Tierra Adentro
Ilustración realizada por mitthu

A Bruno

1. Dorthin, von wannen alle Strahlen stammen1

A veces, cuando estoy solo, apago todas las luces de mi casa, me recuesto en el suelo de mi habitación y me imagino que estoy muerto. Cierro los ojos. Cierta claridad me envuelve. Trato de controlar mi respiración y cruzo los brazos y me concentro en ese silencio que es la suma de todos los sonidos que he amado en mi vida: la risa de Milico, el canto de Naím, el llanto de mi padre, la complicidad de mi madre, el ladrido de Sapuca, cierta canción de Pearl Jam, una promesa de amor que no podré cumplir nunca. En la soledad de mi cuarto, aquel silencio se condensa y le da forma a la oscuridad que me envuelve. Es entonces que, como generosos pilares de luz, veo siluetas que se forman a mi alrededor, fantasmas que me visitan desde el invierno de la conciencia y me convocan a existir con ellos, acaso un momento, en aquel intersticio que mi imaginación ha abierto entre la vida y la muerte.

Allí está mi prima Aimé, que sucumbió a la leucemia poco después de cumplir quince y que, según dicen, se despidió de todos con una sonrisa. Ahí está mi primo Andrés, que murió a los ocho años en un camión urbano durante un ataque de asma. Allí está también —cómo podría no estarlo— mi hijo Tristán, que flota libre en la existencia como ave o pez que me transita completamente. Junto a ellos, silenciosa y bella como la recuerdo siempre, se encuentra Sonia, mi amiga de la primaria que murió de una infección en la garganta durante un viaje a los Estados Unidos.

La soledad es una puerta abierta para hablar con nuestros fantasmas. Para hacer preguntas y pedir disculpas y extender caricias que llegan tarde. Desde el umbral de esta puerta me desborda mi propia vida y los recuerdos iluminan la noche desde adentro hacia afuera. Pero los recuerdos no traen consuelo. Porque recordar es abrir una herida y asomarse en ella para ver los vestigios que ha dejado la muerte. Los recuerdos son señales de todo lo que hemos perdido. Los recuerdos —dice Joan Didion— son las cosas que ya no quieres recordar”.

A pesar de esto, en noches como ésta donde no me falta el valor, me permito acercarme a mis muertos amados para perturbar su eternidad, para hacerles las mismas preguntas de siempre, en espera de respuestas que quizás no seré capaz de comprender. ¿Son felices? ¿Se encuentran protegidos? ¿Alguna vez podremos reencontrarnos? Y, por encima de éstas, asoma otra pregunta que ocupa toda la realidad de los padres de un niño del agua.

¿En dónde están nuestros hijos muertos?

 

2. Von den Brüdern jeder hat sein / Lieblingsschwesterchen verloren2

El 31 de diciembre de 1833, murió la pequeña Luise Rückert. Al momento de su muerte, la niña tenía tres años, y hacía una semana que sufría los males de la llamada fiebre escarlatina”. Murió de madrugada, cerca de las 2:30 de la mañana del más frío diciembre. Junto a su lecho la atendían su madre, Luise Wiethaus-Fischer, y su padre, el poeta Friedrich Rückert.

Rückert, quien entonces tenía 45 años, era el padre de seis hijos y uno de los poetas más importantes de su nación. Se había dado a conocer en su juventud por sus Geharnischte Sonette (Sonetos Armados), publicados en 1814 durante la cruenta batalla entre los germanos y las tropas de Napoleón Bonaparte. Posteriormente, sus estudios sobre literatura oriental le llevaron a hablar más de treinta lenguas, y a llevar a su lengua natal obras Firdusi, Hafiz, así como otros poetas sufíes e indios. Sus intereses literarios pronto le ganaron una cátedra en orientalística en Erlangen, donde trabajó desde 1826.

La muerte de Luise debió de tomarlo por sorpresa. Dado que era la única hija, y la menor, Luise tenía un lugar especial en el corazón de su padre”, leo en un largo relato anónimo del blog Figures of Speech. Rückert, que además había perdido a tres de sus hermanas en su niñez (Anna Magdalena, Ernestine Helene y Susanna Barbara, todas ellas muertas antes de cumplir los cinco años), debió de encontrar, en el fallecimiento de su propia hija, el funesto desenlace de las semillas que la muerte había sembrado en su familia casi cuatro décadas atrás. Como resultado de este evento traumático, el seis de enero de 1833, Friedrich Rückert inició un tour de force poético que pronto habría de constituir una de las obras más auténticas y conmovedoras de la poesía romántica en Alemania: los kindertotenlieder [Cantos a los Niños Muertos]. 563 poemas que escribió en la primera mitad del año 1834, luego de la muerte de sus dos hijos más jóvenes. Porque a la muerte de Luise seguiría —de cerca, terriblemente cerca— la del pequeño Ernst Rückert.

 

3. Schlimmer als ein Kranker seyn,/ Ist es einen haben Dem man heilend anthut Pein3

La última vez que vi a Aimé, la niña tenía trece años. Siendo la menor de dos hijas en una familia de seis, mi prima gozaba de un espíritu fuerte y una sonrisa privilegiada, contagiosa, que la acompañaba a todas partes. A menudo su carácter especialmente afable, me ha hecho pensar en las palabras que Charles Darwin expresara sobre Anne Elizabeth, su niña del agua: Desde cualquier punto del que la observe, la cualidad que más me salta a la vista es su radiante alegría, templada por otras dos características: su sensibilidad, que bien podía pasar desapercibida para los extraños, y su intensa ternura”.

Era muy cercana a mi padre. Durante las vacaciones de verano o las de navidad, que solía pasar en nuestra casa materna, la niña se quedaba pegada a papá y se hacían reír mutuamente durante la mayor parte del día. Con ninguno de sus otros hermanos vi que se repitiera este fenómeno. Esta circunstancia me permitió observar su crecimiento, su conducta siempre vibrante, su ir y venir en un juego enérgico que, para cualquiera, resultaba cansado pero fascinante. Ni siquiera la leucemia con la que luchó por algunos años fue capaz de mermar su energía.

Esta actitud, a decir de su familia, no ha cambiado con su muerte. A veces, cuando estoy sola en casa, siento cómo corre de un lado a otro y me llama la atención tirando cosas y se molesta porque no le hago caso. Entonces le hablo, le digo que estoy con ella, que ya la escuché. Sólo así se calma”, me dijo mi tía hace unos meses. La idea de la presencia fantasmal de Aimé podría resultar extraña o, por el contrario, podría atribuirse a la naturaleza misma del duelo por los niños muertos. Yo defiendo otra cosa: creo en las palabras de mi tía con toda mi esperanza, porque nuestros hijos muertos no se van realmente, y circulan alrededor de nosotros y su compañía nos fortalece. Aunque no siempre los notamos, su presencia luminosa está ahí. Con nosotros. Siempre.

 

4. Einen Engel frei zu machen4

Hace mucho —tanto— tiempo, en cualquier lugar del mundo, la viuda Kisagotami se presentó ante el Buda cargando en brazos a su hijo muerto. El niño, que era un bebé al momento de morir, había pasado varios días en brazos de su madre. Kisagotami recorrió con él todas las casas de su pueblo buscando algún remedio que pudiera curarle su grave enfermedad”. Viendo al niño, algunos se burlaban de ella, otros quedaban perplejos ante la imagen miserable de aquella mujer que emprendía la lucha desesperada contra la muerte. Nadie tuvo remedio para ella, que se negaba a aceptar las palabras de consuelo o el peso de la realidad que ya lastimaba sus brazos.

Sólo el Buda podía ayudarla en aquella lamentable situación. Y Kisagotami acudió a él con fe, y le habló de su amor y entre sollozos le pidió la medicina para vencer la muerte. Apiadándose de ella, el Buda le respondió que, en efecto, había una posibilidad para hacer esa medicina; sólo requería un ingrediente: un grano de mostaza. El más humilde grano de mostaza que ella pudiera traerle. Pero había una condición: La semilla debe provenir de un hogar donde nadie haya muerto”.

Con esta encomienda, Kisagotami visitó las casas de la aldea pidiendo el grano milagroso. Por desgracia, escuchó en todas la misma respuesta: una madre, un padre, un hermano, una hermana, una esposa, un marido. Cada casa lloraba por alguno de sus muertos y le recriminaba por haber traído, con su petición, el recuerdo de aquel dolor. No se sabe cuánta distancia recorrió aquella mujer buscando el grano de mostaza; pero poco a poco, al ver a su hijo en sus brazos, entendió que la vida había abandonado su cuerpo y, resignada, lo llevó a sepultar.

Pronto, volvió al lado del Buda, quien le preguntó si había conseguido aquel grano de mostaza. No. Pero entiendo lo que quisiste mostrarme. Mi hijo se ha ido. Está muerto. Y ahora descansa junto a su padre”. Y con estas palabras, el Buda la aceptó como su discípula en la búsqueda de la Iluminación.

 

5. Auch der Tod kann euch nicht scheiden5

Has sobrevivido la noche,

Aunque en mortal agonía.
Y por darnos ese regalo,

Nuestro corazón te agradece.

Si tan sólo un solo día más
nos regalaras de tu dulce vida:
El amor quiere aprehender
hasta el último momento lo que ama.

Si Rückert lamentó la rapidez con que se extinguió la vida de Luise, el agónico proceso que acabó con la vida de Ernst le hizo entender los dolores de postergar una vida condenada. El 1 de enero de 1834, apenas un día después de la muerte de su hermana, el pequeño Ernst cayó en cama. Pasaría en esa convalecencia dos semanas, sometido a todos los —dolorosos— tratamientos posibles en la época, a pesar de que los médicos distinguieron, desde el primer momento, que se trataba de una causa perdida. Fiebre, dolor de garganta, sarpullidos que marcaron constelaciones de muerte en su piel nueva.

Los tratamientos que toleró el niño debieron ser una tortura para sus padres: le hicieron tres sangrías, le pusieron compresas de yeso que sólo aumentaban la comezón y, como una última injuria, le untaron una pomada de mercurio que le causaba malestar. Y, sin embargo, como si fuera un instintivo acto de amor a sus padres, el niño se dejó hacer. Fue obediente a la voz de su padre y a la mía hasta el momento de su muerte”, afirmaría Luise Fischer, quien para ese entonces se había mudado a la cama de su pequeña para sobrellevar su partida.

A veces, cuando estoy solo, pienso en Friedrich y Luise a un costado de la cama de Ernst. Los imagino la noche del 14 de enero, después de haber visto a su hijo entrar y salir de la inconciencia, sometido a los inútiles tratamientos que no hacían sino confirmar que la llamada de la muerte es inevitable. Pienso en Rückert, que todos los días se sentó en su escritorio para escribir una bitácora del dolor de ver a su hijo marchitándose.

¡Vete! No puedes quedarte. ¿Por qué no

simplemente te marchas ahora?

¿Por qué quieres sufrir más dolor?

¿Por qué seguir luchando con la muerte?

Escribe Rückert en su canto 135. Y al leer sus versos recuerdo las palabras que me contó mi tía el día que me habló sobre la partida de Aimé. Hicimos todo lo que pudimos; luchamos hasta el último instante contra su enfermedad, y es que no supimos entender. No vimos que quizás ella ya no quería pasar por esos tratamientos. Que quizás había otra manera de pasar aquella época juntos” dijo o recuerdo que dijo. Y pienso que soy capaz de comprender esa obstinación, la convicción ciega y dolorosa de que debemos proteger a nuestros hijos con nuestro amor contra todo y contra todos. Yo mismo me lo repetí una y otra vez, cuando Naím estuvo en el hospital, y me dije que lucharía hasta el último momento contra cualquier diagnóstico, que acompañaría a mi hijo a la guerra que se desatara, que secaría sus lágrimas cuantas veces fuera necesario, sin importar las consecuencias y sin importar cuál fuera su deseo. Porque el padre debe estar dispuesto a herir aquello que más ama.

Cierro los ojos y veo el rostro del pequeño Ernst, tal y como lo retratara Karl Barth en el pequeño cuadro que está en la casa museo de Rückert, en Coburg. Sus ojos abiertos, avispados, observan un punto invisible que, sin embargo, parece provocarle una felicidad modesta, dibujada apenas en la media sonrisa que el niño logra exhibir. Lo imagino feliz. Tiene cuatro años y el mundo es una manzana que se come en pedacitos siempre dulces y nuevos. Sus hermanos están vivos, su hermana está viva, su padre aún no se ha sentado en su estudio a desangrarse sobre 563 despiadadas hojas en blanco. El Ernst de esta imagen no imagina —cómo podría— el doloroso final que le espera y creo que en este momento previo al dolor radica la belleza de esta imagen: en la felicidad que nos circuye mientras la muerte no existe, mientras todas las formas del horror son innombrables y están lejos, tan lejos, de nuestro alcance.

No puedo sino sentir un profundo amor y compasión por sus padres, que lo vieron apagarse poco a poco y lo acompañaron cada segundo en aquel larguísimo camino que trazó la angustia. Ese camino que atravesó Coburg y que llegó también a la casa de mi tía, río incontenible que avanza hacia el mar que contiene las almas de nuestros niños muertos.

 

6. Mit Blumen dich und Kränzen überdecket6

Escribe Nick Cave: Si amamos, sufrimos. Ése es el trato. Ése es el pacto. El duelo y el amor están entrelazados para siempre. El duelo es el terrible recordatorio de las profundidades de nuestro amor y, como el amor, el duelo no es negociable. Hay una inmensidad en el dolor que abruma a nuestro minúsculo yo. Somos pequeños y temblorosos grupos de átomos subsumidos dentro de la asombrosa presencia del duelo. Ocupa el centro de nuestro ser y se extiende a través de nuestros dedos hasta los límites del universo”. Mientras escribo estos ensayos, me entero por los periódicos que su hijo, Jethro Lazenby, apareció muerto este mes de mayo en una habitación de hotel en Melbourne. El medio no expresa una causa aparente.

Jethro es el segundo hijo de Nick Cave que fallece en la última década: lo precedió Arthur, quien falleció en 2015 en un accidente en las montañas. Al momento de su muerte tenía 15 años, como mi prima Aimé. Mi amigo Sergio Ceyca me contó que Cave escribió un álbum para sobrellevar la muerte de Arthur. El álbum se llama Ghosteen, un fantasma adolescente como el divertido —y trágico— Gasparín.

Cuando escuché el álbum, me llamaron la atención los versos que recuperan la leyenda de Kisagotami:

Kisa had a baby, but the baby died

Go to each house and collect a mustard seed

But only from the house where no one died

Kisa went to each house in the village

My baby’s getting sicker, poor Kisa cried

But Kisa never collected one mustard seed

In every house, someone had died

Kisa no pudo encontrar la semilla.

Me parece que la muerte infantil genera una variante muy específica del duelo. Es como la muerte de la esperanza y del futuro”, me dice mi amigo Sergio. Y hacemos un recuento de las canciones a los niños muertos que hemos escuchado en nuestras vidas: Tears in Heaven, himno que Eric Clapton compuso para Connor, quien tenía cuatro años el día que cayó de un rascacielos como un renovado Ícaro; All my Love, que Robert Plant escribió para Karac, quien murió en una ambulancia luego de una enfermedad estomacal; One of the lonely ones, que Roy Orbison compuso en secreto luego de la muerte de sus dos hijos mayores en un incendio en 1968.

Aquellos kindertotenlieder que se suman a los de Rückert, a los de Yamanoue no Okura, al canto lastimero de tantos padres que resuena en todas las épocas del tiempo como una misma canción de amor que nos trae, acaso por un momento mínimo, el recuerdo de nuestros hijos. Porque quizás en eso consiste nuestra única victoria contra la muerte: en la posibilidad de convocarlos por un instante que nace del amor —o de esa parte del amor que se parece, también, a la locura— para que vuelvan con nosotros. Eso, convocarlos a vivir en nosotros.

Sigue Nick Cave: Siento la presencia de mi hijo, por todas partes, pero puede que no esté allí. Lo escucho hablarme, criarme, guiarme, aunque puede que no esté allí. Visita regularmente a Susie mientras duerme, le habla, la consuela, pero es posible que no esté allí. El terrible dolor arrastra fantasmas brillantes a su paso. Estos espíritus son ideas, esencialmente”. Y aunque convocar estos espíritus sea frágil consuelo para los padres que han escuchado el silencio de Dios, creo con firmeza que el amor que tenemos por nuestros hijos muertos de alguna manera es capaz de transfigurar su muerte en algo distinto, algo más cercano a nosotros que nos permite ofrecerles protección incluso en aquella otravida a la que aún no tenemos acceso. Como si los padres fuéramos capaces de crearles un paraíso cercano a nuestros ideales. Un paraíso en el que todavía podemos darles aquellas caricias que nos negó la muerte.

 

7. Heil sei dem Freudenlicht der Welt7

El 31 de diciembre de 2018, en un hospital de Guadalajara, nació mi segundo hijo, Naím. Nació en la madrugada, cerca de las cuatro y media —el no saber la hora con exactitud, por cierto, es motivo constante de burlas en mi familia—. Su parto fue normal, después de una labor de poco más de cuatro horas. Las manos del doctor Eduardo, el neonatólogo, exploraron su cuerpo de aproximadamente tres kilos y medio —tampoco recuerdo el peso exacto— durante unos minutos llenos de expectación. Luego caminó hasta mí.

—Felicidades, es un niño muy sano —dijo y lo depositó en mis manos como un puñado de oro.

En aquel momento no sabía absolutamente nada sobre Luise Rückert. Me hubiera resultado imposible pensar que casi 185 años antes —esta cifra la conozco bien, la he reflexionado tantas veces— una niña amada había sucumbido al frío invierno alemán. Una niña vibrante, feliz, que tenía al momento de su muerte aproximadamente la misma edad que tiene mi hijo ahora.

Creo reconocer que existe una conexión entre ambos, y que ha sido ésta la que me llevó a escuchar, en una plaza comercial de Tlayolan que visito con frecuencia, el homenaje que Mahler hiciera a los poemas de Rückert. Cierto espejismo que, desde la casualidad, me llamó a convocar la memoria de Luise, o Ernst o el propio Rückert, cuya presencia luminosa siento ahora que mis dedos tocan el teclado como si lo acicalaran. Es ésta la sensación que me acompaña cada vez que escribo —para mí, para mi familia, para otros— sobre Tristán. Una sensación que me sustrae de lo cotidiano y me arroja, siempre, a aquel universo absoluto y extraño de la infancia, donde los problemas del mundo exterior retroceden temporalmente y sólo existe la vida.

A veces, cuando estoy solo, cierro los ojos y siento que Tristán desciende desde su paraíso y se queda conmigo y puedo sentir su amor en todas partes. Lo siento en mi hijo vivo, Naím, que mientras escribo esto ríe a todo pulmón en el piso de abajo porque su madre le ha puesto una tina de agua tibia en el patio. Lo siento en la canción de Pink Floyd que mana de las bocinas de mi computadora y que me recuerda la tarde en que mi padre me llevó a conocer el Océano Pacífico. Y lo siento también en mi propia risa, que está llena de los años que Tristán ha estado junto a mí porque jamás terminó de irse. De estos recuerdos mana algo parecido a la esperanza, y recordar se vuelve más que una mera perturbación. Recordar es un acto de amor, el último que puedo entregarle.

A veces, cuando estoy solo, abro los ojos y cierta claridad me envuelve. Después de unos minutos de convivencia con mis muertos, me levanto y me reintegro a la vida que nos legaron nuestros hijos amados. Enciendo todas las luces y, desde aquella nueva luminiscencia, puedo ver cómo la realidad que habito ha sido ocupada, acaso momentáneamente, por aquel pasado en donde todos ellos ambulaban libres e imperecederos. Y quiero pensar que el recuerdo permite una posibilidad distinta de mirar aquellas despedidas, una posibilidad que, desde la literatura, nos permite mirar atrás y cambiar aquello que la vida ha sembrado. La posibilidad de decir que Connor no cayó desde un rascacielos en Manhattan, que Karac no enfermó del estómago, que Arthur Cave no cayó de ningún precipicio, que los niños Orbison no estaban en la cabaña el día del incendio, que Luise y Ernst no enfermaron de fiebre escarlatina, que Aimé jamás tuvo leucemia, ni Andrés asma, ni Sonia malestar alguno. Porque en la literatura esto es posible, como es posible encontrar aquella casa que jamás visitó la muerte, y que me permite entregarle a Kisagotami el prodigioso gramo de mostaza para que su hijo, su amado hijo, vuelva a sonreír para ella.

Desde el fondo de toda esperanza, en esto creo.

  1. Allí de donde vienen todos los rayos.
  2. Cada uno de los hermanos ha perdido a su hermana favorita.
  3. Peor que estar enfermo, / Es tener uno a quien se lastima para sanarlo.
  4. Para liberar a un ángel.
  5. Incluso la muerte no puede separarte…
  6. Te cubrí de flores y coronas
  7. Bendita la luz que da alegría al mundo

Autores
(Zapotlán el Grande, México, 1988) es narrador, artista y profesor de literatura. Actualmente estudia el Doctorado en Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara e Ingeniero Ambiental por el Instituto Tecnológico de Ciudad Guzmán, además de maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en la categoría Jóvenes Creadores en 2006 y 2019 y becario del FONCA en la categoría Jóvenes Creadores en 2021. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela, en 2016, del Premio Nacional de Cuento Joven Comala, en 2018, del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay y el Premio Nacional de Cuento José Alvarado, en 2020, y del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 2021. Ha publicado los libros de cuentos El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres sin hijos (2021) y el libro de crónicas Los niños del agua (2021).

Ilustrador
mitthu
Es alter- ego de Laura Velázquez Hernández, nacida en la Ciudad de Puebla, México en 1992 Estudió la licenciatura en Diseño gráfico en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, con especialización en Artes permitiéndole así explorar varias disciplinas como la pintura, dibujo, ilustración análoga, digital, y fotografía. Mientras que su contacto con el muralismo llego ya en la etapa laboral, se convirtió poco a poco en una de las actividades que más disfruta y su fuente de trabajo más frecuente.