Donde todo se gasta, donde todo perece.
Hace muchos años que no se veían lluvias como las que tuvimos este año, el verano volvió regular la lluvia de la tarde, como decía mi padre que fue en su infancia: mañanas frescas y soleadas en las que se juntaban las nubes que se oscurecían hasta que avanzaba la tarde y soltaban su carga. La satisfacción de los agricultores pasó en cuestión de semanas a la preocupación por perder sus sembradíos ahogados en tanta abundancia.
En el ejido en el que crecí volvió a tener una corriente continua el arroyo que, antes de este año, solo llevaba agua después de una lluvia —una turbia corriente que bajaba de la sierra colmada de basura y que apenas escampaba volvía a ser un hilo de agua entre las piedras—. Fui a caminar en ese arroyo, entre las jarillas profusas de hojas, entre las flores amarillas de la mala mujer y la lustrosa verdolaga vi el agua cristalina correr. Oí la corriente mansa en la que se reflejaba el sol de mediodía y percibí, sobre todo percibí, el olor fresco del arroyo en el que se conjugaban los ecos de las coníferas y los encinos de la sierra de la que bajaba, de las jarillas, de la lama y las plantas acuáticas y de las ranas que aguardaban entre las piedras. Metí mis pies en el agua fresca, sentí las partículas de arena arrastrada entre mis dedos. De pronto ya no estaba en un mediodía del verano de 2022, sino muchos años antes. Mi madre me sostiene de las axilas y me para sobre la arena, el agua fría casi me arrastra, mis tías que entonces eran casi niñas todavía, lavan ropa usando grandes piedras como talladores, detrás de ellas mi abuela, madre de mi madre, toma de un bulto las prendas que les da a sus hijas.
No tengo más de tres años. Mi abuela me sonríe y con los dedos húmedos acaricia mis mejillas. Veo la corriente cristalina correr entre mis dedos, camino entre la arena y las piedras pulidas por el agua. Mi madre me alza de un brazo cuando llego en medio del arroyo y casi caigo por la fuerza, que es poca aunque suficiente para mi pequeño cuerpo, casi me tira. Mi mamá y las tías se ríen, mientras yo cuelgo de un brazo de la mano de mamá; la abuela dejó de sonreír y muestra preocupación por lo que pudo haberme pasado.
Volvemos a la casa de la abuela que está a unos pasos del arroyo —tanto así que, para mi hermana y para mí, lo llamamos, mi hermana y yo, el arroyo de la abuela—, viven en la orilla del ejido. Camino detrás de mi madre, las jarillas y las demás plantas son para mí enormes —es tan distinto el mundo cuando se ve con los ojos de la infancia—.
La abuela atiza la estufa de leña, nunca, ni en esta temporada que es evidentemente veraniega, la deja apagarse y sobre la puerta por donde le echa los leños deja su taza de peltre, cubierta de humo, con alguna de sus bebidas —así le decía ella a las tisanas que preparaba con alguna de las yerbas que el abuelo le traía del monte—. Sobre la estufa calientan agua que echan sobre una bandeja. Me desnudan y me suben a la mesa para bañarme en esa bandeja, con una taza vierten sobre mí el agua, mientras juego con el sobre de champú, que tiene la forma de una almohada muy inflada, una pequeña almohada plástica llena de un líquido verde que cabe en mis manos —por eso sé que no tenía más de tres años, todavía cabía en esa bandeja sobre la mesa—.
Así pude constatar las inmensas posibilidades de la memoria sensible de la que habla Proust, del despliegue de continentes enteros del pasado que vuelven a nosotros no por el deseo consciente de reconstrucción de ese pasado, sino porque son despertados por una impresión sensorial. El té y la famosa magdalena se citan siempre cuando se habla de la obra proustiana, pero no son los únicos, ni siquiera los primeros que se observan en Por el camino de Swann, ejemplos de esa memoria sensible y la forma en la que la despiertan sensaciones, antes de la magdalena están, por ejemplo, las posturas en la cama del narrador que lo llevan de un lugar a otro, de un espacio a otro de su vida, espacios que en ese momento de la lectura —si se trata de la primera vez que se lee En busca del tiempo perdido— poco dicen, pero que son fundamentales en la vida del personaje-narrador y en la construcción de esa obra monumental que es la novela de Marcel Proust.
Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado antes, se oye o se respira de nuevo, a la vez en el presente y en el pasado reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, en seguida se encuentra libera la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas y nuestro verdadero yo, que a veces desde mucho tiempo atrás, parecía muerto pero no lo estaba del todo, se despierta, se anima al recibir el celestial alimento que le aporta. Un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre, liberado del orden del tiempo. Y se comprende que este hombre sea confiado en su alegría; se comprende que la palabra «muerte» no tenga sentido para él; situado fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro?
Así me encontré en el arroyo en este verano, estaba en el arroyo hoy, a mis treinta y tantos y estaba aquel niño, aquel infante que todavía se aferraba a los brazos de su madre y que la pequeña corriente podía llevarse. Fenómenos análogos hemos tenido a lo largo de nuestras vidas, el pasado es traído hasta nosotros desde espacios que creíamos que no existían por un olor, por un sabor, por el color de una nube, y ese momento llega hasta nosotros como si lo volviéramos a vivir. Para percibir esos estados no es necesario leer a Proust, pero, al menos en mi caso así ha sido, haber leído En busca del tiempo perdido me ha permitido estar más atento a esos estados.
La obra proustiana surge de esas revelaciones, el narrador de su novela —quien en un solo momento, en los siete tomos que la componen, declara su nombre propio, que es el mismo que el del autor: Marcel; solo una vez utiliza un nombre propio el narrador en el más de millón doscientas mil palabras que utiliza— dice que se ha dado a la tarea de escribir una obra para recuperar el tiempo, para traducir esas revelaciones de la memoria en literatura. —Sobre el asunto de la materia de la obra en El tiempo recobrado existe esta acotación que corta con las especulaciones sobre quiénes son los personajes que recorren las páginas de los siete tomos: En este libro donde no hay ni un solo hecho que no sea ficticio, donde no hay un solo personaje con «clave», donde todo ha sido inventado por mí según las necesidades de mi demostración […], y es quizá en este punto, más que cuando el narrador dice llamarse Marcel que es sobre todo Proust, el autor, quien habla—.
Esas primeras páginas de Por el camino de Swann en las que el narrador se la pasa acostado —más de treinta cuartillas en las que se rebuja en la cama— se deben, más que nada, a que en ellas, en las diversas posturas que toma y en las sensaciones —y a través de ellas las trasposiciones temporales— se puede apreciar el fenómeno nemotécnico que sirve de cimiento a En busca del tiempo perdido: cada cambio de postura en la cama evoca las sensaciones de otro tiempo cuando se tomaba esa postura, así se repasan episodios de la vida del narrador —que son anticipaciones de espacios y personajes con los que se habrá de tener profundo conocimiento a lo largo de los siete tomos—. Así el narrador recrea su infancia cuando aguardaba al beso de despedida y sufría ante la posibilidad de no tenerlo, o si lo obtenía de que su madre iba a partir; ya en esos momentos Proust ofrece la personalidad que caracteriza a su narrador: alguien incapaz de vivir en el momento presente —sufre por anticipado basado en sus imaginaciones de lo que sucederá o, una vez ha ocurrido un evento, lo rememora una y otra vez; imaginación y memoria son las claves no sólo para entender la psique del narrador, sino de toda la obra, que surge de la imaginación y la memoria: […] su encanto sólo a distancia sólo a distancia me resultaba visible […] pues residía en mi memoria y en mi imaginación—.
Esta característica de la personalidad del narrador es palpable en toda la obra, desde el beso de la mamá que le es negado y que después le dan cuando creía que no lo tendría, hasta la fiesta en casa de la princesa de Guermantes, está y no está en los sucesos —de todo el universo de personajes que recorren su París, Combray, Balbec y todas sus páginas uno de los que actúa menos es justamente quien nos cuenta su vida y el mundo que ha visto y ha perdido: el narrador—; los diversos amores que él tiene (la duquesa de Guermantes, Gilberte, Albertine) se manifiestan en esa anticipación-imaginación que antecede al encuentro y en el desinterés una vez se consigue el encuentro —en Albertine, en torno a quien giran los tomos antepenúltimo y último (La prisionera y La fugitiva o, dependiendo de la edición, Albertine desaparecida) se transfigura por los celos, otra forma de la imaginación, que hacen que el narrador termine privándola de libertad; su fuga y muerte también son narrados por esa sensibilidad incapaz de vivir los sucesos, a menos que sea anticipándolos o rememorándolos—. Esta condición perceptiva, que es, a fin de cuentas, la única que tenemos para conocer ese mundo, en uno de los puntos en los que es posible apreciarlo mejor es a través de la muerte de la abuela en El mundo de Guermantes —las traducciones nos han hecho perder el paralelismo entre el título del tercer tomo y el primero: Du côté de chez Swann y Le côté de Guermantes: los dos caminos que definen los paseos del narrador cuando niño y que van a ser los dos polos en los que se mueve: el arte y el gran mundo—, el narrador la anticipa por gran parte del libro esa muerte, para despacharla en unas cuantas líneas:
En aquel momento, mi abuela abrió los ojos. Me precipité sobre Françoise para ocultar su llanto, mientras mis padres hablaran a la enferma. El ruido del oxígeno se había apagado, el médico se alejó de la cama. Mi abuela había muerto.
Una muerte que sigue apenando al narrador después que la narra —no se puede pasar de vista que todo cuanto acontece ha ocurrido en el pasado, salvo, quizá el momento en el que comienza la narración: Mucho tiempo he estado acostándome temprano; así que incluso la muerte de la abuela es recuperada de un punto en el pasado—, que reverbera por los siguientes tomos de la obra; así, por ejemplo, en Sodoma y Gomorra se puede leer:
Mis pensamientos solían centrarse en los últimos días de la enfermedad de mi abuela, en sus sufrimientos, que yo revivía e incrementaba con ese elemento más difícil aún de soportar que el propio sufrimiento de los demás y a los que se sumaba con nuestra cruel piedad; cuando solo creemos recrear los dolores de un ser querido, nuestra piedad los exagera, pero tal vez sea ésta la que esté en lo cierto, más que la conciencia que de ellos tienen quienes los sufren y a los cuales queda oculta esa tristeza de su vida, que la piedad, por su parte, ve y desespera.
Y es otra vez la subjetividad del narrador lo que primero se nos presenta del sufrimiento de la abuela, un sufrimiento que solo forma parte de la memoria del narrador, de sus pensamientos.
La imaginación y la memoria nos acompaña a todos, la vida de todas las personas está constituida en mayor o menor grado por ellas, alguien incapaz de percibir la existencia fuera de sus lentes no es una sorpresa; lo interesante del narrador de En busca del tiempo perdido, lo que hace que una vez que nos hemos sumergido en ese mundo queramos seguir conociéndolo, ahondándolo, es lo que Proust propone hacer con esas dos materias: la construcción de una obra de arte. La imaginación y la memoria en manos de Proust son la arcilla con la que moldea una sensibilidad, la del narrador Marcel, que observa un mundo y su propia vida, que trata de recuperar, el tiempo que se ha ido.
La marcha del tiempo y con éste el declive y la destrucción a que se ven expuestos todos los seres, aunque destino ineludible, se vuelve en la obra de Proust en la posibilidad de preservación, el tiempo perdido deja de serlo al dotarle sentido por medio de la obra de arte. La creación se vuelve el instrumento de recuperación del pasado, es crisol en el que ocurre la transmutación de ese tiempo perdido, por medio de la memoria y la imaginación, en arte; así, el artista, el narrador de la obra, convertido en un alquimista convierte su experiencia del gran mundo, sus amores, su dolor, en algo que lo trasciende, dejan de serle propios, particulares, para ser de todos, para que todos podamos considerarlos propios. He ahí uno de los grandes logros de la prosa proustiana, conseguir que las tribulaciones de un hombre —digo hombre porque narra desde su adultez, ya cercana a la tumba, aunque muchos de los episodios narrados correspondan a su infancia y adolescencia— del gran mundo, utilizando la expresión que él mismo utiliza para el medio al que aspira y en el que termina moviéndose, nos interesen y queramos conocerlas no sólo en un libro sino en siete. Los cotilleos de todas esas duquesas, de esos príncipes, barones y marqueses, de esos médicos y pintores por sí mismos no poseen más que un interés anecdótico, pero es a través de la voz que Proust creó que los conocemos y que deseamos ahondar en ese mundo y por lo que, en otros contextos nos parece superficial —y ciertamente al narrador también, como no pocas veces llega a confesar—.
Los cotilleos, las visitas de artistas, los amores, los celos y todo el tiempo perdido de que está hecha la vida del narrador son puntos de partida para la reflexión de Proust, a través de Marcel el narrador —pero también de muchos de los personajes, como las que hace Robert de Saint-Loup sobre la guerra; o Swann, Elstir, Vinteuil o Bergotte sobre el arte—. El estilo proustiano, colmado de frases subordinadas, digresiones y metáforas sobre metáforas, hace posible la elaboración de esta prosa ensayística en la que lo mismo que nos transporta a la vida del niño que desespera porque es mandado a la cama antes de lo esperado por la visita del vecino nos da una lección de arquitectura gótica y todo para construir, en sus propias palabras, ese monumento que aspira a ser una catedral —No sabía si el gran plano general sería una iglesia donde los fieles aprenderían poco a poco verdades y descubrirían armonías, o si resultaría, como un monumento druídico en la cumbre de una isla, algo que nadie frecuentaría jamás—. Una catedral hecha de palabras, una catedral a donde acudimos a contemplar admirados las revelaciones de ese narrador que no deja de perder el tiempo, pero que en esa perdida constante encuentra una vía para crear.
Un narrador que, como he señado arriba, era muy consciente de su condición ficticia y del papel que tenía en la obra, la metaficción que tanto se exploró desde la segunda mitad del siglo XX fue explorada por él. Ese narrador le sirve a Proust para reflexionar sobre la sociedad en la que vivió, la que con el estallido de la Primera Guerra Mundial —entonces era la Gran Guerra— desapareció. Ese mismo conflicto que postergó la publicación de los tomos —y quizá contribuyó, con ello, a que se extendieran más y pudiéramos tener los siete tomos que son hoy En busca del tiempo perdido—.
No es una novela perfecta, aunque aspira a serlo —Nabokov, en Curso de literatura europea, dice que lo que leemos es solo una sombra del proyecto que el narrador se propone escribir, que sería la verdadera novela—, difícilmente un proyecto tan ambicioso como el que se propuso Proust podría alcanzar la perfección; pero con lo que consigue no lo necesita. Mucho es lo que se puede considerar como fallas, como lapsus, del autor que pudieron corregirse, como lectores estamos en condiciones de corregirlos en la lectura, así, por ejemplo, el proyecto original, que eran dos libros —En busca del tiempo perdido y El tiempo recobrado— se puede notar en el último tomo, cuando el narrador está en casa de Gilberte y Saint-Loup todavía vive, la guerra aún no ocurre, es evidente el intento por hacer una primera recapitulación, pero que no es, todavía, el recuento que hace en esa misma obra en la fiesta de la princesa Guermantes (la antigua madame Verdurin) —fiesta que, a su vez, también tiene sus contradicciones, como la marquesa de Arpajon a quien ve en un punto y después le informan que ha muerto— y que es, a través de una serie de revelaciones, lo que detona la escritura de la obra. Pero, no nos llamemos a engaño —dispénseseme el uso de esa frase hecha que tan oportuna cae aquí y que hubiera sido para el narrador (y para Proust mismo) objeto de burla— él no aspiraba a la perfección que implica la concordancia, su aspiración era más amplia y perdurable:
Y en estos grandes libros hay partes que solo han tenido tiempo de ser esbozadas y que seguramente no se terminarán nunca, por la misma amplitud del plano arquitectónico.
Proust, al escribir esto, sabía que por más cerca que estuviera de terminar su obra corría el riesgo de morir antes de terminarla, no pocas páginas al final del último tomo, una vez que el narrador se ha decidido a construir su obra, se dedican al temor a la muerte antes de que ésta pueda ser terminada. Piénsese que El tiempo recobrado se publicó cinco años después de su muerte y que, para cuando ésta acaeció, se había publicado cuatro de los siete tomos de la obra.
Una obra cuyo primer volumen ningún editor quería publicar —Gide llegó a decir que fue el gran error de su vida y del que siempre se arrepintió—, que se publicó porque Proust pagó de su bolsillo la edición. Cuyo segundo volumen en 1919, A la sombra de las muchachas en flor —acogido en ese momento por Gallimard, el que será el sello editorial que editó el resto de la obra—, causó un escándalo al obtener el primer lugar en el concurso Goncourt —que es, desde entonces, el más prestigioso en las letras francesas— pues no era, como se esperaba, una obra que hablara de la guerra, que era en ese momento el tema del que todos los autores hablaban —un tema que, por otro lado, no dejó indiferente a Proust y lo desarrolló en algunos de los otros tomos de En busca del tiempo perdido, sobre todo en el último—; pocos recuerdan hoy, menos han leído, Las cruces de la guerra de Roland Dorgelès, la novela que quedó finalista junto a la obra proustiana. Uno de los jurados que le dio el premio, Leon Duadet, llegó a sentenciar mientras deliberaban: “Proust […] se lo digo, es un escritor adelantado a su época en cien años.”
A esa aseveración, a la vuelta del siglo vaticinado, se pueden hacer algunas objeciones, todas ellas, por supuesto extra-literarias —como la concepción del amor y la forma de vincularse con las mujeres que tiene el narrador, o la concepción que, aunque novedosa en su tiempo, tiene de los vínculos sexo-afectivos entre personas del mismo sexo, “el vicio” como él lo llama—. Pero, fuera de esas objeciones que al plantearlas lo que se hace es aumentar las posibilidades de lectura de la obra proustiana, En busca del tiempo perdido es una obra que ha trascendido el tiempo y llega a adelantarse, como bien apuntó Duadet, en muchos aspectos, no solo a la literatura sino a la concepción misma de obra artística —la idea de que la obra, por ejemplo, la hace también el espectador, el lector, ya la apunta él:
Pues, a mi juicio, no serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos, porque el libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento […]; mi libro, gracias al cual les daba yo el medio de leer en sí mismos […]—.
Una de las objeciones que podemos hacer es a él, cuando afirma:
Seguramente mis libros, como mi ser de carne, acabarían también un día por morir. Pero hay que resignarse a morir. Aceptamos la idea de que dentro de diez años nosotros mismos, dentro de cien años nuestros libros, ya no existirán. Ni a los hombres ni a los libros se les promete ya la duración eterna.
Han pasado cien años de su muerte y puedo afirmar, desde mi absoluta subjetividad, que sus libros siguen tan vigentes como en 1913 cuando publicó el primer volumen. En mí siguen hablando esos libros, los he hecho míos, me han permitido, a mí vez, volver a ver aquel arroyo de mi infancia, bañarme en sus aguas, en fin, recuperar el tiempo perdido.
Pues en este mundo donde todo se gasta, donde todo perece, hay una cosa que cae en ruinas, que se destruye más completamente todavía, dejando aún menos vestigios que la Belleza: es el Dolor.