La alucinante historia de Melody Nelson
Pueden confiar en que la prosa de los asesinos sea siempre elegante.
Nabokov
El Rolls Royce Phantom penetra en la noche como un cuchillo largo raspando el pavimento de la carretera desierta. Ella escucha vagamente la radio, Él acelera con dirección a la autopista periférica. Quieren ver el bosque de niebla, sentir su calma a esa hora muerta. Ella roza los quince años; su belleza de niña garçonne, su delicadeza y un no-sé-qué de huerfanita la hermanan a Jean Seberg. Él es un hombre maduro y perturbado, un doliente artista de la vida que ama como Pigmalión a Galatea, como Paris a Helena, como Humbert Humbert a Lolita.
Sus caminos se cruzaron pocos días antes, cuando Él erraba en su auto por las calles de París en busca de otro bar para consolar su sed etílica y Ella trataba de encontrar refugio al inminente aguacero en su bicicleta rosa. Quien los viera juntos diría que tienen algo de la Bella y la Bestia, de Caperucita roja y el Lobo feroz.
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A Serge Gainsbourg lo habitaban muchos personajes. Ginzburg, Gainsbourough, Gainsbarre. Un agraciado actor interpretando papeles distintos y a veces opuestos. Seductor, monstruo, artista frustrado y niño genio. En Francia hay una expresión coloquial acerca de la locura: el loco “no está sólo adentro de su cabeza” porque es muchos a la vez, al igual que un esquizofrénico. Esto era una verdad tácita en él. Sabía cómo pocos que Yo es otro, que persona significa “máscara” y la vida es como una obra de Molière donde dolor y júbilo fluctúan en una sola danza palpitante.
Pero antes que nada Gainsbourg era una sombra larga, un nostálgico irreverente. Dandy genial con aire de sátiro y fina silueta de vampiro en decadencia. Su incuestionable malditismo lo sitúa en la estirpe de Rimbaud, l’Enfant terrible; Fernando Pessoa, el mil-rostros; y Janis Joplin, la estrella de triste final. Su vida trajo alegría a millones de desconocidos y emociones encontradas a sus allegados –desde Brigitte Bardot, pasando por Jane Birkin o Bambou hasta llegar a sus hijos, la actriz y cantante Charlotte, y el actor Lucien– su música revolucionó como ninguna la chanson francaise, sin hablar de la poesía y el cine de su época.
A treinta años de su muerte (y pese a la pandemia), miles de admiradores enmascarados le rindieron homenaje a Gainsbourg en el cementerio de Montparnasse en París, donde marcó un hito. Hace meses leía que Maradona era “un dios intoxicado”. Pues bien, lo mismo puede decirse de él. Sus diversas etapas de creación escalan en su vida como las curiosidades de un niño y alimentan su imagen de camaleón artístico: adaptó al ritmo de sus tiempos y al compás de su lengua géneros como el Jazz, rock progresivo, samba, reggae, la canción de texto (que en México llamarían trova en una simplificación que no termino de entender). Sin embargo, la aparición de La historia de Melody Nelson en 1971 reveló al mundo un genio que apenas tras su fallecimiento empezamos a redescubrir.
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En mi vida el sol es escaso, como la felicidad, confiesa Él a pocos minutos del alba. Afuera se estrellan dos noches, una negra y otra con el rostro lleno de moretones. A la luz celeste de la madrugada mis amigas y yo la llamamos azul reproche, repone Ella, sus cabellos rojos ondean. Se detienen en un aire de autopista, el ruido del Roll Royce despierta al joven tras el mostrador, que los atiende de mala gana. Compran cigarros para él y chicles de arándano para Ella.
El camino de vuelta es más corto porque, se sabe, el que va sube y el que vuelve baja, y uno siempre baja más rápido de lo que subió. El aspecto sonámbulo de la ciudad reconforta sus corazones; ya no son las largas paredes de un laberinto, ahora revelan cierta ternura, como el rostro de una mujer hermosa sin maquillarse. Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje, aclara Él mientras se internan sigilosamente en la zona más lujosa del Séptimo Distrito de París, hacia el Hotel.
No es amor si no haces estupideces, se burla Ella. Sus ojos de luna ambarina sonríen desafiantes.
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Cuando compuso su primer álbum conceptual, Gainsbourg vivía con Jane Birkin en una casita en el centro de Chelsea. Su lectura de Lolita y de los versos heroicos de José María de Heredia, que estaban en su diccionario de rimas Albin Michel, completaron un estado de fascinación. Esto lo llevaría a conjurar dichas obsesiones en el entramado dramático de su nueva obra. Además su reciente amistad con el compositor Jean Claude Vannier –que acababa de firmar Madame con la gran Barbara– marcó el estallido del proyecto: La historia de Melody Nelson sería una ópera moderna con algo de comedia musical y vaudeville oscuro donde el vals, la música de cámara, el pop y el rock progresivo pudieran confluir en algo que apenas habían sugerido genios como el de Pink Floyd o The Beatles, pero nunca un solista (aunque los fans de Frank Sinatra le atribuyan el primer álbum conceptual en el mundo de la música).
Sin embargo, la historia de su recepción es conocida: tras su estreno, hace 46 años, La historia de Melody Nelson tuvo un rotundo fracaso comercial y no fue sino doce años más tarde que recibió su disco de oro junto con el reconocimiento unánime de la crítica y la audiencia.
Un número se cuela en la concepción del proyecto: el siete. Sólo la primera y la última canción tienen poco más de siete minutos, y el avión que sella el destino de Melody es un Boeing 707. El resto de las canciones, exceptuando la más emblemática –L’Hotel Particulier– tienen menos o apenas dos minutos. La duración total del álbum es de 28 minutos.
Los textos que Gainsbourg escribió en un desborde frenético de creatividad, alcohol y nervios fluctúan entre el soneto clásico y el verso libre, expresión acorde a la música del álbum, que se mueve entre ambos polos. La letra está adecuada al fino estilo de Serge: la declamación poética con repentinos murmullos, el slam, y los eflujos altisonantes de su época como Crooner en los cabarés de París en los años cincuenta.
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Ella entra primero al Hotel Particular, como si conociera ese paradisíaco no-lugar camuflado en la esquina de un ángulo muerto de la no-ciudad (escondido, como el Aleph). Él la sigue sin titubear, asombrado por el aspecto voluptuoso que ha tomado el cuerpo de Ella, cuyo contoneo sutil se observa a través del umbral.
En un punto aparecen Los Anfitriones, dos negros en cadenas y semidesnudos, que los guían por los laberínticos recovecos del Hotel y al acercar sus antorchas dejan ver las recámaras exquisitamente decoradas con revestimientos que retratan escenas sublimes de la Comedia dantesca.
El purgatorio, los nueve círculos del infierno, habitáculos con perdidos fumadores de opio y al fin la recámara especial: Cleopatra. Una escultura de la semidiosa egipcia domina en el coito a Julio César en la posición prohibida, esa que descubrió Lilith al pernoctar con Luzbel.
Esa será la primera y única vez que Ella, de nombre Melody Nelson, comparta el sueño de Venus con alguien, con Él.
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La lírica de las pistas aborda un amorío con un tinte personal en la vida del artista, como ya había hecho en 1968 con Bonnie and Clyde, que escribe e interpreta con Brigitte Bardot. No obstante, los textos gozan de una discontinuidad, ritmo y un colorido propio de la poesía simbolista con ciertas pinceladas de surrealismo y una inevitable sensación de prosa poética.
Como Lorca en Poeta en Nueva York y Baudelaire en El Spleen de París, Gainsbourg esboza someramente una arquitectura dramática: dibuja una geografía sentimental, describe la atmósfera y los personajes arquetípicos, pero la riqueza de la lectura está en la apropiación y experiencia lectora (de alguna manera todos hemos vivido la historia de Mélody), que es también la de un oyente.
Jane Birkin pone el punto final al proceso de escritura cuando, mientras tiñe sus cabellos de rojo ante Serge, encuentra el nombre indicado para la ciudad de origen de Melody: “Sunderland”, la tierra desgarrada. Menos de dos intensas semanas de grabación bastan para dan a luz la obra maestra. Et voilà!
La cereza del pastel es la carátula del álbum, una hipnotizante imagen de fondo azul turquesa con la silueta de Jane Birkin semidesnuda encarnando a Melody. El botón de sus blue jeans está desabrochado no por un glamur sensual sino porque Jane tiene varios meses de embarazo; espera a Charlotte.
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El vuelo del avión 707 que viaja de París a Londres es más turbulento de lo normal. Melody sabe que el mal tiempo es algo natural en Inglaterra, pero esta vez parece asustada porque, a diferencia de siempre, tiene algo que perder. En sus manos aprieta un viejo libro de lomo ajado que Él le regaló para que la acompañara mientras estaban separados. De alguna manera esta es también nuestra historia, le había dicho. Ella trata de calmarse, de habitar otra piel a través de la lectura: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.”
Melody no terminará el libro ni volverá a ver La Tierra Desgarrada. Tras una maniobra desafortunada el avión cae en un pique vertiginoso y libre.
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Para suerte de los melómanos en diciembre de 1971 el director de televisión Jean-Cristophe Averty notó las virtudes del malogrado álbum y su potencial como película o microfilm. En menos de diez días realizó el clip Melody, donde retoma las pistas como capítulos o episodios de una comedia musical y le agrega un telón de fondo psicodélico con piezas maestras de la pintura onírica de Paul Delvaux, Salvador Dalí, y René Magritte. Un deleite para los ojos y los oídos.
Al año siguiente el clip se difundió ampliamente entre el público francófono, en Estados Unidos y el Reino Unido. La suerte estaba echada. Una obra maestra había florecido.