Tierra Adentro

Un pueblo ficticio, en California de 1960 y 1970, llamado Vineland: como la tierra prometida de los vikingos, sitúa la vida de una bella adolescente, hija de un hippie estrafalario que recibe cheques del gobierno y una directora, también exhippie, que abandonó todo (incluyendo su hija) para formar parte del sistema del FBI

¿Puede un tema ser más insólito? Hay que tener la mente abierta, y saber a que leemos a un alumno de Vladimir Nabokov, a un tipo misterioso que ha rechazado importantes galardones literarios; famoso por ser un fantasma. Hablamos de Thomas Pynchon, uno de los autores mas punitivos, exigentes y bizarros del Siglo XX y XXI. El tema y la prosa, por supuesto, tenían que ser tan excéntricos como él.

Seamos claros, hay muchísimos escritores extraños, incluso ahora. Un movimiento existe, liderado por la batuta de Carlton Mellick III, y abarca a narradores tan dispares como Laura Lee Bahr o Nick Antosca, el creador de esa serie macabra llamada Channel Zero, quienes buscan trascender lo fantástico o el horror, y que son influidos en parte por el surrealismo: el género bizarro. ¿Se podría afirmar que Thomas Pynchon es uno de sus padres? No exactamente. Lo que hizo el autor invisible, ganador del National Book Award y el Pulitzer, antecede al movimiento antedicho; partiendo desde una visión posmoderna de la estructura de la novela, de los personajes, que lo acerca a Robbe-Grillet. Y no es porque Pynchon sea vanguardista, lo suyo es la narración más disparata y enferma, a la vez que ágil y enciclopédica que golpea a los lectores con la fuerza de un poderoso alud.

La publicación de Vineland (1990) llega a su 30 aniversario, la novela que tardó 17 años en publicarse, y que era esperada por críticos, lectores exquisitos, curiosos y escritores por igual. El mismo Salman Rushdie hacía cábalas meditando sobre lo que vendría a continuación. ¿Por qué? El trabajo anterior fue la inabarcable El arcoíris de la gravedad, nacida en 1973. Lo que se esperaba era algo parecido, tal vez igual de desmesurado, promesa que no se cumpliría hasta la publicación de Mason & Dixon.

Sin embargo, ¿quién que haya leído Vineland pensaría que se encuentra con un “respiro entre novelones gigantes”, como dijo John Leonard para Nation? Tal vez la extensión pueda resultar engañosa. Cuando alguien, un lector curioso, escucha sobre Pynchon, si es lo suficientemente obsesivo, se hará con un par de sus libros. El escritor esquivo tiene tres novelones que justificarían esta obsesión, o al menos harán que un lector travieso levante una ceja.

La “trilogía”, porque en realidad no lo es, estaría conformada por El arcoíris de la gravedad, Mason & Dixon y Against the day (o Contraluz, como fue nombrada en español por la editorial Tusquets). Lo siguiente sería examinar la prosa en cualquiera de estos libros para comprobar que, si bien esto no es la prosa de Woolf o Faulkner, al menos no se parece a la de alguien cuyo interés se centre más en la historia que en las figuras narrativas, en la estructura, en la locura.

Como decía, esta apreciación, guiándonos por el tamaño de los tomos gordos, es errónea. Novelas como La subasta del lote 49 o la misma Vineland parecerían creaciones de menor calibre, cosa que no es cierta, pues la novela más californiana de Pynchon es una arremetida contra de los valores históricos estadounidenses de las décadas 60, 70 y 80; además de una novela política repleta de surrealismo y transiciones cuasi oníricas que nos hacen pensar en la influencia que ejerció su prosa, aunque de manera indirecta, en narradores tan dispares como László Krasznahorkai o Mircea Cartarescu. Pero, vayamos directo, ¿qué es Vineland? ¿A qué hace alusión esta tremenda novela de mediana extensión?

Vineland, si se recuerda, es la tierra prometida hallada por el hijo de Erik el Rojo, Leif Eriksson, al llegar a las costas de Canadá, a la altura de Terra Nova. Esta región fue llamada así porque, según los registros vikingos, la tierra estaba llena de viñedos. La vid es el material esencial para la creación del vino, y California, como se sabe, es también una región vinícola; pero, si empezamos a adentrarnos en la extraña historia que tejió Pynchon en menos de 400 páginas, es también el centro de las drogas, la tierra de los fumatas, de las actrices en busca de sentido, de las directoras melancólicas que buscan en los rescoldos de su pasado una explicación para sus inclinaciones hippies y antihippies. El pubelo es un territorio mítico, ficcional, pero reconocible por los bosques de secuoyas, por las clásicas playas californianas con nombres en español, como “Playa Gordita”, además de la cercanía con Los Ángeles.

Y es, de alguna forma, esta Nueva Jerusalén el personaje más reconocible de la novela pynchoniana, porque además de Prairie, Zoyd, o el y terrible Brock Vond, los personajes se desarrollan con apenas unas cuantas descripciones, por medio del diálogo y de las acciones disparatadas, o hasta atravesando las extrañas señas de identidad que van saliendo una tras otra conforme la lectura avanza y el laberinto se hace más intrincado.

La historia de la novela retrata, si es que verdaderamente existe una historia per se en Vineland, la melancolía de una adolescente, Prairie, quien extraña a su madre, una ex hippie que se pasó “al lado malvado” de los federales, prendada de Vond debido a un deseo sexual apabullante.

La madre de Prairie estaba casada con Zoyd Wheeler, un sempiterno adolescente aficionado a las drogas, hippie del recuerdo, que recibe cheques gubernamentales debido a su situación mental. Cada año realiza una exhibición en la que atraviesa el cristal de alguna tienda para demostrar su locura. El mismo Zoyd extraña a su ex esposa, Frenesí, cuyo mismo nombre ya anuncia la personalidad casi psicópata del personaje, quien manifiesta conductas tiernas pero esquizoides, conformando una psicología (si es que esto puede decirse de algún personaje pynchoniano) contradictoria que hace a Frenesí entrañable.

Los personajes que se van sucediendo, uno tras otro, como si Vineland fuera un moderno Cuentos de Canterbury, o incluso una renovada Manuscrito encontrado en Zaragoza, retoman el foco de la voz narrativa para llevarla a aventuras extrañísimas, como las de LD y Takeshi Fumamoto; en medio de rituales místicos, ninjas, drogas y viejas técnicas para matar a alguien sin que este se entere.

La profundidad de los personajes no llega a parecerse a la de novelas mucho más convencionales, pues se intuye que la intención de Pynchon era retratar una espiral que da vueltas sobre sí misma en una especie de fijación física. El tiempo no existe o es circular. Los escenarios y la figuración temporal van dando vueltas en su mismo eje, superponiéndose con el hilo conductor de la melancólica, guiada por la curiosa Prairie, quien ancla la narración; aunque dejando que los pasos de los personajes vayan lo suficientemente lejos para perder al lector por varias páginas.

La prosa pynchoniana es compleja, pero menos que en El arcoíris de la gravedad, en parte porque, a pesar de la exaltación de la escritura y de las historias que van cayendo un tras otra ante los ojos del lector, hay un escenario, una enmarcación que define el significado y los alcances, que son diversos.

Para empezar, si se fija la atención en El arcoíris, el lector se percata de que la novela describe a Europa durante la Segunda Guerra Mundial, sin seguir las formas convencionales. La obra es vasta y casi eterna, llena de personajes que van apartando a sus antecesores para después darle la batuta a uno que ya casi hacíamos perdido. Por fortuna, los nombres son igual de hilarantes en Vineland, que en otras novelas pynchonianas. En esta es la California de 1984, con una visión a los años 60, la que está clavada en las uñas del narrador, en la lengua, en sus oídos.

No debe ser un accidente el año en que se ambienta el relato, pues si bien no existe una distopía en Vineland, se siente la nostalgia por la era de la inmadurez, por los hippies y las drogas que buscaban alterar el estado de consciencia, expandirlo, convertir al humano en un ser de luz, cosa que acaba con la brutalidad de Reagan o de Thatcher, del mismo Brock Vond, que personifica la brutalidad de los agentes federales de los años 50, la paranoia anticomunista, el horror ante “la liberación” de la generación de “los amantes de las flores”. Vond es el FBI, también representa la masculinidad fulgurante, manifiesta en la polla de Vond, que se menciona en boca de Frenesí, su amante puesta en cintura, o de cualquier otro que tenga el infortunio de encontrarse con tal mole humana.

Uno de los aspectos más interesantes de Vineland es, quizás, el interés de Frenesí, la directora de cine, exhippie, exesposa, exmadre de la bellísima adolescente Prairie, hacia la masculinidad tóxica (nunca mejor ejemplificada) de Brock Vond, de su polla, de su fortaleza, de su cinismo e ira.

Resulta claro que Pynchon no nos retrató a una mala madre, a una mujer perdida, a una “mujerzuela” que se va por interés, sino a una mujer llena de contradicciones y miedos. Las escenas sobre su maternidad son dolorosas e inquietantes, la obligación de la misma Frenesí a quedarse anclada a una secuoya, al lado de un pelele cuyo nombre evoca a Shaggy de Scooby Doo, o a cualquier otro perdedor desgarbado de la cultura pop occidental. ¿Cómo se casó una mujer así con un hombre tan estúpido como Zoyd?, ¿cómo puede sentirse tan atraída por la desgracia humana del brutal Vond?

Como una espiral que se va cerniendo sobre sí misma, el uróboros termina por morderse la cola, en un final disparatado y humorístico que deja al lector en un estado cercano al de los psicotrópicos que abundan en la novela. Vineland, para sorpresa de cualquiera, es una novela en espiral que termina por cerrar en un círculo perfecto, aunque los encuentros entre los personajes sean anticlimáticos, desquiciados, extraños, o se difuminen en las cajas que caen sobrepuestas donde parece perderse el hilo conductor que tal vez nunca quiso guiar nada.

En su 30 aniversario, Vineland parece una novela extravagante, tan innecesaria como necesaria, igualmente contradictoria y cómica como seria y “tesística”. Es una probada justa, mortal, pero accesible para el delicado y desaforado banquete de la prosa pynchoniana.

A comparación de otros autores norteamericanos célebres, para adentrarse en la narrativa del autor fantasma no es lo mejor empezar desde el inicio, desde V., tampoco desde sus novelas más complejas y largas, que pueden llegar a desalentar a un lector poco brioso. Vineland es una gran opción para empezar a recorrer los vericuetos de personajes que son anagramas, esperpentos, figuras ilusorias, seres humanos heridos y mucho más, para las historias peculiares y siempre estrambóticas de uno de los escritores más extraños de la narrativa norteamericana (otro autor, tocayo suyo, Thomas Ligotti, se acerca en cuanto a rareza e invisibilidad a Pynchon).

Vineland es la tierra prometida, la apertura a la continuación de la prosa del autor de El arcoíris de la gravedad; un mundo en el que las drogas y los perros se unen en una especie de apoteosis narradora que abarrota, subyuga, e ilusiona con disfrutables bofetones de comicidad y extrañeza, haciendo que, después de lo que hemos pasado como lectores, descubramos un ligero toque proustiano hacia el final, donde el círculo que se abrió hasta lo inconmensurable, por más improbable que parezca, termina por cerrarse.


Autores
(Tlaxcala, 1988) es egresado de la licenciatura en relaciones internacionales de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (upaep). Ha colaborado en medios físicos y digitales como Ágora, Letrarte y Momento. Parte de su obra se incluye en las antologías Seamos Insolentes (2011) y Sampler (2014). Ha sido becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA; 2013, 2018), del Fondo para la Cultura y las Artes (Fonca, 2016) y de Interfaz (2018). Asimismo, obtuvo el Premio Estatal Dolores Castro de Poesía 2016, el Premio Tlaxcala de Narrativa 2017 y una mención honorífica en el XXXIV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2018).