¿quién vigila lo que se hace?, ¿quién supervisa que la intervención planeada sea prudente y, sobre todo, ética? Al fin y al cabo, el cuerpo es, en sí mismo, un sangriento campo de batalla, como señala Washington; es moneda corriente en el caos de un segundo campo de batalla. Además, en el contexto de la guerra, se puede experimentar sobre “el otro” (ese ser paradójicamente idéntico al que emprenderá la vivisección) porque la disyuntiva ética puede reducirse o desaparecer del todo. Él es el enemigo, el distinto; valdrá la pena usarlo para investigar el cuerpo y aportar un grano de arena al noble avance médico. Sacrificarlos a “ellos” para aprender a curarnos “nosotros”; en ocasiones, la tortura de unos es la investigación necesaria para la cura de otros.
A ese respecto, en la década de los 50, se escribieron tres obras literarias donde el cuerpo humano (otra vez, como campo de batalla) se enlaza con la guerra y las libertades que esta ofrece para la experimentación: El mar y veneno, de Shusaku Endo, Los motivos de Caín, del Maestro José Revueltas, y El hospital de la transfiguración, de Stanislaw Lem. En dichas obras, especialmente en la primera y en la tercera, se plantea el dilema ético que conlleva la vivisección. Durante el mismo conflicto bélico, la Segunda Guerra Mundial, tanto Shusaku Endo como Stanislaw Lem plantean la pasmosa facilidad con la que es posible experimentar en seres humanos mientras el mundo se desmorona.
En la obra de Endo, un grupo de médicos japoneses (entre ellos, los doctores Toda y Suguro) tienen la consigna de experimentar en algunos de los soldados norteamericanos que han sido capturados. Si bien sus intenciones no pueden ser calificadas de “aviesas” (ellos mismos se niegan a creerlo así), este procedimiento tiene una implicación ética: allí, en la plancha del quirófano, amén de las diferencias de bando, hay un ser humano condenado al mismo sufrimiento que los médicos japoneses pretenden erradicar en el futuro. Sus intenciones, podría decirse, son nobles, aunque sus medios resulten cuestionables. Su propósito no es el dolor por el dolor mismo, sino el dolor como ruta hacia la extinción de este.
En la obra de Lem, por su parte, se aborda en menor medida la experimentación con un enfermo mental al que someterán a un procedimiento sumamente doloroso en aras de descubrir el origen (y, por ende, la posible cura) de un mal hasta entonces poco explorado. Como en la obra de Endo, estas actividades carecen de vigilancia, ya que, allá afuera, el mundo se cae a pedazos. A partir de esa cuota de dolor (la pagada en la obra de Endo y de Lem), se intuye que la ciencia médica avanzará; los futuros aquejados por esos males tendrán más probabilidades de ser curados. ¿Son, entonces, héroes o villanos los médicos que realizan estos experimentos? Otra vez, parafraseando a Harriet, dependerá de a quién se le pregunte. Es de notar que ambas obras se publicaron con apenas dos años de diferencia: la de Lem en 1955 y la de Endo en 1957, cuando la herida provocada por la Segunda Guerra Mundial aun supuraba con fuerza.
Resulta curioso, por otra parte, que en el mismo año de la publicación de El mar y veneno, aunque en una latitud lejanísima, José Revueltas publicaba Los motivos de Caín, una de sus piezas más breves y demoledoras. Las premisas también son similares (no solo el año de publicación ni el que, según sus propios autores, estén basadas en hechos reales); ambas novelas abordan las capacidades del cuerpo humano ante el dolor, en un contexto bélico. Mientras que Endo propone una premisa anterior a la de Revueltas (experimentar para salvar, no para dañar), este último se enfoca en el tratamiento del cuerpo desde el punto de vista de la tortura.
Apreciado el hecho desde las terminales nerviosas, poca diferencia hay entre el suplicio sufrido por los soldados estadunidenses en la obra de Endo, el paciente psiquiátrico en la novela de Lem y el joven comunista torturado en la pieza de Revueltas: todos ellos padecen dolores aciagos, indescriptibles, aunque las intenciones de dicho dolor varíen entre uno y otro. Mientras que los primeros sirven como puente hacia un futuro más prometedor en medicina, el último (el joven comunista de Revueltas) sufre una tortura sin mayor intención benéfica. Antes bien, se trata de un procedimiento nutrido por los avances de experimentos anteriores, una técnica depurada a partir de la repetición en otros seres vivos.
Michel Foucault nos dice también, en su obra ya mencionada, que, cuando hablamos de enfermedades y muerte, indudablemente estamos frente a la posibilidad de grandes lecciones (sobre todo, en las instalaciones de un hospital). Más adelante, el autor habla de este esquema como una pedagogía donde se aprende, claro, a partir de la experimentación con los enfermos. Si para Carlos Monsiváis, como lo expresa en Apocalipstick, el maltrato animal representa la pedagogía de la violencia (ese espacio no físico donde aprendemos a ser crueles con los humanos, considerando esta la máxima expresión de la crueldad), podríamos decir que el cuerpo es el lugar donde se gradúa el médico, pero también el torturador. No en vano, otra vez, ambos comienzan sus experimentos con animales. Entre sus recovecos yace la respuesta a futuros males, pero también la incógnita de si esto, el desmantelar un cuerpo en aras de conocerlo y aprender a repararlo, es correcto. Borradas las fronteras entre cordura y piedad, ¿por qué no experimentar y crear una técnica que sustituirá todas las anteriores? Repetir hasta perfeccionar.
Shusaku Endo, Stanislaw Lem y José Revueltas ofertan escenas similares en sus obras: la ciencia relacionada con el dolor (aunque, en una de esas obras, sea para causarlo sin más finalidad que el sufrimiento y, en las otras dos, con la intención de descubrir las causas de un padecimiento y probar la resistencia del cuerpo humano). Una vez dentro de los laberintos donde circula la sangre, parafraseando a Lem, en aquella arquitectura de huesos y tendones, es a veces difícil distinguir al arqueólogo del saqueador de tumbas.
Quizá por ello, en las tres obras mencionadas, quienes participan o son testigos de las intervenciones al cuerpo cambian para siempre; se encuentran imposibilitados de volver a ser quienes fueron. El doctor Suguro, uno de los médicos que participó en las vivisecciones a soldados norteamericanos, no resiste haber participado en dicho acto; esto lo lleva no solo a prisión en algún momento, sino también a un feroz y autoimpuesto ostracismo en un pequeño poblado rural. El capitán Jack Mendoza, protagonista de Los motivos de Caín, también se halla desterrado, aunque de manera más agresiva: ha desertado del ejército norteamericano; tras presenciar la tortura del joven comunista, ha decidido no involucrarse más y escapar. Stefan, el joven médico de Lem, cambia radicalmente a partir de la intervención y, al final, se halla a la deriva. Los tres personajes (Stefan, Suguro y Mendoza), después de formar parte de un equipo que usa la ciencia sobre un cuerpo (hasta matarlo), se refugian en el anonimato, en una perpetua huida: se adivinan miembros de un cuerpo más grande, uno destinado al dolor, ya sea para salvar o para condenar.
Los tres parecen tener una repulsión inicial hacia el procedimiento que practicarán, porque entienden que ahí (en la plancha del quirófano, en esa jaula en la que han sido encerrados prácticamente contra su voluntad), hay un ser vivo, sintiente, como ellos. Cada incisión en la carne ajena es una incisión en la carne propia; se dan cuenta de que la distancia entre el científico y el conejillo de indias es mínima, acaso un ligero volantazo del destino. No aceptan su parte en ese binomio, en esa prisión, y escapan (aunque, en el caso de dos de ellos, se les pueda leer también como próceres de la medicina, miembros de un grupo de avanzada). Seguramente alguien los vería como héroes y alguien más, como villanos; depende de a quién se le pregunte (pero la historia es escrita por los vencedores y, para vencer, hay que seguir con vida).
IV
Después de la experimentación, viene el conocimiento: desmontamos para entender. Una vez adquirida la información (en este caso, la composición del cuerpo y su comportamiento bajo ciertas condiciones), se registra para futuras referencias. Pero, ¿qué hacer si la información fue obtenida de formas que podrían considerarse poco éticas? ¿Esa información debe usarse o desecharse?
En un artículo de la BBC1, se narra el dilema ético al que se enfrentó la doctora Susan McKinnon: necesitaba ayuda para concluir una operación, por lo que recurrió a un libro llamado Atlas de anatomía humana, de la autoría de un médico austriaco llamado Eduard Pernkopf. El uso del libro en cuestión resulta moralmente ambiguo porque, para su composición, el doctor Pernkopf (quien estuvo relacionado con el movimiento nazi) usó cadáveres de personas ejecutadas en los campos de concentración.
¿Habría podido encontrarse esa misma información en otra fuente con un pasado “menos oscuro”? Según la doctora McKinnon, no, ya que la información, brutalmente detallada, no se halla en ningún otro material (al menos, no con tanta precisión). Una de las bondades de este libro, de acuerdo con la cirujana, es que ayuda a descubrir cuál de los muchos nervios pequeños que recorren nuestro cuerpo están potencialmente causando dolor. Esta última palabra, desde mi punto de vista, es clave: el dolor se presenta solo en seres vivos, ya no en cuerpos. No es descabellado, entonces, suponer que el mencionado Atlas es un testimonio de vivisecciones. Ante eso, ¿qué hacer? Para el rabino Joseph Polak, profesor de Derecho de la Salud (y también, pequeño detalle, sobreviviente del Holocausto), el libro es un enigma moral porque “deriva del mal, pero se puede usar al servicio del bien”.
No puedo evitar preguntarme, por un instante, si el doctor que atendió a mi padre conoce el manual de Pernkopf. La vida de mi padre continúa avanzando porque alguien ya había trazado, con sangre, la ruta.
V
No es nada nuevo ni, tristemente, digno de sorpresa: el grueso de las curas que conocemos (las medicinas, los paliativos y remedios que tenemos a mano) ha sido, previamente, probado en otros seres vivos (no solo humanos). Y a este respecto, ¿qué pensamos? Estefanía, personaje de Palinuro de México, decide odiar a alguien más para no entender, para no dejarse devorar por la terrible verdad de que “la medicina ha avanzado gracias al número infinito de experimentos que tantos y tantos investigadores han efectuado con animales”. Así, prefiere ponerle rostro y apellidos a la deuda ética con millones de animales y humanos que han sido sometidos a experimentación para hallar las curas que nos tienen aquí. A ese otro personaje es a quien odia con fervor.
Pero, ¿qué hacer con quién obtiene el conocimiento que salva tantas vidas? ¿Se le levanta en hombros o se le castiga? En El mar y veneno, los personajes reciben una sentencia condenatoria por sus acciones (aunque es probable que su saber, nacido a partir de la experimentación con soldados norteamericanos, se siga usando). De esta manera, se limpia, al parecer, la consciencia de una sociedad; pero los avances generados a raíz de esos experimentos permanecen, sirvieron: crearon una técnica. El fusil reemplazó al arco, sin importar a cuántos se colocara en el paredón de la ciencia médica para probar dichos avances.
Se lee en un artículo de Mary Solano que la ciencia (en todas sus expresiones) resulta siempre un proceso social. Este tiene influencia y, a su vez, es influido por la organización social (o, en todo caso, por su crítica). Hacer ciencia, nos dice, es estar involucrado como actor, consciente o inconsciente de ese proceso social y político.
“Yo no he hecho nada”, se repite con locura Suguro al finalizar una de las tres vivisecciones planeadas, pero después se da cuenta de que su inacción no lo convierte por defecto en un hombre “bueno”: es, lo quiera o no, un actor más sobre el proscenio níveo del hospital. Jack Mendoza tampoco “hace nada”, pero este no hacer lo coloca, sin que pueda hacer algo al respecto, en el lado de los victimarios. Además, ambos, a final de cuentas, son tan intervenidos como los que sucumbieron. Mismo caso para Stefan. Para estos tres hombres (hundidos hasta el cuello en una decisión por demás difícil), la vida, la inacción, no es sinónimo de bondad: hacia donde se muevan, cualquier decisión que tomen los convertirá un poco en victimarios. Quien conoce el cuerpo humano y se decide a intervenirlo, se torna un toro en tienda de porcelanas: lleva la destrucción a cuestas.
Nuestra presencia en este mundo cuesta vidas, cuesta dolor, cuesta sufrimiento. En El mar y veneno, Shusaku Endo se plantea una disyuntiva similar: ¿cuántas vidas se salvarán a partir de este suplicio? ¿Existe una matemática del dolor, algo que justifique las acciones realizadas en otros seres vivos? De nuevo (nunca suficiente), dependerá de a quién se le pregunte: al salvado o al conejillo.
Tanto Suguro como el capitán Jack Mendoza y el mismo Stefan, al final de las historias, están imposibilitados para seguir, como si su cuerpo ya no les perteneciera, como si alguien lo hubiera intervenido con la finalidad de explorar o descubrir algo. Quizá para desembarazarse del dilema ético al que indudablemente se les ha expuesto, el médico Toda (otro de los responsables de la vivisección) le dice al doctor Suguro que son, acaso, instrumentos nada más de la humanidad, del tiempo. “Tú y yo estamos en este hospital en concreto en un momento concreto de la historia y por eso hemos tomado parte en la vivisección de un prisionero”. “Si la gente que debe juzgarnos se encontrara en la misma situación que nosotros, ¿crees que harían otra cosa?”. Toda comprende que no es más que eso: un instrumento, un chivo expiatorio al que, al término de la guerra, se le enviará a prisión para purgar las culpas. Será ese “alguien” a quien Estefanía odiará para negarse a entender que su vida (la de todos nosotros) se erige sobre el dolor de otros, muchas veces sin rostro ni nombre, desterrados de su propio cuerpo y de la historia.
Visto desde ese punto, Jessica, la enfermera militar encargada de torturar a Kim (el joven comunista al que Jack Mendoza pretende ayudar), es también un instrumento más. Sin embargo, ¿es esto suficiente para expiarlos? Y nosotros, ¿cuánto de esto comprendemos? Somos actores (quizá meros extras, pero actores al fin y al cabo) en esta voraz pieza de dramaturgia. Encerrados en esta jaula, sin saberlo, ¿quién es víctima y quién victimario? La respuesta es un enigma moral, acaso un koan del dolor.
Quizá algún día, como concluye Suguro al final de El mar y veneno, tendremos que responder (aunque ya hayamos traspuesto el límite, como Jack Mendoza; aunque pretendamos hacer mutis y marcharnos de la manera más silenciosa, como Stefan; como el hijo que ve a su padre dormir en la cama del hospital, aun con vida).
- Baker, Keiligh. “Eduard Pernkopf: el libro de anatomía nazi que los cirujanos todavía usan”. BBC News, 24 de agosto de 2019, en www.bbc.com/mundo/noticias-49410385.