Tierra Adentro
Fotografía de Victor Sounds, 2017. Recuperada de Flickr. CC BY-SA 2.0
Fotografía de Victor Sounds, 2017. Recuperada de Flickr. CC BY-SA 2.0

Con nada conseguía la Toña que se callara el periquito: Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. Más de una vez se levantó de la cama a fin de apaciguarlo. Le llenó de alpiste el comedero, le cambió la hoja de periódico emplastada de mierda, le refrescó el agua puerca del cuenquito, y le tapó la jaula con una cobija gruesa -a ver si así entendía que ya no eran horas de andar fregando, sino de dormir y dejarla dormir-. Pero el periquito no cedía, y ahora aleteaba rabioso y pegaba de brincos, sacudiendo con sus patas huesudas los alambres de la jaula: Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí.

            -Pinche pájaro -le dijo la Toña.

Por la ventanita alcanzaba a ver los tinacos descarapelados y las sábanas oreándose en el tendedero, deslumbrantes contra la noche. El cuarto de azotea, a esa hora, siempre se le figuraba a la Toña tantito más amplio de lo que parecía durante el día, como si la luna lo relajara con su blancura, aflojándolo. Esa madrugada, sin embargo, sí tenía espacio adicional: sin la tele, sin el microondas, sin la secadora, sin el tostador, sin la sandwichera, sin la plancha ni el burro de planchar, sin la licuadora… y sin Nacho, que se había largado con todo salvo su animalejo. El conchudo nunca se acordó de alimentarlo, ni una sola vez se acomidió a limpiar el cagadero. Pero bien que le había insistido a la Toña con que se lo regalara, aquella tarde en que volvían del tianguis y se toparon con el hombre de los pájaros. Traía las jaulas amarradas a la espalda, encimadas: una torre, una cárcel. Del calabozo de hasta arriba les llegó a la Toña y a Nacho el ahora familiar pipí-ripí:

-¿Me lo compras, Toni? Ándale, Toni, cómpramelo. Óyelo, canta bien bonito…

Eso siempre le gustó del Nacho: que la llamara Toni, y no Toña, como los otros.

Asido al travesaño de la jaula apoyada en el suelo, el periquito de plumaje amarillo se había calmado de pronto. En el cuarto casi a oscuras, soltaba una suave luz propia, ladeando la cabecilla con talante preguntón. Clavaba en la Toña sus ojuelos sin maldad, negros como dos gotas de chapopote. Paz al fin, se dijo ella confiando en aquel minuto de tregua; pero cuando ya se alejaba para devolverse a la cama, el periquito reanudó el alboroto: Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. Y embistió el comedero. Y volcó el cuenquito. Y derramó su agua y su alpiste, y se revolcó en ellos. Nomás eso faltaba, se dijo la Toña, ¡que me agarre de bajada el pinche animal!

            Pensó en sacarlo con todo y jaula, colgarlo en el tendedero o dejarlo encima de alguno de los tinacos. Cambió de opinión, sin embargo, al acordarse de los gatos de la vecina: una cosa era no soportar al pajarito, se dijo, y otra cosa muy distinta era ponérselo en bandeja de plata a los gatos cabrones. Tampoco le entusiasmaba la idea de vaciar más el cuarto de por sí saqueado. Se le ahuecaba el pecho al imaginarse sacando otro cacharro de la casa, desplumada ya por el culero de Nacho.

Cruzada de brazos, la Toña lo vio destripar los cajones de la cómoda, y luego, acarrear sus costales embutidos de garras, junto con los aparatos de la Toña. Nacho, sin ayuda, fue bajando todo en tandas por la escalera del edificio, desde la azotea hasta la planta baja. Hizo cuatro o cinco viajes, y cada vez que se cruzaba con la Toña le sonreía con todos los dientes, como desafiándola a ponerle un alto. Había dejado el frigobar al último; cuando lo sacó, su peso le venció los brazos, y el armatoste dio en el piso con un estrépito de fierros, abriendo su compuerta como si tuviese algo que decirles.

Ella todavía intentó ahogar las carcajadas; pero el Nacho se le quedó viendo con aire de chamaquito ofendido, sofocado por un llanto que no soltaba, y agravando la voz le dijo:

            -Pinche Toña…

            Con eso tuvo ella para comprender que hasta ahí llegaban: jamás habría de perdonarlo. Él a la Toña tampoco; se lo hizo saber con la patada que le puso al frigobar. Ahí frente a la puerta del cuarto, bajo las sábanas ondeando en el tendedero, quedó el frigo hendido, con la compuerta abierta de par en par como si soltara un lamento mudo, sin aliento.

            La Toña todavía se asomó al parapeto para echarle un último vistazo al Nacho, allá abajo en la calle abrillantada por la luna casi llena: metía los trastos en la cajuela de su Chevy y luego se trepaba a la cabina, y se encerraba con un portazo. Entonces se alejó hasta perderse de vista en la glorieta arbolada, mentando madres con el claxon a diestra y siniestra.

            -¡Vales pa pura verga! -le contestó la Toña.

Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. También el periquito le estaba dando razones para mandarlo muy lejos, pensó. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. ¿Pues qué se traía?

Echada en la cama, la Toña sacó el celular y buscó en la red: periquitos australianos. Se le ocurrió que, por venir de un país del primer mundo, el avechucho sería hipersensible a la violencia. ¿Y no el pobre se había chutado entero el broncón, los golpes de ella, los gritos de él? La Toña fue deslizando los dedos por la pantalla, deteniéndose en uno que otro resultado; enterándose de raras enfermedades aviares y de subespecies en peligro de extinción y de ventajas evolutivas para cierto color de plumaje; de tarugadas que a ella nada le importaban. Hasta que cayó el mensaje: Solo pa ke lo cepas sí me cojí a tu prima hojala ke te mueras hasta nunca. Y la Toña soltó el teléfono.

 ¡Como si necesitara esa aclaración!, se dijo. Si la Toña conocía bien a la golfa de su prima: con todos los hombres de la Toña había intentado meterse esa buscona hija de la chingada. Y conocía mejor a los hombres; no por nada seguía la Toña soltera a sus cuarentaicuatro.

Qué tonto y qué ridículo había sido todo, se dijo. Tonto revisarle al Nacho los mensajes del celular. Tonto leerle con aquella voz aniñada los lances de la putona esa. Tonto agarrarlo a madrazos. Tonta la amenaza: Te largas o te mato. ¿Por qué se hizo la indignada? A esas alturas, los hombres ya no la sorprendían. Y eran tantas las chingaderas, tantos los culeros a los que había aguantado, que una infidelidad le parecía lo de menos. ¿Para qué se había hecho la mártir? Ella no estaba ya en condiciones de ponerse sus moños, ¿o sí? Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. ¿Por qué no se callaba el cabrón?

Se destapó y de un salto dejó la cama. De cuclillas, arrimó el rostro a la jaula en el suelo. Miró severa, ofendida, a través de los barrotes de alambre: subía y bajaba el pecho mullido y blanco del pajarito. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. ¿Por qué se quedó cruzada de brazos mientras Nacho sacaba la sandwichera y la licuadora? Ella sola, sin ayuda de nadie, se había hecho de sus cositas con pagos chiquitos, mensuales. Ni un solo peso le había puesto él, pero bien que a diario usaba la cafetera, y veía sus caricaturas imbéciles en la tele, y tostaba su pan en el horno. Peor aún, la Toña iba atrasada con los pagos del frigo. ¿Quién iba a apoyarla? Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí.

-Cállate o te callo -le dijo al periquito, y le atizó un sopapo a la jaula.

Anduvo hasta la cama y se echó en ella de un brinco. Tanteó bajo la colcha y la sábana aun tibias, buscando el consuelo del celular. Vio en la pantalla encendida que ya eran las 5:16 de la madrugada… O sea que hacían tres horas del encontronazo con Nacho… O sea que faltaban menos de dos horas para irse a chambear.

Necesitaba dormir un rato por lo menos, se dijo. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. Y cerró los ojos, sondeando el cansancio bajo los párpados. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. ¿Cómo haría sin secadora y sin rizadora?, ¿Cómo se daría su manita de gato? Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. Y sin plancha y sin burro, ¿Cómo le haría para llegar presentable a su turno en el restaurante? Se pensó llegando con su uniforme arrugado, encendiendo la caja registradora con su carota de vieja amargada, saludando a los primeros clientes con sus ojeras de vieja cansada, sus greñas luidas de vieja fodonga, sus arrugas de vieja a secas. Se vio mirada con reproche por el mamón del gerente: ¿En qué quedamos, Antonia? Tendría que ponerle su mejor cara, se dijo. La misma cara de estúpida que le había visto el Nacho.

¿Por qué le había permitido al culero llevárselo todo? Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. Porque era lo justo, pensó, arrepentida de inmediato y con el espanto de sentir que se echaba la sal con el propio pensamiento: ¡el Nacho se había llevado todo porque era su derecho! Porque así lo hicieron los otros, los anteriores: el Charlie, el Sebas, el Edy. ¡Y ni modo que al Nacho no le tocara lo suyo! ¡Ni modo que se fuera con las manos vacías! ¿Cómo iba ella a negarle lo que le correspondía? Lo más natural era que él también le arrebatara todo a la Toña. Como los anteriores. Como todos. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí.

-¡Pájaro de mierda! -le gritó la Toña al techo.

Pero el problema no era él, se dijo. Que los hombres fueran todos igualitos, eso no era el problema; sino que la Toña recayera en lo de siempre: que se dejara mentir,  engañar y robar. El asunto no era lo culeros que se portaban ellos, sino que ella se permitiera ser la misma pendeja una y otra vez. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. Bajo la colcha y la sábana, sintió el celular vibrante. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. Leyó en la pantalla: Estas bien aguada gorda fea kien te va a kerer así para mi ya estas muerta. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí. Iba a matarlo, pensó. Recuperaría algo asesinando, ¿o perdería? La Toña se pondría de pie e iría a buscarlo. Y lo encontraría, seguramente. Esa cara de estúpida, esa cara sin maquillaje sería lo último que miraría ese culero. Con sus propias manos le rompería ella el cuello. Con sus propios ojos lo vería quedarse sin aire. Pipí-ripí, pípi-ripí, pipirí-pipí.

Pero el periquito, apresado en su puño, era un niño sofocado por un llanto que no podía soltar, y miraba a la Toña con la inocencia idiota de lo que está vivo y no lo sabe. Entre sus dedos, ella sentía el pulso casi secreto de tan sutil: el pequeño corazón, el insignificante ser. El periquito tenía miedo, sí. Pero ella tenía más.

Metió la mano y aflojó los dedos. El periquito se liberó de un salto y anduvo a saltitos sobre la hoja de periódico, leve y atontado como si bajara de una montaña rusa. También atontada, la Toña cerró la escotilla de la jaula y se encaminó a la cama para echarse con un suspiro. Aún podía dormir un poco, se dijo, mirando por la ventanita que el cielo más allá de las sábanas amenazaba con clarear. Oyó un sollozo y un gemido… Pero eso no era posible, pensó, porque en esa casa nadie sabía llorar. Por si las dudas, se incorporó apenas sobre la almohada y le echó un ojo al pájaro: asido al travesaño, se había acurrucado en un rincón de la jaula, inflándose y encogiéndose apenas en su imperceptible respiración. Por lo menos le quedaba una hora de sueño, se dijo la Toña cerrando los ojos con fe. Todavía podía echarse una pestañita. Todavía tenía tiempo.

No, ya no tenía tiempo.

El cuarto volvía a achicarse en la blancura alarmante de la mañana. La Toña se levantó de un brinco y sacó el teléfono de entre la sábana y la cobija: 10 a. m. Pendeja-pendeja-pendeja, se dijo aterrada. Ya ni modo: ni bañándose en chinga; ni vistiéndose en friega llegaría a la chamba. Se daría más tarde una vuelta por al restaurante, pensó. Le rogaría al gerente que no la reportara -de rodillas si era necesario-. Pondría su mejor cara, la única que tenía, se dijo. Entonces algo como un resorte se contrajo de pronto en su estómago. ¿Hambre? Tantita. Pero, ¿por qué se sentía robada otra vez?

¿Qué le hacía falta ese lunes por la mañana?

¿El hombre?

¿La cafetera?

No.

La canción.

Ahí, a dos pasos de ella, el periquito amarillo yacía panzarriba sobre la hoja de periódico regada de alpiste. Los ojuelos opacos, las patas contraídas. La Toña se acuclilló.

-Pinche pájaro -le dijo.

Y abrazó la jaula.

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